𖥔 . . . xiii. isn't it lovely, all alone?

CAPÍTULO TRECE
isn't it lovely, all alone?
heart made of glass, my mind of stone.

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loc. KING'S LANDING

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          — MADRE, ¿POR QUÉ MI QUERIDA HERMANA NO ESTÁ sentada en la mesa con nosotros? —el más pequeño de la mesa no concebía una comida sin la presencia de su hermanastra. El príncipe Joffrey, en su cómodo asiento, no podía sentirse más fuera de lugar. Eran los rostros sombríos de todos los presentes; incluso el elegante gesto de la reina se mostraba fuera de sí. Sin decir nada más, el pequeño príncipe observó a su madre y se encontró con un rostro colorado. La nariz de la princesa estaba tan roja como su vestidura. Eso lo puso nervioso—. ¿Luke?

Solo hasta ese momento, se encontró con la ausencia de sus dos hermanos mayores. El heredero de Marcaderiva tampoco estaba en la gran mesa. Eso bastó para encender las alarmas del niño. Haciendo un lado la copa con zumo de alguna fruta exótica que no era capaz de reconocer, se puso de pie. Su indumentaria era perfecta; azul y plateada, llevando en el pecho el escudo heráldico de su padre, un caballo de mar plateado.

— Siéntate, por favor —la voz de su abuelo resonó dulce, incluso apenada—. La ausencia de tus hermanos... —el rey no sabía qué decirle a su nieto; miró a su hija y esta solo bajó la mirada al vino en la copa con incrustaciones de oro. Exquisito vino que no había probado.

El príncipe Joffrey, ciertamente, estaba dándose un estirón de vértigo. Ya había alcanzado la cabeza de su madre y sus piernas eran largas, lo suficientes como para ser capaz de montar a su dragón con una agilidad envidiable; Tyraxes estaba creciendo tan rápido como su jinete.

— Mil perdones —el príncipe se dirigió al rey y la reina, haciendo una tensa reverencia; sus mejillas estaban coloradas—. Pido me perdonen por retirarme de la mesa, pero no puedo tomar mis alimentos sin la presencia de mis hermanos mayores.

— Dejemos que se retire —el rey se apresuró en responder, poniéndose de pie y revolviéndole el cabello a su nieto—. Ve con tus hermanos. Nadie te cortará la cabeza por eso.

— A mí sí que me la cortarías —murmuró uno de los hijos del rey; el pequeño príncipe reconoció la insoportable voz de su tío. Aemond.

— Con permiso —sin decir nada más, el príncipe con el caballo de mar en el pecho, a largas zancadas, tan largas como sus piernas, abandonó el gran comedor y una vez se perdió de la vista de todos, echó a correr, subiendo las escaleras y dirigiéndose hacia donde su corazón necesitaba estar—. Rhaedes.

Ignorando a los guardias, abrió la puerta de los aposentos de su hermanastra; los gritos de los guardias le supieron a nada, no iba a obedecerlos. Adentro, la princesa no estaba sola. Dos damas de compañía de la princesa sujetaban entre sus brazos telas empapadas de sangre. Mucha sangre. Al verlo, las doncellas ocultaron las telas a sus espaldas e intentaron cubrir a la princesa, pero no fue necesario. Él ya lo había visto; las blancuzcas piernas de su hermana manchadas de rojo.

— Mocoso —la princesa, en sí misma, estaba tan pálida como la espuma de mar; no había rubor en sus mejillas y sus labios blancos daban terror. No obstante, pese a su cadavérico porte, sonrió. Le sonrió—. ¿Qué haces aquí?

El príncipe se dio la vuelta; nunca había visto con sus propios ojos la desnudez de ninguna mujer, salvo lo que escuchaba de los guardias, pero lo que acababa de ver, no le gustó. Era su hermana, aunque no compartiesen padre o madre, y estaba enferma. O algo así. Desde su posición era capaz de detectar en metálico aroma de la sangre.

— ¿Dónde están mis hermanos? —no supo qué otra cosa decir. Una parte de él quería girarse, acercarse y ayudarla, hacerle compañía. Otra parte deseaba salir corriendo a buscar a sus hermanos y preguntarles por qué la habían dejado sola—. Te dejaron sola.

No lo sé —ella fue sincera. Se escuchó cómo se puso de pie y luego, el sonido de una tela deslizándose—. No te asustes. Estoy... bien.

— Dime la verdad —no se volteó. No iba a abusar de la privacidad de la princesa; era un caballero—. Por favor. La sangre... No, no es ese tipo de sangre. No es lo que me contaste que le sucede a las mujeres cada cierto tiempo. Está pasándote algo y mis hermanos no están en la mesa, tampoco contigo. Madre no ha probado un solo bocado y mi padre está tan demacrado que pareciera que no hubiese dormido en semanas. Rhaedes, te lo exijo, como tu hermano. Dime qué está pasando. Estás sangrando. Tus doncellas están alteradas, como si fuesen a romper a llorar en cualquier momento y tú te ves fatal.

— No deberías estar en los aposentos de mi prometida —su hermano mayor apareció por la puerta; se veía casi tan mal como la princesa. Olía a dragón y a sudor. Un par de gotas de sudor corrían por sus sienes. ¿Estuvo dando un paseo muy a gustito mientras su prometida parecía al borde de la muerte?

El príncipe heredero pasó de largo y se acercó a su mujer, ayudándola a caminar, dirigiéndola a la tina con agua caliente, casi hirviendo, que la esperaba del otro lado de los aposentos. El pequeño príncipe escuchó el chapeo y luego la inspiración de su hermana.

— No puedes estar en los aposentos de una mujer desnuda, a no ser que se trate de su prometida —continuó el príncipe heredero, pero no de mala gana. La voz le salía apretada, pero no encrespada. Era raro. Joffrey prefería escucharlo enojado.

— ¿Disfrutaste del paseo con Vermax mientras tu prometida se desangraba? —no, ya no era un niño; había aprendido a hacerse escuchar... o estaba aprendiendo. Se sentía furioso y contrariado. No entendía lo que sucedía, pero sabía que debía decir algo.

— No seas tan insolente, enano —su hermano no se inmutó. ¿Por qué todos estaban actuando tan raro?

— Déjalo —dijo la princesa, en la tina humeante. El vapor llenaba toda la habitación, que era enorme—. Tiene derecho a saberlo. Está preocupado. Ya no es un niño, Jace.

— ¿Dónde está Luke? —no se aguantó y giró; la princesa estaba en el agua caliente, mientras su hermano, tras ella lo miraba con recelo. Era evidente que no le gustaba que estuviera en los aposentos de la princesa, pero no iba a retirarse hasta saber la verdad.

— Joff, acércate —la princesa extendió el brazo, con una sonrisa en el rostro; volví a parecer ella. Las cicatrices brillaban, pero no tanto como sus ojos violeta. Tenía el cabello recogido en una trenza que le caía por un hombro.

El príncipe se acercó, acuclillándose para estar a su altura. La tomó de la mano y se la besó, lleno de angustia. Seguía siendo un niño temeroso, después de todo. El valor le alcanzaba las mejillas, quemándole.

— En mi vientre... se gestaba una vida. El viaje resultó lo suficientemente estresante y pesado como para arrancarlo de mis entrañas. Los dioses me lo arrebataron anoche, mientras tenía otro sueño. No he parado de sangrar desde entonces; los maestres dicen que es normal, así que no debes preocuparte por nada. Voy a estar bien.

¿Por qué Luke no está contigo? —se mordió el labio inferior y se resistió a mirar a su hermano. De pronto, lo sintió como un intruso. En su pecho, algo le gritaba, le exigía, la presencia de Lucerys. Apretó la mano de la princesa y se dejó caer en el suelo frío, deseando tanto llorar. Un bebé.

— No lo sé —su mirada violeta se oscureció. Bajó el rostro y cerró los ojos, tensando los dedos entre la mano de su hermano. La princesa estaba sufriendo.

Rhaedes observó a su hermano menor marcharse y entonces se permitió llorar. Sus damas de compañía lloraron con ella, mientras preparaban las ropas de la princesa y cambiaban las sábanas manchadas por enésima vez. Ninguna otra persona tenía permitido entrar a los aposentos.

Cuando el agua se enfrió, su prometido la ayudó a salir de la tina. En el proceso, otro hilo de sangre corrió por sus piernas. Jacaerys alcanzó un paño previamente calentado frente al fuego y la limpió con delicadeza. El futuro rey no decía nada, pero sus ojos marrones lo decían todo. Un hijo suyo había muerto. Su heredero.

La leche de la amapola le sabía fatal, pero era lo único que le aliviaba el dolor físico. En su pecho, muy dentro, algo había muerto junto a su primogénito. Un hijo que no era de su futuro rey. Un hijo que había sido sembrado en sus entrañas por otro hombre. Luke. No había visto a Lucerys desde la noche, cuando corrió a verla. La princesa estaba encinta. Necesitaba verlo, pero no tenía el valor para pedirlo en voz alta.

Su padre le ofreció una copa de vino del sueño y bastó un par de sorbos para dormitarla. Tenía miedo de otro sueño, de volver a escuchar los gritos de su madrastra, pero tampoco quería estar despierta. No quería ver a nadie, no quería escuchar a nadie, salvo a él. Y no estaba. No estaba.

Fue Joffrey quien dio con la ubicación de su hermano, después de pasarse horas buscándolo. Bajó de su dragón y cayó de pie sobre la arena caliente; el heredero de Marcaderiva había vuelto a casa. Rocadragón nunca se sintió tan solitaria como en ese momento. Arrax reposaba en la orilla del mar, cabizbajo, mientras su jinete no hacía nada más que observar las olas danzar. Ni siquiera parecía respirar. Sus rizos marrones se batían al ritmo del viento marino y sus ojos quietos miraban sin mirar.

— Hermano —el pequeño príncipe se sentó a su lado y lo descubrió jugueteando con el anillo propiedad del heredero de Marcaderiva. Lágrimas de los dioses del mar. Era una joya bellísima rodeada de historia, tradición y poder. Su abuelo le había contado la historia del anillo cuando era muy pequeño.

— ¿Qué haces aquí, Joffrey? —su voz ronca y sombría pareció provenir del inframundo, pero el más joven no le tomó importancia. Al contrario, se sacó el calzado y lo miró, curioso. Angustiado.

— ¿Qué haces tú aquí, Luke? —le quitó el anillo y lo observó, resplandeciendo y soltando destellos, majestuoso bajo el sol salino. De algún modo, ya sabía la respuesta. La respuesta verdadera.

— No soportaba estar encerrado —se encogió de hombro y miró a su dragón, que lo miraba de vuelta. El dragón de su hermano golpeó con la cabeza al otro y comenzaron a jugar, soltando chillidos. Lucerys volvió a colocarse el anillo y habló, un poco más alto—. ¿Rhaedes está bien?

— Lo supieras si estuvieras a su lado —sonó a reclamo—. Perdió un hijo, ¿cómo esperas que esté?

— No puedo estar allí, enano.

— La princesa te necesita... Lo sabes.

— No lo entiendes.

— Entiendo más de lo que te imaginas —chocó el hombro de su hermano, en forma de consuelo. Se quedó cerca de él, observando como volvía a sacarse el anillo. Tenía los dedos lastimados, las orillas de las uñas ensangrentadas y malheridas—. Estoy de tu lado.

— No sabes lo que dices —la voz del príncipe sonó temblorosa, como si estuviera a poco de llorar. O tal vez ya había llorado antes de que su hermano llegara.

— Estoy de tu lado —le repitió el pequeño, seguro de sus palabras—. Significa que no importa lo que pase, voy a estar para ti. Además, ya no soy un enano y mi dragón está creciendo muchísimo. Puedes confiar en mí, Lucerys. Serás mi señor, después de todo.

— Te sientan bien los colores de la Casa Velaryon —le sonrió, mostrando el par de hoyuelos que caracterizaban su preciosa sonrisa. Las palabras de su tonto hermano lo consolaron, incluso cuando el chiquillo no tenía idea de lo que decía. Bastó para tranquilizarlo y se sintió consolado por su presencia. Hubiera querido decírselo, que tenía miedo de enfrentar a la princesa porque la criatura que había perdido fue sembrada por él y no por el futuro rey. Había perdido un hijo. Al igual que ella. Un hijo suyo, de su semilla. Un hijo fruto de un amor prohibido. ¿Cómo mirar a los a la princesa sin desear correr a sus brazos? Sin poder consolarla.

— Luke.

— Dime.

— Volvamos.

— No, hermano. No puedo.

— ¿Qué les diré a todos cuando regrese sin ti? A madre, a padre, al rey... A Rhaedes.

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— ¿Te sientes mejor, cariño? —su madrastra pasó de sus obligaciones para quedarse con ella. El sangrado había parado y la leche de la amapola mantenía lejos sus dolencias, pero el corazón seguía doliéndole. 

— ¿Dónde está Luke? —no pudo soportar más su ausencia. Todos habían ido a verla, incluso la reina y sus hijos. Hasta la bestia de Aegon había mostrado su pesar en palabras cortas y torpes.  

— Pediré que te traigan algo para comer —su madre evadió la pregunta sin disimulo y ella lo tomó como una respuesta. Lucerys no quería verla. 

— No tengo apetito, madre —tampoco se había atrevido a contarle del sueño, del los gritos, del fuego. No quería pensar en eso, pero una y otra vez volvía a escuchar los gritos de su madrastra. 

— Entonces te traeré un poco de vino del sueño para que puedas descansar.

— ¿Por qué Lucerys no ha venido a verme, madre? —le preguntó a la princesa heredera antes que saliera de los aposentos.  

 Rhaenyra se detuvo, pensando en una respuesta coherente, cuando escuchó las puertas abrirse y como una ola, vio a su hijo hacer acto de presencia. Alto, con los ojos sombríos y el rostro bañado en sol. Le recordó a las tormentas de Rocadragón. Al mar que rodeaba el castillo. 

— Madre, te pido perdón por mi larga ausencia —se inclinó en una reverencia cargada de respeto y la miró a los ojos. 

— No es a mí a quien debes pedir perdón —interrumpió la venia con un abrazo. Le pasó las manos por los rizos sobre la frente y le sonrió, con pena en la mirada—. Gracias por venir. Estaba preocupada por ti. 

— Creí que no querías verme —para sorpresa de ambos, Rhaedes estaba de pie; el cabello lo llevaba suelto, lo tenía bastante largo. Sus ropas eran abrigadas y sus ojos púrpuras, parecían cubiertos por una densa bruma. La leche de la amapola adormecía sus sentidos, pero se sentía lo suficientemente fuerte como para enfrentarlo—. ¿Dónde estabas? 

— Necesitas reposar, no estar de pie por nada —el príncipe de Marcaderiva la tomó en sus brazos y en un ágil movimiento, sin esfuerzo alguno, la dirigió al lecho y la recostó con cuidado. Ella no dijo nada mientras él la cubría con las mantas. Se limitó a mirarlo—. Princesa, yo... —miró a su madre. Sintió miedo de sus propios sentimientos—. Voy a irme. Le he enviado un cuervo a mi abuelo; Lord Corlys me recibirá y me preparará para ocupar su lugar cuando llegue el momento.

— Hicimos una promesa de sangre cuando eramos niños, ¿es que ya lo has olvidado o no significó nada para ti? Íbamos... —desesperada, se mordió el labio para no continuar. En un brusco movimiento, acabó sentada. Hizo una mueca de dolor, pero no le importó—. No puedes irte, no ahora cuando acabo de perder... No, por favor. Lucerys, tienes que quedarte a mi lado. Hicimos una promesa; yo iba a llevar... —notó el escudo heráldico de la Casa Velaryon en su pecho. Las lágrimas le ganaron, no le importó la presencia de su madrastra. Ya no le importaba nada. Nada—. Me lo prometiste, Lucerys. No puedo perderte a ti también.

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— Voy a guardar tu secreto —le respondió el pequeño Lucerys, años atrás, echando un vistazo apresurado a sus rodillas. Volvió a mirarla a ella con la misma fascinación de antes—, si tú prometes casarte conmigo.

— Serás mi esposo y me llevarás contigo a tus largas exploraciones en altamar, mientras yo crío a tus hijos en la embarcación con el majestuoso emblema de la Casa Velaryon  y disfruto de mis libros con el viento salino a mi favor.

La princesa de cabellos desordenados alcanzó una piedrita y enterró el filo en su mano. Un pequeño corte y a continuación, espesa sangre a la vista de ambos. A su vez, el príncipe hizo lo mismo; rasgó sólo un poco de su carne y juntaron las manos. Era una promesa sellada bajo el manto de la sangre.

Lo prometo.


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