𖥔 . . . memories and shadows.

CAPÍTULO ESPECIAL [1]
de memorias y sombras

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       CON UNA SÚBITA E INNATURAL ELEGANCIA, la niña se abrió paso entre las enormes rocas y las olas que golpeaban fuertemente contra los muros de piedra caliente. El sol de mediodía le pegaba directo en la cara y la maraña de pelo plateado se le aplastaba, húmeda de sudor, en la frente y por encima de los ojos. Una pequeña cueva pedregosa y el libro de tapa dura debajo del brazo.

Luke, el chiquillo de rizos que la espiaba, se preguntó en voz baja cómo era leer esos curiosos, polvorientos y pesados ejemplares que la primogénita de su padrastro, el tío, devoraba con tanto afán. Cada uno de ellos escritos en una lengua que ni su hermano mayor, ni tampoco él, dominaban para nada. Alto Valyrio. El niño pensaba que ella era, en serio, muy impresionante. Abrumadora como el mismísimo océano.

— ¿Otra vez la espías? —este era su hermano mayor. Jace. Era unos centímetros más alto que él y en el futuro sucedería al trono de hierro.

— No lo hago —negó con la cabeza, agitando sus rizos castaños.

— Sí que lo haces —se rió, mostrando sus dientes.

— Me pregunto qué lee o si echará de menos a su madre. Tal vez se siente muy sola —susurró.

— Sus cicatrices son repulsivas —espetó el mayor, sintiendo la piel de la nuca erizarse—. Se parece a la piel de dragón. Escamas de dragón.

— La piel de dragón es bonita —dijo el niño con inocencia, seguro de lo que decía.

— ¿Te casarás con ella, Lucerys? —se burló el más alto, soltando una risita ahogada. Aplastó los rizos de su hermano, esos que se revolvían al ritmo de la brisa marina y acabó tumbado en la arena caliente.

. Voy a casarme con ella —tenía las mejillas encendidas en color. Por el sol y por la discusión que llevaba a cabo con su hermano.

— ¿Con tu incapacidad para pronunciar palabra frente a ella? Vaya que vas a enamorarla, mi tonto hermano. Y tu balbuceo estridente. Tartamudeando frente a la princesa. Mírala, es tan presumida y misteriosa. Seguramente está enamorada de Aemond.

— No es cierto, ¡lo odia! —claro que lo odiaba y él lo sabía mejor que cualquiera en el mundo. Todavía tenía pesadillas; la roca, la navaja y los gritos de su tío después de lanzarse contra él. No se arrepentía, sin embargo. Y tal vez nunca lo haría.

— De todas formas, nadie se casa por amor —Jace se encogió de hombros.

— Yo sí lo haré —se hizo una promesa interna y pidió un deseo al mar.

— Ni siquiera sabes lo que significa.

— No me importa —ahora fue el menor quien se encogió de hombros.

— ¿Te casarías con una mujer que tiene piel de dragón y que lleva el nombre de un demonio? —se estremeció al hacer mención de aquello.

— Su nombre no es el de un demonio.

— Claro que sí. Mira, escuché hablar a los adultos y decían estas cosas sobre visiones, muertes y espíritus malignos. Yo creo que su madre era un espíritu oscuro y que fue eso lo que la mató.

— ¿Eso qué tiene que ver con ella? —frunció el entrecejo y se sentó junto a su hermano, dejando que la arena lo acunara. Suave y cálida. Estiró las piernas para que la espuma del mar le alcanzara los pies.

— Todo —exclamó el príncipe heredero.

— No entiendo, Jace.

— Si su mamá era un espíritu oscuro, ¿qué piensas que debería ser ella? Quiero decir, una persona normal no se raja los brazos con la intención de morir. Un demonio la obligó a hacerlo, estoy seguro.

— ¿Ella está en peligro? —el miedo se escuchó en su dulce vocecita.

— Todos lo estamos.

El niño negó con la cabeza otra vez, apretando los puños. No se sentía enojado, ahora lo que experimentaba era algo superior al miedo. No por él. Por ella. Recordaba su llanto y sus gritos, diciéndole a él que no buscara a nadie y que la dejara irse. Las pesadillas no lo habían dejado en paz. De nuevo, no se arrepentía. Se preguntaba si había hecho lo correcto y si ella lo odiaba por ello, pero no se arrepentía. En su jóven alma, llena de una inteligencia sobrehumana y un fuerte sentido de la justicia y empatía, sabía que había hecho lo que tenía que hacer. Y todos los días se sentía feliz de verla y escucharla hablar con esas erres fuertemente sostenidas, en lenguas muertas y otras que él no era capaz de reconocer.

— Ella no es mala, Jace.

— ¿Cómo lo sabes? Se esconde entre las rocas, entierra la nariz en esas páginas amarillentas llenas de polvillo y evita el contacto con todos, como si fuese alguien superior a nosotros. Eso no es de alguien bueno.

— Tú tampoco eres bueno —susurró el pequeño príncipe, bajando la mirada.

— Soy tu hermano.

— Ella también es nuestra hermana —se incorporó encima de sus pies descalzos dispuesto a poner distancia entre ambos. No lograba entender a su hermano y prefería alejarse. Odiaba cuando peleaban.

Oculta entre las rocas, la niña de cabello sin peinar y piel de dragón, se protegía del sol y las personas. Odiaba escuchar lo que tenían que decir de ella, de su nombre y las cicatrices en sus brazos. Leer la arrancaba de su propia piel y la llevaba a vivir otras vidas. Pero, sobre todo, leer la mantenía distraída. Escondida entre las grandes rocas. Escondida entre las líneas de los libros que la sujetaban a la vida como un maravilloso elixir curativo que adormece tus sentidos y tus memorias.

Su hermano menor, con esos ojos marroncitos llenos de vida, los rizos siempre desordenados y las mejillas encendidas, era lindo y entrañable. Como los primeros rayos de sol de la mañana; cálido, manso y radiante. No sofocaba, por el contrario, su presencia la reconfortaba.

— Hola —ella sabía de su presencia, que el niño que ahora era su hermano, le estuvo espiando desde quién sabe cuándo. Su sola existencia era lo suficientemente atrayente como para despegarla del libro, pero no era una cosa que le fuera desagradable.

— Lo siento, princesa —balbuceó el príncipe de rizos, saliendo de su escondite y quedándose de pie en la abertura que formaban las rocas de la pequeña cueva improvisada.

— ¿Por espiarme? —no estaba molesta.

— Creo que sí —le golpeó la vergüenza.

— Te pondrás malo si continúas bajo el sol.

— ¿Puedo entrar? —le preguntó, sintiéndose más pequeño de lo que ya era.

— Sí, pero ten cuidado con la cabeza —la cavidad no era muy alta y había que entrar casi en cuclillas.

— Muchas gracias —se preguntaba por qué estaba siendo tan cortés. Eran hermanos, vivían juntos y se veían todos los días. Compartían los mismos maestros, erúditos y sirvientes. ¿Por qué se sentía tan tímido ante ella?

La princesa sonrió, volviendo a prestar atención al libro. Lo abrió y prosiguió su lectura.

Las olas chocaban contra las rocas a intervalos casi exactos. El constante vaivén del mar era precioso, adormecedor. Allí dentro, protegido del sol, escuchando de cerca el chapoteo del agua salada y mojándose los pies y las telas de sus ropas ya sucias de mugre y sudor, sintió calma.

— Oh —la princesa jadeó de impresión o disgusto. Soltó el libro en una de las rocas más pequeñas y se sentó frente al niño—. Tus rodillas.

— Es por el entrenamiento —se excusó el príncipe, flexionando las piernas. Tenía las rodillas llenas de raspones y sangre seca, pero no había sido del modo que lo dijo. Se cayó jugando su hermano y subiendo los escalones del castillo. No le dolía.

— ¿Sabes guardar secretos? —le preguntó la niña.

— ¿Cómo? —arrugó el entrecejo, con curiosidad en el rostro.

— Algo que no puedes decirle a nadie bajo ninguna circunstancia.

— ¿Nunca?

La princesa asintió, enrollando sin cuidado la tela que le cubría los brazos, dejando al descubierto las cicatrices que marcarían su piel hasta la muerte. Luke pensó que su hermano debía estar loco, pues a él le resultaban muy bonitas. Bonitas medialunas en tonos pálidos y rosáceos.

— ¿Confío en ti?

El niño dijo que sí con la cabeza.

—  El príncipe del océano está en su derecho de saberlo —metiendo sus pequeñas manos en la rendija más próxima, tomó un poco del agua de mar que se colaba y la regó en las rodillas ensangrentadas del niño. Una vez apartó las manos, ya no había nada. La piel lastimada estaba como nueva; sin raspones, sin sangre o moretones.

— ¿Cómo lo hiciste? —sus ojos muy abiertos, no daban crédito a lo que acababa de suceder. ¡A lo que estaba viendo! Era magia.

— Es parte de nuestro secreto.

— ¿Mi hermano tiene razón? —pensó en voz alta y se mordió la lengua, encogiéngose en su lugar. Deseó que la arena se lo tragara.

— Tu hermano dice que fui poseída por un demonio y que soy una hechicera oscura.

— ¿Lo eres? —preguntó con cuidado.

— ¿Te asusto?

— Nunca —su gesto se suavizó, volviéndose tierno. Claro que no le asustaba. ¿Cómo podría? Sus ojos marrones la fulminaron, posándose firmes en aquellas orbes violetas que él nunca tendría pero que tanto adoraba. Bastardo.

— ¿Quieres quedarte a leer? —le invitó ella.

Cásate conmigo, princesa.

Imperturbable, como si aquella inesperada propuesta no la hubiera tomado por sorpesa, la primogénita del afamado príncipe rebelde volvió a abrir el libro con la intención de retomar su pesada lectura en lenguas muertas.

— ¿Qué me ofrecerás si acepto tu proposición? —le preguntó a su hermano menor.

Amor.

— Somos muy pequeños para saber lo que es el amor. Además, ¿no te lo dijo ya tu hermano? Soy la encarnación de un demonio. Una hechicera oscura. Mira tus rodillas, sin un rasguño. Incluso las viejas cicatrices han desaparecido. Eso debería darte miedo.

— ¡No te tengo miedo!

Rhaedes miró al niño de rizos y mejillas coloradas. Sí, era cierto, ambos todavía eran muy pequeños para conocer ese tipo de amor en específico. El amor que se profesaban sus padres era mágico, especial. Pero también sabía que muchos de los matrimonios se daban por el intercambio de intereses y convenios en común. No era como en los libros que con tanto ardor leía; la vida real era un negocio. Una sucia treta. Y no existía cabida alguna para las emociones. Su padre se lo había enseñado; el amor puede ser hermoso, mágico y un salvavidas, pero también puede transformarse en una debilidad. No obstante, en su posición y cortos años de vida, ¿no fue ese mismo amor lo que la salvó de morir? ¿No fue el amor lo que la hizo existir y sobrevivir? El amor de su madre, su padre y el niño de ricitos inquietos y mirada curiosa que justo en ese momento la observaba como si ella fuese una piedra preciosa bajo el mar y no una víctima del destino, llena de cicatrices y rumones oscuros.

— ¿Qué es el amor? —susurró la princesa. Ya no estaba interesada en la lectura.

— Voy a guardar tu secreto —le respondió el niño, echando un vistazo apresurado a sus rodillas. Volvió a mirarla a ella con la misma fascinación de antes—, si tú prometes casarte conmigo.

— Serás mi esposo y me llevarás contigo a tus largas exploraciones en altamar, mientras yo crío a tus hijos en la embarcación con el majestuoso emblema de la Casa Velaryon y disfruto de mis libros con el viento salino a mi favor.

La princesa de cabellos desordenados alcanzó una piedrita y enterró el filo en su mano. Un pequeño corte y a continuación, espesa sangre a la vista de ambos. A su vez, el príncipe hizo lo mismo; rasgó sólo un poco de su carne y juntaron las manos. Era una promesa sellada bajo el manto de la sangre.

Lo prometo.

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