𖥔 . . . 𝒊𝒊. what daddy always tell you? straighten up, little soldier.
CAPÍTULO DOS
what daddy always tell you?
straighten up, little soldier.
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loc. DRAGONSTONE
❝hush little baby,
don't you cry.
everything's
gonna be alright.
stiffen that upper
lip up little lady❞
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DAEMON TARGARYEN EXPERIMENTÓ LA PATERNIDAD de una manera que, sin duda, lo marcó de por vida; amaba a todos sus hijos, pero su punto débil recaía en su princesa.
Aquello de que, no importa cuán fuerte e inmoral seas hasta que sostienes en tus brazos a una extensión de ti, fue confirmado por el príncipe el día que los dioses lo premiaron con un inmaculado trocito de vida idéntico a él.
En efecto, amaba a sus hijastros y a sus retoños más pequeños con gran devoción, pero no existía nada que su hija le pidiera, que él no fuera capaz de darle. Incluso antes del fallecimiento de su anterior esposa, todo lo que su niñita pedía, lo ponía a sus pies. De la a hasta la z.
Por eso, años atrás, cuando en aquella fatídica noche se salpicó en la sangre de su sangre y la sintió, en sus brazos, irse lejos de él, lejos de este mundo, se preguntó por qué.
¿Por qué su hija?
Al sol de hoy se lo continuó preguntando. Y aunque fue un tema que no volvió a tocarse, seguía allí, latente. Temeroso.
El temor continuaba presente, del mismo modo que las cicatrices en los brazos de su princesa.
No importaba que ya montara su propio dragón o que estuviera prometida a un hombre, que muy a su pesar, él mismo amaba y respetaba, seguía siendo su niña pequeña. La misma niñita que, a mitad de la madrugada, corría a él después de tener una de esas aterradoras pesadillas.
Confiaba en Jacaerys. Sin embargo, admitía que no había sido nada fácil escucharlo pedirle la mano de su hija. Tan valiente y correcto. Digno de un heredero. Digno de tomar como esposa a su princesa y convertirla, en un futuro, en una poderosa reina. No esperaba menos de su hijastro. Rhaenyra les dio su bendición y él tampoco tuvo ninguna objeción más allá de su fuerte deseo de sobreprotección. Si su hija era feliz, entonces, bastaba para él. No había nada que hacer.
Del irreverente y altanero Príncipe Daemon Targaryen podían murmurarse cientos de cosas, unas más ciertas que otras, pero como padre era, indiscutiblemente, el mejor.
Su hogar lo era todo para él.
Rhaedes tenía cuatro años cuando sucedió por primera vez; entre alaridos lastimeros e incapaz de conciliar el acto de su propia respiración, la niña fue sostenida por sus padres a mitad de la madrugada, mientras repetía una sola palabra.
Morir.
— Solo fue un mal sueño, mi cielo —decía la madre, conteniendo los espasmos de su hija.
La niña se había vomitado.
— Voy a sacarla de aquí, está que se desmaya —tomándola en sus brazos, Daemon la recargó en su hombro y la llevó al balcón, con especial cuidado en cada paso que daba.
— Cariño —su esposa, con una frazada, cubrió a la pequeña y le besó en el enmarañado cabello húmedo por el sudor y las lágrimas.
El príncipe susurró una dulce canción de cuna hasta que su hija se tranquilizó. O por lo menos, hasta que volvió a respirar por su propia cuenta sin dificultad.
La segunda vez no fue más fácil. Era como si, entre cada sueño, la cosa empeorara y por mucho. Hasta el punto de generarle hemorragias nasales que ni los mejores eruditos y científicos enviados por el mismísimo rey, pudieron encontrarles una explicación.
— La princesa se encuentra en perfectas condiciones, mi señor.
— ¡No te atrevas a decir frente a mí que mi hija se encuentra en perfectas condiciones, cuando justo en este maldito momento está tumbada en cama incapaz de recordar su propio nombre! —una ola de amenazas le acompañó.
La tercera vez fue igual de mala; no había explicación lógica que pudiera tranquilizar a los padres de Rhaedes. En nombre de todos los dioses, ¿cómo era posible que su hija estuviera muriendo frente a sus ojos y nadie fuese ni remotamente capaz de hacer nada? Porque el mismo príncipe no entendía lo que le sucedía. Así como no entendía a su esposa, quien de pronto se mostró casi que indiferente ante los sueños malos de su hija.
Rhaedes era una niña muy inteligente. Caprichosa y consentida en exceso por su padre. No existía nada que papi no pudiera darle. Excepto paz en sus sueños.
Daemon lo hubiera dado todo por borrar las pesadillas de su hija.
Pesadillas que le atemorizaban al punto del delirio.
— ¿Sueños premonitorios? —repitió el príncipe en voz alta, mientras su esposa embarazada se pasaba la mano por el bonito vientre inflamado.
— Sé que no pareciera que fueran visiones o premoniciones de algún suceso poco preciso, como sería lo habitual, pero creo que va un poco de eso.
— Las últimas tres muertes que soñó... —detuvo su andar en círculos y miró a su mujer, frotándose la nuca en un pobre intento de contener la angustia que le amenazaba—. ¿No fueron simple casualidad?
Rhaedes, de casi diez años, estaba muy emocionada por el nacimiento de su hermano o hermana. Tanta era su emoción que hizo a un lado todos sus temores nocturnos. Las autolesiones en su piel, que no eran más que expresiones involuntarias de su gran miedo a dormir y soñar, convertido en constantes ataques ansiedad, se hicieron invisibles durante el proceso de gestación. Su piel y también las heridas de sus dedos sanaron con rapidez.
Daemon creyó que los malos sueños se habían ido, volviéndose una cosa del pasado.
Hasta esa madrugada.
— Papi, soñé que mami...
— Rhaenyra —posterior al funeral de su esposa, guardando en sus memoria las ocho heridas abiertas en los brazos de su hija, el príncipe viudo tomó la palabra, a penas con un casi inaudible hilo de voz—. De no ser por tu muchacho, me estaría preparando para el funeral de mi hija.
— Tío... —no habían palabras de consuelo. Ella sabía que no importaba lo que dijese o cuánto esfuerzo aplicara en consolar a su tío, la imagen frente a ellos era, simplemente, demasiado.
De forma inconsciente, Rhaenyra apretó el puño en su espalda, al ver como la aguja que cerraría las heridas de su prima, se enterraba por primera vez en la carne de la pequeña niña dormida. Parecía un trozo de carne, sin vida. Pálido y sucio de sangre que de vez en cuando brotaba de alguna de las heridas.
— Ella la vió morir dos veces —susurró, con la cabeza enterrada en el pecho. Sin fuerzas.
— No entiendo —y no mentía.
— A su madre —aclaró, ladeando la cabeza para mirarla—, la vió morir dos veces.
— Tío, pero, ¿cómo es posible eso?
— Ella me lo dijo —incluso recordarlo dolía—. Una semana antes. Que soñó con la muerte de su madre. Durante la noche del parto yo no supe en qué momento se escapó de su dormitorio. Me di cuenta muy tarde. Lo vio todo, Rhaenyra. No fui capaz de protegerlas. ¿Qué clase de hombre soy?
— Fuiste el esposo de una gran mujer y eres el padre de una niñita que te necesita ahora más que nunca. Más que siempre —rectificó, con certeza en cada una de sus palabras—. Esta es la clase de hombre que eres, tío; te encuentras aquí, asegurándote de que tu hija esté abrigada, que no sienta dolor y, sobre todo, que no sienta tu ausencia. Al despertar, ella te verá a los ojos y tú serás el padre más afortunado del mundo, pues está a salvo en tus brazos, protegida entre tu pecho. No existirá para ella un sitio más seguro en todo el universo que tus brazos y tu pecho.
— ¿Pa...? —sin abrir los ojos, con la mente nublada, la princesa balbuceó incoherencias hasta el amanecer, pero siempre llamando a su padre.
— Estoy aquí, mi amor.
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Las botas le quedaban perfectas, igual que el pantalón. Se ajustaba a su cintura con gracia. Aunque, ciertamente, aquellas prendas de vestir no eran las más habituales en la princesa, las costureras hicieron un trabajo impecable. Las telas, igual de impecables, rojas y negras. La capa estaba tallada con oro y decorada, en los bordes, con diminutos diamantes que brillaban intensamente bajo la luz del sol.
Le gustaba entrenar y era ágil, igual que su padre y hermanastros, con la espada y las armas blancas. Al cumplir los diecisiete, su padre le obsequió una espada que fue elaborada especialmente para ella; ligera, rápida y mortal. Con una hoja delgada y mortífera.
Crecer junto a tres hermanastros varones, con uno de ellos siendo preparado para ascender en un futuro al trono, en un mundo de hombres, le enseñó a mantenerse en balance. Que una princesa sepa defenderse no era una novedad y su padre estaba de acuerdo. Le dio la libertad de empezar sus entrenamientos junto a Jacaerys y Lucerys, una vez se volvieron una familia. Posterior a ello, su ahora prometido no podía estar más de acuerdo. Una reina tiene el deber de estar preparada para la batalla.
No obstante, esto no significaba, en absoluto, que la princesa contara con la mejor de las reputaciones. Para los ojos de muchos, la sobrina del rey era una puta mimada de mierda. Una princesita de papi, malcriada y grosera. Aunque, pensándolo bien, sí que lo era. ¿Quién podría culparla? Por lo menos, no su padre.
— Princesa —la criada hizo a un lado el cepillo, tomando la sedosa y abundante cabellera de perla entre sus manos, con tal devoción como si de un tesoro se tratara—, permítame recoger su cabello. Un par de trenzas serían adecuadas para el entrenamiento con sus hermanos.
— No —la jovencita se negó, poniéndose de pie. Ajustó por última vez las botas y sujetó la empuñadura de su espada—. Me gusta el cabello suelto. Me queda lindo.
— ¿Hoy saldrás de paseo a caballo con la prometida de Luke? —su madrastra, quien para ese momento alimentaba a Viserys, las interrumpió—. Intenté que fuese él quien la acompañara, tomando en cuenta que la visita se acaba, pero no lo logré. Me dijo algo como que estaba ocupado con los eruditos y sus pruebas en Alto Valyrio.
— Excusas —la princesa se rió, acercándose a su madrastra y sujetando la mano de su hermanito—. Lucerys es casi experto en el idioma y su pronunciación bastante pulcra. Pero, supongo que la situación no es de su agrado.
Rhaenyra amaba a Rhaedes como si la hubiese dado a luz ella misma. Le dolía hasta en las entrañas. Estuvo presente en su crecimiento y en todos los cambios que implicó. Su primera menstruación y todo lo que también esto significó. A partir del primer sangrado de la jovencita, se volvieron inseparables. Ahora eran iguales; dos mujeres en un cruel y sanguinario mundo de hombres. Y, claro, ya no eran solo madre e hija o primas, dentro de poco compartirían un lazo más estrecho e igual de especial. Aunque le costaba aceptar que sus hijos varones estaban creciendo y que, sin duda alguna, ya no eran unos niños indefensos, verlos como hombres hechos y derechos se le hacía surrealista. ¿El tiempo estaba pasando así de rápido?
Rhaenyra sonrió, escuchando a Viserys reírse y balbucear entre pequeños manotazos, ante las cosquillas y mimos que su hermana le hacía. Aquella imagen le enterneció, a tal punto que no pudo evitar hacer esa pregunta.
— ¿Jace y tú han hablando de tener hijos? —preguntó con curiosidad, mirándola a través de las pestañas.
— Debo darle herederos al futuro rey, madre.
— Jace te ama, mi amor —su voz se enterneció.
— Jace es, de hecho, muy cuidadoso conmigo y con todo lo que nos involucra a ambos como pareja. Nunca haría nada sin mi consentimiento. Estoy segura de que aguardará a que yo me sienta preparada para concebir.
— No voy a molestarme y estoy segura de que tu padre tampoco, si un día acudes a mí pidiendo ayuda para evitar algún imprevisto. Lo sabes, ¿verdad que sí? No pongas esa cara, que yo sé cómo funciona esto y créeme que tu papá también. En algún momento tuve tu edad. No pasa nada por querer experimentar, pero sean cuidadosos.
— Entonces, hablamos de sexo —se rio, no por incomodidad, sino porque nunca es cómodo ese tema en particular con alguno de tus padres.
— Por supuesto. ¿Cómo crees que hice a tu prometido y hermanos?
Ambas se rieron.
El bebé continuó balbuceando en los brazos de su madre, jugueteando con un mechón de cabello perla.
— Rhaedes, mi amor, lo digo de verdad.
— Jacaerys y yo...
¿Qué iba a decirle?
— ¡Ya vámonos a entrenar, Eddy! —un chillido por parte de Joffrey, su hermanastro menor, la interrumpió. Gracias a los dioses.
El pequeño volvió a hablar, minutos más tarde.
— Eddy, ¿por qué estás tan roja como mi capa? —burlón, porque su vida se iba en hacer chistes y travesuras.
— Súbete y deja de hacer preguntas, Joff —dándole un manotazo en el revuelto cabello marrón, lo ayudó a subir al dragón y luego subió ella, sin problema.
— ¡Soves, Ānyx! —no pasó demasiado hasta encontrarse entre las nubes, volando en dirección a la pequeña isla destinada a entrenar a los príncipes y a la princesa.
— ¿Puedes decirlo? —chilló el niño contra el aire, volviendo el rostro hacia su hermana. Se mostraba tan emocionado que sus ojos parecían brillar más que el mismo sol.
— ¡Dracarys, Ānyx! —presumida, bonita e igual de mimada que su jinete, la dragón escupió una bola de fuego en dirección a las nubes.
Los entrenamientos se llevaban a cabo en una isla aparte, completamente plana y dedicada a las prácticas y adiestramientos.
— Llegan tarde —refunfuñó el instructor una vez la dragón aterrizó con elegancia frente a ellos.
— Lo siento —bastó un salto para estar en el suelo.
— Culpa de mami y Eddy —clamó el más pequeño, señalando a la princesa—. Hablaban de cosas.
— Ah, ¿sí? —siguiéndole la corriente al pequeño, Lucerys le sujetó por los hombros—. ¿Y de qué tema tan interesante hablaban que se retrasaron más de quince minutos?
— De nada —clamó ella, lanzando una mirada apresurada a Luke, quien reía bajito y zarandeaba a su hermano pequeño.
— ¡Sí que hablaban de algo! —chilló, indignado.
— De nada, niñito chismoso.
— Pero tú dijiste algo como —entonces, agudizó su voz y le imitó—. Jace y yo...
— ¡Vaya! —ahora fue Jace quien intervino, igual de divertido que sus hermanos—. Así que, hablaban de nosotros. Perfectamente entendible el retraso.
Rhaedes rodó los ojos.
— Mami le preguntó a Eddy si ya hace bebés con Jace.
— Mierda, eso fue inesperado —murmuró Lucerys, dándose la vuelta y apretando la empuñadura de la espada que aún se encontraba enfundada.
— ¿Cómo se hacen los bebés, Jace?
— ¿Podemos entrenar de una maldita vez? —la princesa se dirigió al instructor—. Iniciemos, por favor. Ya que gracias al Príncipe Lucerys mi tiempo de entrenamiento se ha reducido a la mitad.
Al escuchar su nombre, Luke volteó en dirección a ella y enarcó una ceja, cuestionante. Más serio de lo habitual.
— Así como lo escucha, mi príncipe —dramatizó, desenfundando la espada—. Iré a dar un paseo a caballo con su hermosa prometida una vez culmine el entrenamiento matutino.
El entrenamiento estuvo como cualquier otro; pesado, exigente y agotador.
Los cuatro hermanos quedaron exhaustos.
— Si me lo permites, ¿puedo preguntar de qué hablabas esta mañana con madre? —antes de que la princesa subiera a su dragón, de regreso a casa, Jace le interceptó. Lejos de todos. En privado. Ocultos por Ānyx. Benditos sean los momentos a solas y bendita sea esa enorme dragón.
— Por supuesto que sí —con los pensamientos más claros y las mejillas sin color extra más allá del causado por el sol, ella le sonrió y se acercó, acomodándole el cuello de capa—. Quería saber si estamos siendo responsables.
— ¿Lo estamos siendo? —tirando de una media sonrisa, la rodeó con los brazos y se aprovechó de la privacidad momentánea, besándole.
— ¿Quién tendrá esa charla de los bebés con Joff?
— ¿La charla del dragón que trae a los bebés?
Se rieron.
— Debo irme. Hera debe estar esperando por mí. O bueno, por Luke. ¿Llevo a Joff conmigo?
— Déjalo con nosotros, así quema suficiente energía y llega a casa durmiendo.
Jace reclamó un poco más de la atención de su prometida. Ambos estaban sudados y llenos de arena, pero no era de importancia en lo más mínimo.
— ¿Puedo darte un último beso antes de dejarte ir? —suplicó el príncipe.
Rhaedes se adelantó, poniéndose de puntillas y besándolo de nuevo. Otro beso y otro, antes de volver a separarse.
Segundos antes de emprender el vuelvo de regreso, la princesa vio a Lucerys corretear a Joffrey, lanzándose arena uno al otro.
— ¡Luke! —le llamó, desde su dragón.
— ¿Sí? —él giró de inmediato, cubriéndose los ojos del ardiente sol de playa: salado y picoso.
— Este favor no será de gratis —gritó ella.
— ¿Puedes perdonarme? —le gritó él, de vuelta.
La princesa no tardó nada en volver a casa. Ni siquiera se lavó la cara o tomó un poco de agua. Bastó sacarse la capa de encima para echar a andar al establo. En la entrada, la prometida de su hermanastro le esperaba. O bueno, a Luke. No a ella.
— Lamento el retraso, mis hermanos son un caso perdido.
— Princesa —haciendo una reverencia, negó con la cabeza—. Ni lo mencione. Ya tiene suficientes obligaciones como para acompañar a una simple visitante en su paseo. Se me informó que el Príncipe Lucerys no asistirá.
— Tiene problemas con el Alto Valyrio —mintió, subiéndose al caballo. Después de montar una enorme y preciosa dragón, un caballo no era gran cosa. Prefería los dragones por mucho. Estaba en sus venas—. ¿Qué tal una vuelta en Ānyx? Mi dragón es muy apacible.
— Por favor, no —agitó los manos en pura negación, abriendo los ojos bien grande por la impresión—. Quiero decir, princesa, si usted lo desea...
— ¿No te gusta volar?
— No estoy acostumbrada a las alturas —le confesó. Una vez se encontró montando al caballo, salieron rumbo a la orilla de la playa, escoltadas por tres guardias y dos sirvientes.
— Me disculpo en nombre de Luke —y lo decía de verdad.
La brisa salina se sentía agradable.
— ¿Puedo ser sincera con usted, princesa?
— Nada me haría más dichosa, mi lady —en efecto, había entrado en su papel de princesa. Incluso aunque llevara la vestimenta inapropiada para una dama. Su porte aristócrata, su espalda perfectamente recta y su gesto digno, acojonaban. O tal vez se trataba de sus poderosos ojos púrpuras, propios de su honrada estirpe.
— Me parece que no soy del agrado del príncipe —su caballo alcanzó al de la princesa, siguiéndole el paso. Lento y apacible. Perfecto para mantener una amena charla—. Cuando veo al príncipe junto a ustedes, percibo en él una actitud tan cómoda e incluso relajada. Hace bromas, se ríe y sonríe todo el rato. A diferencia de cuando está conmigo; se mantiene distante, fuera de sí y pensativo, como si su mente estuviera ocupada por algo más. Algo más grande que nuestro futuro juntos como marido y mujer. Y juro por la salud del rey que lo he intentado, pero no ha servido de nada. Pensaba que, si voy a acunar en mi vientre a su descendencia, por lo menos debía ganarme su corazón y su atención. No tengo nada de eso.
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Las cosas se salieron de control tan rápido que ni el mismo Daemon fue capaz de prever lo que estaba por suceder.
— La princesa ha tenido un accidente durante el paseo, mi señor —le anunció uno de los guardias, entrando a la sala familiar donde los esposos reposaban.
— ¿Qué carajos me estás diciendo? —poniéndose de pie de un salto, el hombre tiró de la armadura del pobre hombre—. Habla de una maldita vez, hijo de puta.
— Aparentemente... —estaba muerto de miedo. Esos ojos filosos ojos púrpuras parecían ser capaces de atravesarle el alma—. Mi señor, la princesa aparentemente se ha caído del caballo y se ha cortado con el filo de una roca.
— ¿Aparentemente? —repitió, tensando con más fuerza el agarre.
— Los sirvientes alegan que fue empujada por la prometida del príncipe Lucerys, mi señor.
— ¿Qué mierda? —y lo soltó, obligándolo a caer al suelo en un golpe seco. Miró a Rhaenyra, quien se puso de pie con Aegon en brazos.
— ¿En dónde está mi hija? —exclamó la princesa, al borde del pánico. ¿Un accidente? Suya. Porque también era su hija.
— Viene en camino, mi señora —habló desde el suelo, arrodillado y con la cabeza enterrada en el suelo.
¿Por qué los sirvientes traerían la historia de que la princesa había sido empujada por la prometida de su hermanastro?
No tenía sentido.
Como si la historia se repitiera frente a sus ojos, Daemon tomó en brazos a su princesa y, del mismo modo que esa funesta noche años atrás, la encontró desangrándose, con una herida en vertical desde su mano hasta el antebrazo. Tan profunda como las ocho heridas que ya se sabía de memoria.
— ¿Padre? —balbuceó la princesa, desorientada.
— Estoy aquí, mi amor.
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