Margarita (Parte I)

                  

Cientos de hileras idénticas, inmóviles, y yo soy solamente un peón más en el infinito tablero de ajedrez. Miles de seres inexpresivos, tan inmortales como el tiempo, yo soy uno de ellos.

Nuestros cuerpos, creados a base de deseos antepasados. Nuestras mentes, controladas por errores irremediables.

Somos los restos oxidados de un planeta muerto.

Recuerdo la sensación de perder mi humanidad, aunque vagamente. Cambiaron nuestra piel por hierro y cubrieron nuestros globos oculares con trozos de cristal luminoso. Nuestros rostros lucían como máscaras metálicas sin boca. Nos transformaron en verdaderos robots.

Es débil el recuerdo de mis primeros años en esta condición, solamente sé que seguía una misma rutina: esperaba junto a mi ventana a que el sol iluminara, luego me formaba en mi lugar en la hilera 83 y esperaba otra vez a que el sol se escondiera entre las montañas. Entonces me dirigía hacia los senderos junto a los demás de mi hilera y caminábamos buscando piezas útiles para quienes construían.

Han transcurrido dos siglos desde aquello, pero solamente uno cuando todo cambió para mí.

Una noche como cualquier otra me hallaba haciendo mi trabajo, así como los de otras hileras se encargaban de lo suyo, y tropecé con un libro algo maltratado. Lo tomé y lo abrí, creyendo que podría ser útil como los trozos de metal que siempre acarreaba de un lado a otro. Habían dibujos, largos cilindros de tonalidades marrones con cabelleras color musgo sobre ellos; en ese momento no sabía que eran árboles, por supuesto.  Una larga extensión de agua azulada, no como la que era visible cerca de allí, color tierra y mucho más pequeña. Seres alados de menores tamaños que yo, coloridos, muy extraños para mis ojos acostumbrados a basura y otros elementos inertes.

Decidí entonces llevarlo a casa y con ello infringir la ley, pero por primera vez, no me importó.


***


Es realmente frustrante no saber si los demás piensan. No podemos hablar, ni escribir, ni comunicarnos a través de señas. En el pasado, los causantes de todo esto creyeron que sería inteligente prohibir al humano socializar y convertirlo en un ser sin sentimientos, o al menos sin expresarlos. Crearon leyes y trabajos para cada grupo de personas (si es que aún se nos puede llamar de ese modo): constructores, reparadores, recolectores y controladores. En algún momento existieron investigadores, pero dejaron de ser útiles cuando cada quien dejó de interesarse por otra cosa que no fuese sí mismo, al nadie relacionarse con otros.

Poco a poco aprendí a leer, guiándome por los básicos libros para niños pequeños que hallaba de vez en cuando en mis viajes nocturnos. Tiempo después me encerraba cada noche en mi habitación o me escondía tras algún montón de basura y leía cientos de páginas sin detenerme. Me sorprendían los sentimientos descritos, ¿amor? ¿Tristeza? ¿Ira? ¿Miedo? Para mí eran tan solo un grupo de palabras de las que no conocía su significado.

La sed de conocimiento me atraía, me hacía impaciente de día e increíblemente feliz de noche, el pasado alimentaba mi energía.

Había leído varios libros de historia y descubrí la causa de nuestra transformación. La humanidad había abusado de su poder en el planeta, la contaminación, las guerras y la falta de agua la estaban matando, por lo que decidieron los líderes conservar una parte de ella experimentando un nuevo cuerpo inmortal, como sucedió conmigo. Era la única manera de evitar la extinción.

Pero en realidad ¿qué sentido tiene ser inmortal si tu mente está muerta? Esa pregunta me mantuvo con algo de esperanza, intentaba cambiar el mundo desde mi cerebro que recuperó la vida, pero no podía ayudar a que otros también lo hicieran.

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