La Causa (Parte III)
No podía quitar la imagen de la sangre en mi cabeza, del metal, de la camiseta blanca escondiendo un arma. Mis cuadros habían dejado de ser coloridos y felices paisajes; poco a poco las rosas se marchitaban, los árboles se secaban y la hierba se volvía de un color rojo oscuro. Las personas carecían de rostro y muchas de ellas de vida, la noche nunca acababa y las excéntricas manchas blancas eran solamente camisetas. Escondía cada cuadro bajo la madera del suelo, pues no quería de Kim los hallara.
No supe en qué momento comencé a culparla de lo sucedido, supongo que mi mente me hizo desconfiar de mi novia y atribuirle el que era sumamente peligrosa. Cada noche en que salía a trabajar pensaba en una o más muertes diferentes que estaría llevando a cabo.
Me distancié considerablemente de ella, y probablemente era bastante notorio mi constante semblante de seriedad. También dejé de comunicarme con Jayden y Christopher, a pesar de que sabía que debía lidiar con ellos unos días después, en mi cumpleaños.
Tenía que aclarar el tema con Kimberly, era lo que más quería. Pero cada vez que abría la boca, sentía las palabras arrastrarse a través de mi tráquea sin lograr pronunciarlas.
Seguía amándola, y dudaba de que si eso era bueno o malo para mí.
***
―Definitivamente no estás bien, Judy ―dijo Jay muy preocupado.
―Por favor dinos lo que sucede ―pidió Chris.
―No puedo ―repuse con la mirada baja.
―¿Pasa algo con Kim? ―inquirió Jay.
Asentí con la cabeza.
―¿Te maltrata? ―preguntó Chris asustado.
Negué.
―¿Te engaña?
Negué otra vez.
―¿Terminó contigo?
Y una vez más.
―Es complicado ―dije finalmente.
―Deja de presionarla, Chris ―lo regañó Jay.
―Lo siento.
―No hay problema ―acepté la disculpa.
Me levanté del sofá del cuarto de mis amigos y me despedí de ellos. Pero justo antes de salir del hotel, me detuvo Jay con la respiración agitada por haber corrido hasta mí.
―Ambos sabemos que Chris no es muy bueno en conversaciones serias. Pero él se va mañana por su abuela que está enferma, yo me quedo una semana más, por lo que luego podremos hablar sin prisa sobre el tema.
―Gracias Jay ―lo abracé―, nos vemos.
***
―... Y entonces salí del armario, fui hacia su moto y la metí en el garaje. Ordené todo y en su bolso había una camiseta blanca con algo dentro ―narré algo deprimida.
―Sigue ―dijo Jay.
―Había una navaja ensangrentada.
―¡Mierda! ―gritó.
―Quizá es todo un malentendido y mi mente procesa todo esto de la peor manera posible ―murmuré lo suficientemente fuerte como para que Jayden oyera lo que decía.
―Es una posibilidad, pero no podemos fiarnos de eso. Prometo investigar todo lo que pueda sobre ella.
―Muchas gracias. Ahora debo irme a almorzar con Kim, se lo prometí ―le informé―. Adiós.
Se despidió de mí y caminé hacia casa. La gente pasaba a mi lado, pero yo ya no podía concentrarme en sus facciones como lo hacía antes, mis pensamientos eran similares a bombas a punto de estallar que se quedaban estancadas en el segundo. Y la causa era Kimberly, como siempre.
Entré y los muebles habían desaparecido, la madera del suelo estaba hecha trizas y el papel mural rasgado. Oía estruendosos golpes provenientes de mi habitación de arte y caminé hacia allí. Kim golpeaba el suelo con un hacha.
―¿Qué diablos estás haciendo? ―grité.
―Nos vamos Judith, tenemos que irnos ahora ―dijo algo asustada―. Te hice dos maletas, una con tu ropa y otra con el resto de tus cosas. Vendí todos los muebles y los cuadros escondidos, que por cierto había hallado hace semanas.
Abrí los ojos hasta más no poder y noté mi respiración descontrolarse. Mis manos sudaban.
―No te preocupes, todos alguna vez guardamos secretos que no podemos revelar ―dijo mirándome directamente a los ojos. Luego clavó con fuerza el hacha en la madera.
Probablemente, tres meses antes me habría tomado aquella frase como un comentario cualquiera. Pero no, en aquel momento era como un puntiagudo trozo de hielo clavándose en mi cerebro.
A veces el miedo es más peligroso que la causa.
***
―¿Qué quieres, Jayden? ―me preguntó Henry sin despegar la vista de su computadora.
―Necesito tu ayuda para investigar a alguien.
―Está bien, te debía una ―cedió y se volteó hacia mí―. ¿Redes sociales?
―No tiene.
―Era de suponerse, ¿datos en algún papel reciente? ―cuestionó.
―No que haya encontrado ―dije inseguro.
―¿Nombre? ¿Edad? ¿Físico?
―Kimberly Evans, 26 años, nacida en Estados Unidos. Cabello negro y rizado, morena de ojos verdes. Delgada.
Frunció el seño y tomó su celular, luego de unos minutos me enseño una imagen de una chica idéntica a Kim, pero con cabello rubio y liso.
―Es ella ―afirmé.
―Lo sabía ―murmuró para sí mismo.
―¿A qué te refieres?
―Ella es la maldita que estaba hace dos años con mi primo ―dijo molesto.
Arqueé ambas cejas.
―¿En serio? ―inquirí sorprendido.
―Sí, ella asesinó a Roberto porque sospechaba que estaba con ella para averiguar lo que hacía.
―Pero los que andaban tras ella eran ustedes, no Roberto, ¿cierto? Creo que eso me habías dicho.
―Exacto, él la quería. Esa chica es el iceberg del Titanic, literalmente.
La ira subió por mi garganta como bilis y me hizo golpear la pared hasta hacer sangrar mis nudillos.
―¡Maldita sea! ―grité― ¡No sé cómo contactar con Judith! Si esa perra le hace daño, la estrangularé con mis propias manos.
―Tranquilízate, Jay. Ella es capaz de asesinarte mientras te tomas el tiempo de pestañear, no pienses esas estupideces, si fuese tan fácil, estaría tres metros bajo tierra hace años.
Asentí e inspiré profundo, luego exhalé y me dejé caer mientras lágrimas resbalaban por mis mejillas.
***
Kim me llevó primero a Ucrania, dormimos en un motel de Kiev dos noches y ella ya no lucía tan malévola como en Moscú. Su expresión generalmente era la de una chica perdida hace muchos años en un mundo complicado, y el huracán que era su mente la confundía aún más. Corrimos a través de las calles a medianoche, desde lejos pude divisar la hermosa Catedral de San Andrés. La adrenalina corría por mis venas y poco a poco el temor se desvanecía en mi interior, siendo reemplazado por la emoción del vivir en el momento.
Tomamos un avión hacia Alemania y nos quedamos cinco días más en un motel de Hannover. Era el último de esos días cuando decidí pedirle la verdad.
Me acerqué a Kim, que en ese momento estaba tirada en la única cama de la habitación y toqué con mi índice dos veces su hombro.
―¿Qué sucede Judith? ―cuestionó con el rostro contra el colchón.
―Necesito hablarte sobre algo muy importante.
Se sentó y me observó adormilada.
―En Rusia ―seguí diciendo―, medio mes antes de marcharnos, decidí esperarte una noche.
Su expresión cambió rápidamente a una de sospecha.
―Quería sorprenderte, me había vestido y maquillado, estaba escondida en el armario. Luego llegaste más temprano que de costumbre, y decidí ayudarte a guardar tu motocicleta mientras te duchabas ―comencé a tartamudear― ¿Por qué había una camiseta blanca allí?
Cerró sus ojos y suspiró.
―¿Por qué había... una navaja en la camiseta?
Escondió su rostro entre sus manos.
―¿Por qué había... sangre en la navaja?
Me observó a punto de estallar en llanto.
―Creí que no tendría que explicártelo alguna vez ―dijo entre sollozos―. Cuando mis padres murieron tenía 15 años, no tenía hermanos ni familiares cercanos que se hiciesen cargo de mí. Y yo no quería vivir en un orfanato. Me prometí a mí misma que a diferencia de mis padres, no iba a dejar que la muerte pausara indefinidamente mi vida como una película. Yo iba a cerrar libros antes de terminar de leerlos, yo iba a controlar el destino de otras películas y cuando yo quisiera, pausaría la mía. Fue una decisión que creí inteligente en el momento, de la cual me arrepentiría toda mi vida. Si el destino existiera, entonces éste habría decidido que iba a ser asesina.
Me quedé inmóvil, sin creer lo que oía.
―Luego está la historia de Roberto. Yo quería a Roberto, quizá no como mi futuro esposo, pero lo quería. Al enterarme de que su familia lo utilizaban para extraerme información, decidí destruir el arma que le permitía eso. Lo asesiné.
―¿Por ellos huimos? ―inquirí.
―Sí.
Asentí con la cabeza.
Transcurrieron minutos de completo silencio.
―¿No dirás algo? ―preguntó incómoda.
―La verdad no, sólo sé que si no nos vamos al aeropuerto ahora perderemos el vuelo.
―Tienes razón, vamos.
***
Decidimos escondernos en el sótano de una casa en venta en Mendoza. Extrañaba bastante a Jayden y a Christopher, pero temía que al contactar con ellos, los familiares de Roberto pudiesen hallarnos y todo nuestro esfuerzo habría sido para nada.
Aceptaba que Kim tenía que resolver sus "asuntos" algunas noches, sino la asesinarían a ella al perder el respeto de parte de otros delincuentes. A pesar de todo, seguía enamorada de ella.
A veces, ese espíritu adolescente volvía a controlar la mente de Kim. Era un trauma que jamás había podido superar y solamente yo podía controlar para que no cometiese locuras.
Un día, decidí que quería visitar el Parque General San Martín y llevar conmigo un libro para descansar. Caminé media hora y llegué a mi destino. Los turistas que estaban allí observaban todo sonrientes, incluyéndome, y mientras yo observaba, ella enloquecía.
Kim había escrito en las paredes que ella tenía el control, que ella tenía el poder de pausar. No dejó de hacerlo hasta que halló un cuchillo en la pequeña mesa en donde almorzábamos y se lo clavó en el estómago. Claro que yo no supe nada de ello hasta llegar a casa y encontrar a mi novia tirada en medio del concreto con un charco de sangre a su alrededor.
Sabía que en algún momento cercano Kimberly iba a morir, ¿qué podía esperar de un trabajo como aquel? Había intentado prepararme psicológicamente para ese día, pero fue imposible hacerlo. Sufrí como nunca.
Sin embargo, como siempre leo y pienso: "El tiempo calma la tormenta", y es cierto, la calmó y volví a ser feliz. Pero la causa de esa tempestad, fue una joven que mi alma jamás olvidaría.
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