Ex Ojos Violeta

Las aguas violáceas se extendían serenas hacia el lejano horizonte, un océano de infinita belleza, pero tan peligroso como la muerte misma. Sobre éste el atardecer regaba sus tintes por el vacío cielo dejando tras él un rastro de vida que rápidamente se tornaba en negrura.

―Dyson ―lo llamó una voz femenina esfumando sus profundos pensamientos.

Él se levantó del montículo de tierra en el que se hallaba y sacudió sus pantalones con las manos.

―Ya voy, Penny ―gritó en respuesta mientras caminaba en dirección a la chica.

Mientras el silencio se convertía en protagonista, la gente se encerraba en sus hogares para esperar a que la oscuridad cesara en algún momento, fundiéndose entre las llamas de la estrella remota que siempre volvía a iluminar sus días. Él y Penny, como siempre, debieron correr hasta el otro lado de la isla para llegar a casa antes de que los guardianes comenzaran a vigilar y a castigar a quienes deambularan por allí rompiendo el toque de queda.

A diferencia del resto de las ocupaciones en Ex, ser guardián significaba un sacrificio enorme, renunciar a todo lazo íntimo, siendo así su única prioridad cumplir con su oficio tan importante.

―¿Qué tanto piensas? ―inquirió su amiga entregándole un cocrio maduro mientras abría la puerta de la cabaña.

―Nada, no importa ―contestó negando con un movimiento de cabeza y le dio una mascada al dulce y gran fruto.

Se mantuvieron callados mientras entraban a su hogar, en el que Zaya Rangel los esperaba con el usual trozo de carne de güibo sobre el mesón de madera oscura y su rostro reflejando cansancio de la vida.

―Mamá ―la llamó Dyson―, guárdame mi ración para mañana, ¿sí?

La mujer asintió sin prestar mucha atención y el joven se dirigió a la habitación que compartía con Penny mientras ésta devoraba con ansias su cena.

El colchón de pelaje de güibo se amoldó a su cuerpo como cada noche y al posar su cabeza sobre éste mismo, el mundo se convertía en polvo y aquel polvo en un sueño en que finalmente había cumplido su deseo de servir a Ex como un guardián respetable.

Esa noche sonrisas eran las sombras que habitan en las esquinas.

***

Llevaba ya cuarenta y siete cocrios en el canasto, pero no podía evitar saltar y quejarse en voz baja cada instante. Le faltaban solamente tres más para obtener su breve descanso, ya no aguantaba más. Tomó con la respiración agitada el fruto número cincuenta y lo dejó en el canasto para luego esconderse tras un árbol cualquiera y liberar el líquido que había estado conteniendo hacía bastante rato en su interior.

Cuando regresó a trabajar, un ruido cercano lo distrajo; se trataba de una pequeña de piel pálida como la luz danzando a unos árboles de él. La música no era algo común allí, a veces las madres tarareaban unas notas a sus hijos para dormirlos, otras oías a alguien silbando una melodía cualquiera en el trabajo, pero nada más que ello. La chica llevaba un vestido tan rojizo como los cocrios en época de buena cosecha y se movía entre los oscuros troncos agitando su cabellera brillante incluso más negruzca que éstos. Pero sin duda lo que más le llamó la atención a Dyson acerca de esa niña, fueron sus inigualables ojos violeta que, risueños, lo observaban cada tanto mientras corría alegre hasta perderse en el bosque de hojas rosas.

Sabía que no debía fijarse en la gente, no debía hablar con ellos, no debía pensar en ellos; sin embargo no podía evitar observar sus rostros e imaginar sus vidas como pequeñas historias tan diferentes pero a la vez iguales. Esa chica era sin duda la más bella que había visto jamás, la más inocente, casi una fantasía; aún así era idéntica a todos los demás, no había otra alternativa.

Regresó junto al canasto y lo llevó a la salida del bosque, en donde los encargados del transporte lo llevarían al centro de la isla para hacer el conteo y repartir el alimento a cada familia. Usualmente luego de ello le entregaban otro canasto, pero no habían suficientes, por lo que buscó a Penny y le ayudó con el suyo por el resto del día.

***

Habían transcurrido ya 21 días desde que vio a aquella chica en el bosque, los había contado haciendo pequeñas marcas a un lado de su cama, en la pared de madera. Quería tener la oportunidad de contemplar las aguas violáceas en sus ojos una vez más, su belleza deslumbrante, su infantil sonrisa temporal que él no formaba desde su niñez, que no había podido sentir de la misma manera jamás.

Llegó a pensar que ella no era real, que era producto de su imaginación que buscaba algo diferente entre la rutina, pues para él cada día se repetía luego de que la oscuridad se desvanecía. Pero ella era tan real como que aquel día la noche se había escapado de su lugar y se había escondido dentro de Dyson, pero él no había podido percatarse de ello hasta horas más tarde, cuando nada volvió a ser parte de la línea recta de sucesos repetitivos que era su vida.

Era un canasto y 23 cocrios. Iba por el vigesimocuarto cuando el destino decidió otorgarle la torpeza que jamás había poseído; el fruto se le escapó de los dedos, cayendo sobre las hojas secas y rodando sobre ellas ―la superficie era inclinada en aquella parte del bosque― hasta parar entre unas pequeñas rocas. Dyson se agachó a recogerlo cuando en el completo silencio del lugar oyó un quejido casi inaudible que parecía provenir de las profundidades que le hizo dar un salto del susto y caer junto al cocrio. Sus dedos se colaron entre la tierra y hojas formando un agujero curiosamente más profundo de lo que debería, como empujando el suelo contra algo que lo tragaba lentamente. Se arrodilló sorprendido y removió todo lo que había bajo sus manos, pero definitivamente no esperaba hallar lo que había debajo de todas esas mentiras.

"A veces pienso que nunca debí haberlo hecho, haber descubierto la verdadera cara de todo lo que sucedía a mi alrededor" pensaba días después.

Barrotes gruesos de madera oscura estaban dispuestos vertical y horizontalmente, y entre ellos otros barrotes más pequeños, funcionando de coladores cada vez que alguien ejercía presión sobre la tierra que los cubría. La luz del día iluminaba una sala de irregulares paredes hechas de roca, un material bastante escaso, por lo que aquel lugar debía de pertenecer a gente con muchos recursos. Los muros acababan no en suelo rocoso, en gente.

Un montón de huesos cubiertos por finas capas de piel que cubría toda la habitación, restos de lo que alguna vez fueron personas. Dyson creyó que todos estaban muertos hasta que sobre la pila de muerte observó un movimiento; era ella, la chica del vestido rojo, eran un par de ojos violeta que no había podido olvidar y que ahora lo observaban sin esperanzas, esperando su inevitable destino con los brazos abiertos. El joven no recordaba haberse sentido tan triste y desesperado alguna vez como en aquel momento.

Todos los demás se encontraban en un estado similar o peor, algunos vivos como ella, gimiendo de dolor, abrazando a la muerte. Dyson no podía hacer nada por ellos, y se alejó sollozando hacia un árbol para expulsar su almuerzo, su desayuno y sus sentimientos negativos, pero estos no lo abandonaron.

Esa noche las sombras se adhirieron a su alma y su visión era de un violeta tenebroso que le impidió dormir, temiendo que si cerraba sus ojos ella lo haría también.

***

"Si son capaces de hacerle esto a la gente, ¿qué otros secretos esconderán?" pensaba Dyson recostado en su colchón.

Sabía que no podía salir de noche, estaba prohibido. Pero desde que halló a esa gente comenzó a dudar de todo, de todas las razones, de todas las decisiones. Ellos lo perseguían, los veía en todos lados; los sentía en sus lágrimas, los sentía sufrir en su voz. Dejó de pensar e hizo lo que creía correcto, escabullirse de casa y buscar a esa pobre gente para intentar ayudarlos de alguna manera.

Al atravesar la puerta una brisa helada le puso los pelos de punta, pero intentó disimular su temor y corrió agachado en dirección al bosque en el que había estado horas antes, el más cercano a su hogar. Allí las hojas claras y el césped pálido contrastaban con la oscuridad de la noche, y las lunas gemelas en el cielo resplandecían fantasmagóricamente, haciendo que Dyson se arrepintiera cada vez más de haber salido de casa.

Cuando llegó al sitio en el que su cocrio había dejado de rodar se llevó una gran sorpresa, pues no habían ni hojas cubriendo los barrotes, ni gente moribunda bajo éstos.

Estuvo a punto de rendirse e intentar olvidar todo, cuando oyó un estruendoso sonido seguido por un golpe lejano en agua. La curiosidad lo mataba, a pesar de no querer saber de dónde provenía. Sabía que no iba a ser agradable, y que lo único que lograría averiguando todo ello sería torturarse a sí mismo, pero lo necesitaba.

Avanzó sigiloso en dirección al océano, que no estaba lejos de donde se encontraba. Pero no pudo seguir haciéndolo luego de un rato, pues el miedo lo congeló al descubrir el origen de lo que había oído.

Un grupo de guardianes llevaba a aquella gente que antes se hallaba en la jaula hacia una enorme catapulta que Dyson ni siquiera quería pensar en dónde la esconderían, no quería sufrir más. Cerca suyo dos líderes de Ex hablaban entre sí en voz baja, con expresión preocupada en sus rostros.

―Yon, ¿Estás seguro de que esa cantidad de gente es suficiente? ―inquirió uno de ellos.

―Mantendrá a las bestias ocupadas ―respondió el otro―, al menos por un tiempo hasta que consigamos más.

El primero asintió pensativo.

―¿Los de la celda interior ya están listos para llevarlos a la exterior?

―No, pero les faltan unos cuantos días ―contestó Yon.

Dyson no podía seguir oyendo, necesitaba salir de allí. No era capaz de observar cómo lanzaban a toda esa gente y la utilizaban como alguna clase de distracción. Se volteó y corrió de vuelta a las calles sin mirar atrás, dispuesto a ignorar todo lo sucedido o esconderlo por un tiempo. Pero allí no estaba solo, un guardián montado en un güibo lo vio, y el joven trató de esconderse, pero el animal de pelaje azulado tan oscuro como la noche caminaba en su dirección. No le quedó más que correr.

Lo iban a atrapar, y ya sabía lo que eso significaba luego de todo lo que había descubierto, sin embargo debía intentar algo. Por lo que se dirigió a la calle en la que vivía, pasando por la zona en que se deshacían de los canastos inútiles. Zigzagueó entre ellos logrando que el gran güibo se tropezara, derribando así también a su jinete, lo cual le dio tiempo a Dyson para ocultarse en el sitio en que se solía esconder con Penny en su niñez. El guardián lo había perdido de vista, pero eso significaba que iría a avisar a otros para comenzar una búsqueda.

Ya a salvo, se escabulló a casa, en donde su amiga le esperaba despierta muy preocupada de su paradero. Dyson no podía retener más su secreto, y procedió a contarle todo lo que había sucedido el día anterior y esa misma noche. No sabía cómo reaccionaría la chica, pero jamás se imaginó que lo haría de aquel modo.

―Ya lo sabía ―lo interrumpió antes de que él pudiese acabar de narrar los acontecimientos.

―Pero, ¿cómo?

―Lo descubrí accidentalmente, así como tú, pero callé por temor.

―¿Cómo no dijiste nada? Yo te hubiese ayudado, podríamos haber hallado la manera de ayudar a esa gente. Esa pobre chica...

―No había nada que hacer ―repuso bruscamente―. No hay nada que hacer.

Dyson no podía creer que Penny le hubiese ocultado algo como eso, y más aún que se rindiera sin siquiera intentar hacer algo. Quizá hasta ellos podrían ser quienes terminaran en esa miserable situación y ella actuaba como si no le importara.

―Iré a dormir ―avisó ella―, y tú deberías hacer lo mismo. No somos nada contra ellos, olvida todo.

***

Los intentos de Dyson por arreglar todo y decirle a la gente la verdad sobre las actividades de aquellos que controlaban todo lo que hacían y harían por el resto de sus vidas fallaron, nadie lo escuchaba, nadie le creía, y aunque hubiesen tenido las pruebas frente a sus ojos, seguirían negándolo. Ellos preferían vivir la cómoda mentira, dejar que los líderes les arrebataran las vidas a unos cuantos para mantener a otros que luego morirían de la misma cruel manera, hasta que ya no quedase alguien para torturar.

Los guardianes lo atraparon y él no pudo hacer nada más que centrarse en aquel suave movimiento en la tierra, que al inicio nadie más sentía, pero luego se convirtió en un fuerte mecimiento que significaba que los cien mil millones de años habían transcurrido desde que una enorme bestia marina cayó en un eterno sueño del que en aquel momento acababa de despertar, librándose de la carga en su lomo, descendiendo a las profundidades de las aguas mortales que siempre ellos habían sentido tan lejanas, a pesar de su cercanía.

Sus pieles se fundieron al contacto con el líquido púrpura, y Dyson, por última vez, vio en su mente aquellos ojos del mismo color que el océano. Ella había sido absorbida por las mismas aguas que ahora quemaban su cuerpo, y eso de alguna manera lo aliviaba.

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