Cenizas de Esperanza
AÑO 1
Sentía el fuego recorrer sus venas, salvaje, placentero; viajaba por su cuerpo como un río entre rocas. Su corazón, la leña divina, latiendo por primera vez gracias a las cenizas de sus antecesores; un cuerpo nuevo resurgiendo de otros miles, de sus experiencias, de sus vidas, de sus muertes.
Abrió sus ojos oro con entusiasmo, esperando hallarse rodeado de las más finas hierbas y bellas flores que formasen su nido, el cual estuviese en la copa del árbol más alto de un prado paradisíaco, como había sido desde tiempos inmemorables; pero no fue así.
El hedor proveniente de los desechos tirados en el pavimento inundaba el aire, la oscuridad formada entre dos torres escondía el cielo. No había naturaleza alguna, ni colores que diesen vida a aquel tenebroso callejón.
Sus alas de gran tamaño no funcionaban, por más que las sacudía; su cuerpo era un peso insoportable. Pero aquellas no eran el único problema en él, plumaje desteñido, extremidades delgadas y débiles, flácidas garras sobre un lecho de basura y miseria. Árboles sombríos a su alrededor hechos de cemento y muerte.
Pensó que quizá aquel era el edén moderno.
Cada paso que daba era una punzada de dolor, pero aún así se las arregló para escapar de aquel lugar. Afuera no era del todo distinto. Seres cubiertos de extrañas telas, todos diferentes entre ellos pero idénticos a la vez. Máquinas por doquier, nubes de suciedad cubriendo el cielo, decenas de miradas atravesándolo como agujas, murmullos de asombro.
Y él no podía volar.
¿Qué había hecho para merecer algo así?
Entonces su cabeza emplumada cayó sobre una superficie fría y sólida. Su visión, negrura dolorosa.
AÑO 2
Había transcurrido un año y las jaulas comenzaban a provocarle claustrofobia. Pero se mantenía firme, valiente, sabía que en algún momento escaparía de allí; pronto.
Vivía en una habitación sin ductos de ventilación o ventanas, solamente una vieja pero firme puerta de madera que dejaba entrar algo de oxígeno a través del pequeño hilo formado entre ésta y la pared.
A su alrededor, aves de múltiples tamaños y colores encerradas al igual que él, pero muchas de ellas estaban pareadas con otras de su misma especie. Él tenía conciencia de que permanentemente estaría solo en el planeta. Solamente existe un fénix, y siempre había sido así.
Sentía su cerebro como una cápsula de conocimiento a punto de explotar, era una carga que necesitaba traspasar a sabias criaturas algo inferiores a él, pero no sabía a quiénes.
En el transcurso de los meses lo habían alimentado, pero no era suficiente. Un hombre vestido de uniforme grisáceo entraba una vez a la semana, siempre el mismo día y hora, cargaba un saco de granos de café repleto de cereales color roble, luego tomaba un puñado de estos y lo lanzaba dentro de algunas jaulas, repartiendo así el alimento sin mucha prisa entre todas las aves. Luego retrocedía y cerraba la puerta siete días más.
Sin embargo, esa pequeña ración de alimento le había permitido fortalecer tenuemente su fisionomía, adquiriendo fuerza en las alas. Podía acariciar los barrotes superiores con su rostro elevándose un poco en el aire.
Ese día era definitivamente su única oportunidad para escapar y continuar su aprendizaje. Llevaba pensándolo lo largo de su estadía. Pero no lograría cumplir su objetivo solo, necesitaría ayuda.
Un águila hembra, la cual yacía encerrada a su lado, se hizo su amiga en esos meses. Ella le enseñó la lengua de las demás aves, debido a que los fénix jamás la habían requerido. Le puso al tanto de lo que sucedía en el mundo, en ese entonces, la actualidad en la que vivían. Ella era muy similar a él físicamente, a excepción de la tintura de su plumaje; él colores cálidos y llameantes, ella pardos. Estaban juntos en su huída.
El día esperado llegó y el águila hizo pedazos su mediocre cerradura hecha de toscos y retorcidos alambres mientras el hombre no veía, al estar ocupado alimentando otras aves en un rincón de la habitación. Ella logró salir habilidosamente y procedió a hacer lo mismo para liberar a su amigo. Las aves a su alrededor comenzaron a hacer bullicio golpeando los barrotes que las rodeaban, a cantar, a silbar, todo ello apoyando a los fugitivos o demostrando su envidia hacia ellos. El hombre se volteó extrañado y se sorprendió al ver dos aves de gran tamaño escapar. El fénix extendió sus alas seguro de sí mismo y las agitó, elevándose así en el aire. Voló con torpe rapidez en dirección a la puerta seguido por el águila y el trabajador. Éste último, al darse cuenta de que no lograría atrapar a los prófugos, lanzó un hacia ellos, el cual se clavó en un ala de la hembra. Ella se dejó caer debido al profundo dolor y falta de fuerzas para continuar su vuelo.
El fénix, enfurecido, se acercó al hombre y le enterró las garras en el rostro, para luego tomar a su amiga mientras el sufrimiento era lo más importante para el humano. Voló hacia el techo de un edificio cualquiera y tumbó con cuidado al águila en la superficie llana. Luego se acercó a ella y lloró sobre la sangre en su ala, sobre sus garras y pico repletos de cortes. Él sabía que sus lágrimas eran una medicina muy potente, la más potente. Eran capaces de hacer cicatrizar una herida física en segundos.
Ella contempló aquel milagro sorprendida y muy agradecida, a cambio prometió hacerle compañía y continuar enseñándole a vivir en aquel extraño mundo.
AÑO 30
Su amistad eterna los mantuvo unidos por otros veintiocho años, y habían sido más que felices. Pero no podían ignorar el que ella ya no era tan joven y fuerte como antes; su muerte se acercaba. El fénix lo sabía, pero prefería ignorarlo, después de todo a él le quedaban aún cuatrocientos setenta años más por vivir.
Un día de aquellos el frío era más intenso de lo normal y ella simplemente no pudo soportarlo, sus párpados temblaron y se cerraron para no volver a moverse. Nada valía más para él que su compañera, su amiga más cercana. La vida le quitó su joya más preciada, más que sus 500 años prometidos, más que sus lágrimas, más que su extenso conocimiento, más que el ser un sol llameante de un universo oscuro y melancólico.
No le quedaba más pensamiento que el del tiempo; calmaría toda tormenta.
AÑO 158
Había permanecido poco más de un siglo viviendo en un mismo bosque de pinos. Se dedicaba a observar el ciclo de vida de los demás animales, sintiéndose así una especie de deidad sin poseer control alguno, un Dios espectador.
El recuerdo de su amiga lo había atormentado durante varios de aquellos años, pero poco a poco se transformó en esperanza y fe de compañía, ya no era un lamento constante. De ella había aprendido que no debía rendirse. Pues puede que de sus antepasados heredó el conocimiento que poseía, pero las experiencias no se aprenden, se viven.
Emprendió el vuelo hacia el sur y resistió el viaje de semanas completas sin perder la paciencia, pues el tiempo para él carecía ya de importancia. Veía ciudades repletas de enormes edificios cubiertos de vidrios reflejantes, de casas cúbicas y pálidas, de tecnología y modernidad, de humanos como hormigas inofensivas desde lo alto del cielo. El fénix les guardaba cierto resentimiento, a pesar de saber que no todos eran como aquel hombre, pero no podía evitarlo, en algún rasgo todos le recordaban a él.
Pero había decidido superar su trauma, se acercaría a ellos e intentaría adaptarse.
El peor error que pudo haber cometido.
AÑO 160
Después de dos años observando el comportamiento humano, comprendió la sed de esos seres por controlarlo y poseerlo todo, pero a la vez que para ellos el amor es mucho más importante que cualquier otra cosa, por más que muchos de ellos lo nieguen. El ser humano es parte de la naturaleza, aunque la destruya, sigue siendo parte de ella; como una madre que no dejará de amar a su hijo incluso si éste comete los más graves delitos.
Una colorida tarde primaveral, el ave se posó sobre un balcón de uno de los tantos edificios que veía cada día. Dentro de la habitación que daba al lugar en donde el fénix se encontraba, se hallaba un niño de unos siete años jugando con automóviles de plástico sobre el suelo, se le veía muy feliz.
De pronto, el chico se volteó y contempló con sorpresa la majestuosa ave. Un solo pensamiento atravesando su mente, "quiero esa mascota". Pero sabía que para ello necesitaría capturar al ave y conseguir una jaula de gran tamaño que le permitiese moverse dentro de ella, por lo que se apresuró en ir en busca de su padre para que lo ayudase. El hombre, asustado por hallar en la habitación de su hijo un ave de tal descripción, tomó una red de pesca y caminó hacia donde el pequeño le indicó.
El ave pudo haber huido, pero se quedó allí, inmóvil, observándolos acercarse y guiarlo hacia su condena dolorosa.
Entonces lanzó la red hacia su víctima y ésta la encerró. Él junto a su hijo tomaron al animal y lo introdujeron dentro de una vieja y oxidada jaula para loros que estaba en posesión de la familia desde hace bastantes años atrás.
La mascota más bella y envidiada por todos.
AÑO 162
El niño había cumplido nueve años.
El fénix sabía que no lograría hacer lo mismo que sus ancestros, vivir quinientos años en plenitud. Ni siquiera lograría cumplir dos siglos. Su cuerpo volvía a ser tan débil como lo fue al inicio de su vida, su cuerpo delgado por la falta de alimento.
Llevaba dos años allí. Al comienzo, el chico acariciaba sus plumas con cariño, lo alimentaba como debía hacerlo y a veces le dejaba volar dentro de su habitación para ejercitar sus alas. Pero todo cambió cuando el fénix decidió confiar plenamente en él. Aunque el niño nunca fue el real problema, sino que su padre.
El ave una noche ayudó al pequeño que se había herido una rodilla al caer de su bicicleta. Lloró sobre su sangre y piel, la cual rápidamente sanó, deteniendo el dolor.
El chico corrió a informarle de ello a su padre muy emocionado y él tomó una navaja y se hizo un ligero corte en su dedo índice, para luego acercarlo impaciente al rostro del ave.
Una forzada lágrima curativa cayó desde su ojo y cicatrizó la herida en el dedo del hombre en segundos.
Un día en el que el pequeño se hallaba en la escuela, el padre tomó unas cuantas botellas de cristal pequeñas y se acercó al fénix. Lo sacó de su jaula y le ató sus patas a la cama, luego hizo lo mismo con sus alas a su cuerpo y su pico. Luego acercó una de las botellas a su ojo dorado con una mano, y con la otra sostenía un cuchillo de cocina en su cuello amenazando con herir al fénix si no cumple lo que desea.
El ave lloró hasta quedarse casi sin fuerzas, llenando así seis botellas; lágrimas de ira, sufrimiento y decepción. Sin duda su fin se acercaba.
Lo desató con rapidez y lo introdujo una vez más, sin cuidado, dentro de la jaula.
El chico no regresó en dos semanas y nadie había alimentado al ave. Cuando volvió no era el mismo, ahora ya no sentía esa cercanía pasada.
Su mirada lo ignoraba.
El padre continuaba abusando de los dones del fénix, decenas de botellas vendidas por grandes cantidades de dinero.
Sabía que debía escapar cuando nadie lo viese, pero ya no tenía un compañero o una compañera que lo ayudase. Por lo que poco a poco forzó dos barrotes de la jaula a formar una abertura lo suficientemente amplia para que su cuerpo la atravesara. Agitó sus alas y cruzó el umbral del ventanal, pero no logró avanzar mucho más. Veía una luz al fondo del túnel, pero éste se cerró antes de que pudiese alcanzarla.
Primero oyó un estruendo, luego sintió la bala atravesarlo. Por último, la sangre caer junto a su cuerpo y éste desplomarse en el pavimento.
Todo rápido, instantáneo.
Todo excepto una sola de sus ígneas plumas, la cual sin prisa se deslizó con delicadeza a través del aire. Probablemente tanto el fénix como todos sus antecesores hubiesen deseado que fuego divino consumiese aquella pluma, aquel trozo de su cuerpo; pero nunca sucedería. La negrura consumiría su vista hasta desaparecer por completo, él y el resto de su especie, para siempre.
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