1. La bestia

La primera vez que lo vi fue en el parque, paseaba un rottweiler enorme y precioso cuyo pelaje deslumbraba incluso en la distancia. A pesar de la aparente nobleza del animal, todos se alejaban de él, interponiendo lo que consideraban una distancia segura. El parque estaba atestado de mascotas con sus dueños, pera ninguna resultaba tan imponente como ese perro negro; fue precisamente por eso que lo noté.

   La familiaridad del perro con el hombre me hizo intuir cierta cercanía, pero nunca se me llegó a ocurrir que fuera su dueño. Me pareció que no estaba acostumbrado a dar órdenes, que no era todo lo cariñoso que cabía esperar y que incluso era el animal quien marcaba el ritmo, jaloneando la correa para que le permitiera ir ahí adonde se le antojaba. Con todo esto, sin embargo, el hombre no se veía incómodo. Continuó paseando por el parque a expensas del temor que el enorme perro despertaba en los demás, jugueteando y correteando hasta que el cielo comenzó a teñirse de naranja. Al sentir un molesto rayo de sol en la frente desvíe la mirada, en mis manos descansaba una olvidada novela japonesa, tenía enterrado el dedo índice entre las páginas pero no recordaba haber leído nada. Liberé mi dedo y cerré el libro, tendría que volver a comenzar. Cuando levanté la mirada, el hombre y el perro ya no estaban ahí.

   Dos semanas después y con la novela ya a medio camino decidí pasar el día en el mismo lugar. No hacía mucho sol, las nubes presagiaban lluvia aunque el ambiente se respiraba seco y cálido. Me senté con las piernas cruzadas y la misma novela entre las manos. Esta vez sí pude mantener la concentración en la lectura y, mientras leía, me olvidé de todo, incluso del hombre que tan solo hacía un par de días atrás me había llamado la atención por la torpeza con la que paseaba a su mascota.

   El día fue avanzando, era inmune a la verborrea de las personas, a los gritos de los niños. Estaba sumergido en la historia y sólo eso existía, al punto que me creí inmerso, perdido, y en este estado, cuál no sería mi sorpresa al verme despierto de nuevo en el mundo real debido al simple y lejano ronroneo de un ladrido. Sin pensarlo aparté la mirada de la lectura, y lo busqué.

   Al perro, que ahora llevaba un collar aguamarina, lo reconocí enseguida. La correa, del mismo color, estaba tensa detrás de él; el hombre, igual de indiferente. El perro parecía más animado, y el hombre ya debía haberle cogido la maña a sus modales porque en la postura se le notaba que no estaba dispuesto a que el perro lo guiara. Me pareció escuchar una orden, una voz grave atrapada entre el jolgorio de las aves, el silbido del viento y las risas de los niños. El hombre se detuvo y con otra orden el animal se detuvo con él. La postura del perro era sublime y la de su amo autoritaria. Había una similitud en ambos, en la estoicidad con la que ignoraban a todos los demás, o tal vez, en la melancolía que desprendían, lo que me hizo creer que era esto, más que el temor, lo que hacía que los demás respetaran la distancia.

   Perdí el dedo índice entre las páginas del libro, y aunque temí volver a olvidar lo leído, cosa común en mí cuando desviaba mi atención de golpe, no daba para más; me revolví el pelo, me reacomodé con las piernas extendidas y observé.

   El hombre se arrodilló para acariciar al animal. El perro, sumiso, agachó la cabeza dejándose a disposición del amo. El hombre sonrió, se acercó al animal y lo abrazó, o así lo interpreté; cuando el perro comenzó a correr libre y violento, sin embargo, supe que simplemente lo había liberado de la correa.

   Para mi sorpresa, el perro regresó al primer silbido, obedeció una nueva orden y se sentó. El hombre acercó la palma de la mano al hocico del canino, y este recibió la justa recompensa. Sonreí. El rottweiler volvió a echarse a correr. Podía notar la expresión de espanto de las demás personas e incluso cómo algunos se adelantaban a proteger a sus hijos. Qué ridículo. El hombre había aprendido a controlar al animal, aunque en ningún momento este había representado un verdadero riesgo, sólo necesitaba aprender a comportarse en presencia de otros, lo que el hombre al fin había conseguido. Sentí un extraño orgullo dentro de mí. Ver al perro feliz y libre hizo que me sintiera de la misma manera, y que de forma automática naciera en mí un cariño tremendo.

   Este cariño me llenó de confusión, pero no le di importancia. El perro era un espectáculo por sí solo y me dediqué a apreciarlo como era debido.

   Cuando ya llevaba tiempo observando y mis piernas comenzaron a entumecerse, cambié de postura, lo que hizo que por error soltara el libro, perdiendo la página en la que me había quedado. Me revolví un poco, molesto conmigo mismo. Fue entonces que noté el sándwich a medio morder abandonado al lado de mi mochila; lo tomé, pero al sentir el hormigueo en mis dedos lo dejé caer: estaba lleno de hormigas. Resignado, agarré mis cosas y me levanté. Había un basurero cerca de donde el hombre y el perro se divertían, convenientemente un poco demasiado lejos de todos como para dejarlo pasar.

   Los ladridos del animal resultaban más imponentes a cada paso. Se me erizó la piel. Tenían un tono precioso, casi armónico. La última vez que había escuchado a un perro ladrar de esa manera fue de niño, de los mestizos que cuidaban la casa del abuelo. Todos estaban muertos ya, el abuelo incluído, la casa enterrada igual, todo desvanecido; nunca más me encariñé con otro perro. No es fácil.

   Al llegar al basurero me detuve. El hombre volvía a estar arrodillado frente al perro y este lo observaba con un rigor protocolario casi militar. Tanta disciplina, me dije, divertido; los mestizos del abuelo nunca recibieron la dosis adecuada. Tiré el sándwich y, olvidándome de todo, decidí acercarme.

   —Lindo perro —dije lo más casual que pude. El animal levantó la cabeza en mi direcció, igual el hombre. Lo primero que vi este fueron sus ojos claros como la miel a contraluz; imposible no perderse. La distancia me había negado ciertos rasgos y sólo había sido consciente de su piel morena, pero ahora podía notar que se trataba de un extranjero—. ¿Es amigable?

   —Kei, sentado —dijo el hombre. Su voz no fue tan autoritaria como me había parecido al inicio, pero sí bastante grave y con un acento apenas notable que no pude ubicar. No debía pasar de los treinta y cinco años, eso calculé.

   El perro obedeció, entonces el hombre asintió y yo me acerqué un poco más.

   —No era muy bueno con la gente —dijo ahora el hombre, conciliador.

   —No lo parece, se ve bastante amigable.

   —Le he dedicado mucho esfuerzo —suspiró, para luego sonreír a medias, una sonrisa perdida entre el agotamiento y la felicidad—. Creo que ya está bien. No tengas miedo, puedes acariciarlo. Sé que le gustará.

   Kei comenzó a menear la cola, lo que me pareció una buena señal. No sentía miedo, rara vez los perros me atemorizan, y a pesar de que Kei aparentaba ser demasiado grande incluso para su raza, tenía una expresión bonachona, inocente e infantil; tendría que andar por los dos años, por eso era tan juguetón todavía. El perro me miró con sus expresivos ojos oscuros. Yo sonreí, no pude evitarlo. A su lado, el hombre estaba pendiente, atento a cualquier mal paso. Nada de esto sucedió con tanta lentitud, es sólo que así me lo pareció porque llevaba años sin acariciar un perro a conciencia.

   —Hola, Kei —saludé antes de acariciarlo—. Soy Henry.

   Kei se agitó un poco, pero la cola seguía en movimiento y él dispuesto a aceptarme. Acerqué la mano sin pensarlo dos veces. La calidez del animal me recibió y provocó tanto anhelo en mí que no necesité más excusas para mimarlo.

   Tal como imaginé, el pelaje de Kei era suave, saludable, una oscuridad acrisolada y brillante que se deslizaba entre mis dedos. Recibió tan bien mis caricias que se tiró al suelo, y no me quedó otra que sentarme con él.

   —Buen chico —dijo el hombre ahora acompañándome en las caricias—. Ni siquiera te gruñó. No puedo creerlo. Hace poco más de un mes apenas toleraba a los extraños y ahora... Siempre ha sido un buen chico, es sólo que ha tenido su buena dosis de sufrimiento —suspiró, como si a él mismo le pesara— . Por cierto, soy Ben, lamento la tardía introducción —se apresuró en saludar.

    Extendí el brazo para alcanzar su mano y estrecharla, feliz con el resultado de mi acercamiento.

   Media hora después comenzó a llover.


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Votos y comentarios siempre son bienvenidos y queridos y apreciados :) 

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