IV

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LA TERCERA LUNA LLENA parecía un disco de plata esa noche. Lisa, brillante, sin imperfecciones. Relucía entre la oscuridad del cielo.

La lluvia había dado paso a un ocaso tranquilo y sin complicaciones, para suerte de las siete chicas que se habían reunido de nuevo en una estrella de siete puntas.

«Consagramos este círculo de poder a los antiguos dioses; que aquí se manifiesten y bendigan a sus hijas».

Iniciaron el ritual con el saludo principal y la apertura del círculo en el que estaba dibujado la estrella, el símbolo de Memphis.

«Nosotras te conjuramos, oh círculo de poder, para tener un lugar en el que estar entre ambos mundos, que sirva para contener el poder que elevamos y actúe como guardián para evitar el daño».

La estrella, como tantas veces había hecho antes, se iluminó de un color violeta y empezó a brillar con fuerza bajo sus pies. Las velas encendidas en honor a la diosa se apagaron y una corriente de aire las envolvió hasta producirles escalofríos.

«Para estos fines te creamos y consagramos».

Pasaron a la bendición de los cinco elementos y, cuando fue el turno del éter, las siete hermanas alzaron las manos hacia arriba y expulsaron el poder que corría por sus venas entre cánticos muertos. El espectáculo en llamas se mantuvo vivo hasta que fue el turno de empezar el traspaso, donde todas se juntaron en una por encima del cuenco que habían llenado de sangre.

Red estaba nerviosa, tenía una sensación extraña en el estómago; había mucho en juego y esta sería su última oportunidad. Se sacó de encima esos pensamientos y se concentró en las palabras que salían por su boca. 

La luna brillaba sobre ellas. Tenían poder. Podían hacerlo.

Repitieron el canto un par de veces, hasta que el cuerpo de la nueva candidata empezó a elevarse unos centímetros del suelo.

Nyla y ella habían conseguido otro de puro milagro. Aún no daba crédito a la situación, aunque, con un poco de convicción y buena voluntad, cualquiera accedía a sus peticiones.

Las siete repetían las palabras que ayer fallaron con una renovada determinación. Estaban dispuestas a lo que fuera por despertar de una vez a su diosa.

Las recién iniciadas, como Saga y Urié, temblaban de cansancio y notaban un cosquilleo en el pecho que les dificultaba respirar. Dione y Tarah aguantaban a pesar del dolor incrustado en la cabeza. Tenían la sensación de que, en cualquier momento, les estallaría en pequeños trozos como si fuera cristal.

Red, Nyla y Kala, incluso repartiéndose la energía, se quedaban sin fuerzas. El desgaste que conllevaba mantener el éter en su más alto apogeo, junto con el cántico y la presión por que todo saliera a la perfección era demasiado para tres simples mortales que acababan de aprender a jugar con nuevas normas.

Aún les quedaba un largo camino por recorrer en este mundo, y despertar a Memphis solo era el principio.

Nyla y Kala respiraban entre jadeos. Compartieron una mirada cómplice y asintieron. Debían continuar pasara lo que pasara.

Red, directamente, no podía pensar. No podía hablar. Las palabras le salían a trompicones mientras empujaba el éter de Marte hacia arriba y ponía todas sus fuerzas en llamar a Memphis.

Por un momento esperó escucharla en su cabeza, gritándole lo necia que había sido al estropearlo todo ayer y poner en riesgo el ritual al ir detrás de un estúpido humano, pero ese momento no llegó.

En cambio, un halo violeta se ciñó al cuerpo de la escogida y la levantó hacia arriba. La fuerza magnética que las alertaba de que la diosa estaba lista planeaba sobre Aramis como lo hacía un cazador con su presa.

Flotaba sobre ella esperando a que las puertas del ritual se abrieran para poder adentrarse en su interior.

La sangre que se había volcado sobre Aramis empezó a evaporarse y, acto seguido, su cuerpo descendió hasta regresar al suelo.

Entonces empezó a temblar.

Sufría pequeños espasmos mientras la espalda se le arqueaba en un arco de medio punto.

Red miró a Nyla, que a su vez miró a Kala, y esta volvió a mirar a Red. Los cantos no cesaban, pero se debatían entre pararlo todo o continuar para ver qué sucedía al final.

«¿Qué está pasando?».

Nyla se encogió de hombros y Kala señaló a Aramis con la cabeza.

Parecía estar a punto de partirse en dos. Convulsionaba y se rizaba como si quisiera tocar a Memphis, cuya energía no dejaba de sacudir el círculo.

Aramis abrió la boca, pero ningún ruido salió de ella.

Red, hirviendo por dentro, a punto de ponerse a gritar llena de desesperación, se acercó a ella con el éter en la mano y el canto en los labios.

Se agachó hasta quedar junto a Aramis y le pasó la mano libre por la frente. Estaba fría. Gélida.

Las pulsaciones le bajaban y su respiración disminuía con cada exhalación que se perdía. Moriría si no hacían nada.

Red tomó una decisión y dejó de cantar, instando a sus hermanas a continuar por encima de ella. Se veía capaz de ayudarla, pero para hacerlo necesitaba concentrarse.

—¿Qué demonios haces? —protestó Nyla en un arrebato de impotencia. Pensaba que la estaban pifiando por completo.

Red la miró con los labios apretados en una delgada línea.

—Salvarla —dijo convencida.

Al igual que el don de Marte le permitía arrebatar vidas, también, si reunía la fuerza suficiente, era capaz de invertirlo e insuflar vida de nuevo.

Colocó una mano en el pecho de Aramis mientras pasaba la llama del éter desde la cabeza hasta los pies con la otra, recogiendo la energía negativa y cambiándola por el hálito de la vida.

El pecho de Aramis se contrajo durante unos segundos.

Red esperó a su lado con las manos en puños. Tenía las plantas de los pies en contacto con el suelo para no caerse de puro agotamiento. La cabeza le daba vueltas y el pulso se le había acelerado sin motivo alguno.

Sentía la presión de Memphis sobre ella.

Aramis volvió a ascender hacia la diosa, esta vez sin obstáculos, y el brillo violeta la rodeó igual que antes. Red regresó al círculo.

Las siete hermanas alzaron las voces y repitieron el cántico con celeridad hasta que las palabras se convirtieron en una sola persona y permitieron que ambas energías, la de Memphis y la de Aramis, se intercalaran quedando prácticamente unidas, envueltas en las llamas del éter.

A Red le temblaban hasta los párpados. Sentía que no tenía control sobre su cuerpo y que se precipitaba hacia un abismo del que no saldría con vida.

Le pesaba la lengua y era incapaz de seguir. Se llevó las manos a la cabeza y cayó de rodillas en la tierra. Alguien estaba jugando con ella. La opresión que le ahogaba desde dentro tenía que ser obra de alguien.

Un espectáculo de fuegos y energía divina aconteció delante de ella, pero Red estaba demasiado ocupada clavándole las garras a la vida como para darse cuenta de que el ritual estaba completándose.

Quería gritar, aunque le hubieran atado la garganta con un nudo irreversible.

Primero sintió calor. Un calor horrible que se esparció por sus venas a la velocidad de la luz como fuego líquido.

«Una vida por otra», pensó.

Después, nada en absoluto.

Se le cerraron los ojos antes de poder ver el resultado final.


VIVÍA. De eso estaba segura.

El dolor que se propagaba por su cuerpo era demasiado real. En el cielo, esa palabra no existía. En el infierno... Bueno, lo sabría si estuviera allí.

No veía nada, solo una oscuridad arrolladora que le hizo plantearse la idea de estar atrapada entre dos mundos, sin salida, sin nada que hacer. Lo olvidó en cuanto se le enderezaron los sentidos y oyó los murmullos de sus hermanas alrededor, como un coro de voces esperando el número final.

Abrió los ojos y se encontró tumbada en la hierba, al lado de su cuerpo.

«¿Cómo?».

Se estaba viendo a sí misma, inconsciente, delante de ella. Tenía el pelo pegado a la cara y la piel pálida con la capa roja arrugada en los bordes.

Se miró las manos. Eran delgadas, finas. Parecidas a las suyas.

Pensó que su espíritu se había desprendido del cuerpo y estaba condenada a errar como un alma en pena hasta purificarse, pero ese tampoco fue el caso.

—¿Qué ha pasado?

La voz se lo dijo todo. No era la suya. Era más grave, con un deje ronco que distaba de su característico tono agudo y melódico.

Se llevó los dedos al cabello y sofocó un grito al verse las puntas castañas y no rubias.

Temblaba sin ser consciente de ello. La respuesta a la pregunta era clara como el agua.

Algo ha salido mal, se dijo a sí misma al verse vestida con unos tejanos rotos y una camiseta azul.

«No puedo ser ella».

Repitió las cuatro palabras una y otra vez en su cabeza, como si por arte de magia el ritual pudiera deshacerse y cada una volver al lugar que les correspondía.

Y es que, en mitad del caos que provocó Aramis con su casi muerte, Red y ella se habían intercambiado los cuerpos en el ritual.

—Red... —preguntó Kala, asustada—. ¿De verdad eres tú?

Aramis, Red, asintió temblorosa. No entendía por qué habían acabado así.

—Sí —dijo, y carraspeó—. Creo que sí.

Saga dio un paso al frente y señaló el antiguo cuerpo de Red, que no había hecho indicios de moverse.

—Entonces, si tú eres Aramis y Aramis es tú... —Cerró los labios durante un segundo, pero prosiguió aún temiendo la reacción de las demás—. ¿Qué ha pasado con Memphis?

La diosa despertó al oír su nombre. A diferencia de Red, no le dolía nada. El traspaso había ido como la seda y no estaba cansada. Más bien, sentía que acababa de despertarse de un sueño eterno y que, por fin, podría desempeñar su misión.

Suspiró llena de satisfacción, con una pequeña sonrisa dibujada en la comisura de los labios.

Hacía mucho que no pisaba este mundo. Había olvidado lo que era sentir la tierra bajo las manos, lo que era oler la lluvia y percibir el frío ambiente que bailaba entre los árboles.

Hasta el cielo, gris y cargado de nubes que auguraban una buena tormenta, le parecía lo más hermoso del mundo.

Hacía mucho que no vivía.

Los ojos de Red centelleaban con un nuevo brillo en la mirada. Más poder. Más éter. Más energía. Separó los labios y habló.

—Hola, hijas mías.


NADIE MOVIÓ UN MÚSCULO. Aunque no fuera la primera vez que escuchaban a su Madre a través de Red, esta era la primera en la que de verdad estaba ahí. Con ellas. Y con un cuerpo que no era inmortal, pero que poseía más poder que un humano normal y corriente.

Red la miraba a escasos centímetros de distancia con perplejidad y el corazón encogido. Memphis habitaba ahora en su cuerpo, mientras ella se sentía una extraña en el nuevo recipiente con el que se había despertado.

«Estúpido traspaso. Estúpida mortal».

Entonces se dio cuenta de algo.

—¿Dónde está Aramis? —preguntó.

¿Habría desaparecido?

—¿Acaso importa? —inquirió Nyla, alabando con la mirada a su diosa.

Las otras hermanas ya se habían arrodillado y Red ni siquiera había logrado ponerse en pie.

Contemplaba la escena desde el suelo, de donde no parecía poder levantarse. Tenía la sensación de que si lo hacía, terminaría cayendo de nuevo. Estaba más segura anclada a la tierra.

Memphis se aclaró la garganta y puso la mirada en Red como si de una presa se tratara. Dio dos pequeños pasos hasta hacerle sombra con su propio cuerpo y la obligó a alzarse; la cogió del codo y tiró de ella hacia arriba con brusquedad, sin importarle el débil cuerpo que le había dejado a su hija más poderosa.

La miró de arriba abajo mientras Red se tambaleaba, escudriñándola y atendiendo a los nuevos ángulos que presentaba su forma, y frunció el ceño. Ya no era como antes.

Nadie se había atrevido a preguntarlo todavía, pero la cuestión estaba en el aire.

Memphis se quedó en trance unos minutos en los que el tiempo pareció congelarse. Cuando volvió en sí, tenía los iris enrojecidos y las chispas volaban de un dedo a otro.

—Sois mis hijas —empezó—, y habéis logrado traerme a la vida de nuevo. Habéis cumplido el objetivo sin desviaros del camino. —Miró con recelo a Red e hizo bailar los dedos. Una corriente roja flotó hasta envolver su cuerpo de mortal—. Sin embargo, me veo obligada a daros una lección muy importante. Cuando os dije que había unas sencillas reglas, inquebrantables bajo ningún concepto, esperaba que las siguierais.

La corriente roja se tensó sobre las costillas y cuello de Red, ahogándola.

»En ningún momento dije que debíais tomaros la justicia por vuestra mano. Ni atacar a plena luz del día a mortales. Ni alimentaros de ellos sin matarlos después. Parece que alguien ha decidido pasarlas por alto. Qué pasa Red, ¿mis normas no son lo suficientemente buenas para ti?

Con cada palabra que pronunciaba, la corriente se le clavaba más y más en la piel. Las lágrimas le asaltaron los ojos. No podía moverse ni gritar. Apenas tenía espacio para respirar a través de la soga que le había atado al cuello.

Intentó recurrir al éter, pero descubrió que había perdido mucho más que su cuerpo en el traspaso. Su poder se había quedado allí, y ahora era de Memphis, que estaba a punto de convertirse en la diosa suprema. ¿El éter de Marte junto con sus propios poderes divinos y llenos de magia oscura? Lo nunca visto.

El mundo ardería en llamas.

Quiso preguntar cómo lo sabía, pero supuso que, al adoptar su cuerpo, también habría adoptado sus recuerdos. Lo que significaba que conocía a Hunter, lo sucedido con Max y todo lo que sentía y pensaba. Era la única respuesta. Eso, o que su antigua condición de diosa omnipotente ya lo sabía y tan solo pretendía castigarla para demostrar quién estaba al mando.

Si antes no había querido matarla, tenía claro que acababa de darle motivos suficientes para hacerlo ahora.

—¿No piensas decirle nada a tus hermanas? —le preguntó.

Red seguía sin poder hablar, aunque a las demás no se les veía afectadas. Desviaban la mirada hacia puntos más lejanos, o simplemente la mantenían fija en Memphis.

No se atreverían a contradecirla.

—¿No? Está bien.

Soltó el agarre que tenía en ella y la dejó desplomarse en el suelo. Empezó a toser y cayó de lado en la tierra otra vez.

Parecía una frágil criatura necesitada de ayuda. Lo odiaba.

Apretó los dientes y alzó la vista.

—Esto no puede quedar así —le dijo.

Memphis asintió.

—Tienes razón —murmuró—. Me ocuparé de tu amigo, no te preocupes.

Antes de que Red tuviera tiempo de analizar sus palabras, la diosa y las demás ya se habían ido, dejándola sola con sus nuevos pensamientos y una estrella de siete puntas igual de deformada que su interior.

Una mezcla de temor e instinto protector sacudió su débil corazón.

«Hunter está en peligro».


YA NO QUERÍA MATARLO.

No sabía por qué, pero esas ganas irremediables de acabar con él se habían transformado en un fuerte sentimiento de protección.

¿Sería porque ya no era Red, sino Aramis? ¿Porque ya no tenía poderes por los que sentirse amenazada?

Pero ¿qué pasaría ahora? ¿Sería susceptible al éter de sus hermanas, si es que lo seguían siendo? La habían dejado abandonada y tirada en mitad del bosque como un animal moribundo.

Tuvo que cruzar el bosque sola de vuelta a Crimson Hills, de noche, y con un cuerpo que tropezaba con cada paso que daba.

Llegó al pueblo sin apenas poder mantener el equilibrio; el justo para apoyarse en las farolas en su camino de vuelta a casa. Le quemaban los músculos y continuaba con esa sensación intrusiva en el cuerpo.

Ni siquiera sabía a qué casa ir. Era probable que Memphis se hubiera acomodado en la de Red, así que le tocaba marcharse a la de Aramis si no quería pasar el resto de la noche en la calle.

Subió por una larga cuesta hasta llegar al vecindario más cercano a la colina del este. Una hilera de casas antiguas se presentó ante ella. Pasó por delante de las casas sin gracia, penando con cada paso hasta que se detuvo en el número 23.

En el buzón de entrada y con una letra mal pintada y desconchada se leía el nombre completo de Aramis.

Había llegado a su nuevo hogar sin ser consciente de ello. Fueron sus nuevos pies los que la condujeron por las calles como si hubiera hecho el mismo recorrido toda la vida.

Aramis era una despistada, por eso siempre guardaba una llave de repuesto debajo de la maceta con los lirios que tanto le gustaban, justo al lado de la puerta barnizada en blanco que tenía delante.

Red se agachó, suspiró agradecida, y entró en casa de Aramis.

Le sorprendió la escasa decoración. Era minimalista, de tonos blancos y marrones y con varias plantas verdes que conferían vida a un lugar muerto. Al lado del comedor estaba la cocina y, en la habitación del final, supuso que se encontraba el baño.

El reloj colgado en la pared marcaba las dos de la madrugada.

No contempló la idea de subir las escaleras hacia la habitación. Se dejó caer directamente en el sofá y cerró los ojos.

Expulsó una gran bocanada de aire mientras se hundía más y más en los mullidos cojines blancos. Su cuerpo, manchado de tierra y oscuro, distaba mucho de la decoración tan clara que predominaba.

Red se veía como una guerrera que acababa de perder la batalla. No daba para más.

Los brazos se le convirtieron en gelatina en cuanto reposó la cabeza en la parte alta del sofá e, ignorando el rugido constante de su estómago, el sueño le venció.


LA DESPERTÓ UN HAMBRE VORAZ. Y el séquito de recuerdos de Aramis que le atormentaron en sueños.

Había entrado en contacto con una parte de su memoria que deseaba haber obviado, y desde el momento en que cerró los ojos solo la vio a ella.

Había abierto un álbum de fotos sin pretenderlo. Ahora sabía muchas cosas sobre ella. Por ejemplo, que vivía en esta casa mientras su tía viajaba por el mundo por trabajo, que no tenía muchos amigos, que era incapaz de cocinar y que los encuentros que había tenido con Hunter la habían dejado con ganas de más.

No le costó deducir que a Aramis le gustaba el chico. Había navegado en sus recuerdos y rescatado pequeños pero intensos momentos entre los dos. 

La primera vez que lo vio, se quedó sin aliento. La segunda fue en el bosque y le hubiera gustado que no se separaran. La última, antes de todo este fiasco, sucedió en la cafetería. Habían hablado y reído como dos amigos íntimos.

A Red se le revolvió el estómago de lo empalagosos que eran. No sabía si lo que sentía Aramis era recíproco, pero una llamarada se avivó en su interior al pensar que estos dos podrían llegar a ser algo.

Se sorprendió. «¿A qué ha venido eso?». Red no era de las celosas. No era de nada ni de nadie; lo que quería, lo conseguía. Y punto. No tenía tiempo para sentimientos ni relaciones, pero ahora, por culpa de los de Aramis, los suyos y los de esta se habían mezclado hasta formar un verdadero remolino emocional en el corazón de Red.

No sabía si Hunter le gustaba o no, si quería cazarlo o protegerlo, si quería hacer algo o nada con él... Lo que sí sabía era que necesitaba verlo, pero no con el cuerpo de Aramis.

¿Podía sentir celos de ella misma? ¿Podría deshacer el nudo que le habían atado a traición?

Red resopló y desvió la vista al reloj de pared. Las primeras luces del sol iluminaban tenuemente el parqué del comedor. Eran las siete y media de la mañana. Había dormido del tirón y ahora el estómago le reclamaba comida.

«Mierda». Con este cuerpo tampoco podría beber sangre. No tenía ni una sola ventaja.

Miró por la ventana, hacia la densa colina que sobresalía a través del cristal. El equinoccio ya había pasado y Memphis y las demás debían de estar escondidas por ahí, tramando el siguiente paso de un plan del que ya no formaba parte.

Quizá podía intentar hablar con Saga. O Kala. Incluso a Dione podría sonsacarle algo si se lo proponía.

La diferencia es que ahora corría peligro. Si ya no era de utilidad, Memphis prescindiría de ella antes de que tuviera tiempo de decir nada. Y ya no era inmune al éter.

Red se levantó y se encaminó al baño. La cabeza se le había llenado enseguida de cosas que solucionar, pero primero necesitaba ponerse en orden ella misma.

Una opresión creció en su pecho y se expandió por el resto del cuerpo. No tenía ni idea de lo que sucedería hoy. No sabía ni por dónde empezar para recuperar sus poderes y su cuerpo.

Era débil, estaba perdida y se había quedado prácticamente sola. Este era, sin duda, el lío más gordo en el que se había metido hasta la fecha.

Red entró en la ducha de cabeza, donde se permitió verter un par de lágrimas que fueron rodando hasta el desagüe. Se le había olvidado cómo era ser humana.

El descontrol que se había apoderado de su vida amenazaba con convertirse en un agujero negro que lo engulliría todo a su paso.

Mientras el vapor llenaba el pequeño cuarto de baño, el móvil de Aramis vibró en la mesilla de noche de la habitación.

Era un mensaje de Hunter.

«Oye, ¿podemos encontrarnos en la cafetería? Tengo algo que contarte».


Las frases en cursiva del principio son traducciones hechas desde el latín y sacadas de rituales de verdad.

Nota de la autora:

¡Hey! Dije ayer que actualizaría por la noche, pero me fue imposible y por eso subo el capítulo ahora -obviamente, lol-.

Espero que os haya gustado y sorprendido.

¿Os lo esperábais? ¿Era predecible? ¿Qué teorías tenéis ahora?

Ya me vais diciendo.

Nos vemos pronto, espero.

K. Y.

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