III
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MEMPHIS HABÍA EXISTIDO desde siempre, incluso antes que el propio Sol. Antes que los mismísimos Ancestros y toda nuestra historia.
Memphis era Oscuridad. Y de eso nunca ha faltado. Formaba parte de la nada.
Estuvo presente cuando el Caos creó el Cosmos y, entonces, se extendió hasta rozar cualquier lugar con la punta de los dedos. Cruzaba de un punto a otro de un parpadeo, se retorcía y transformaba a su antojo, arrojando oscuridad allá donde iba.
Memphis también era envidiosa. Estaba celosa de que Caos hubiera sido capaz de concebir algo tan único y vasto como el cosmos. Ella también quería ser dueña de algo absolutamente suyo, así que se juntó con la Noche y juntas engendraron a Éter. La luz. Su luz.
Éter existía por encima del aire, pero por debajo del Cielo. Brillaba por sí solo, y todos los dioses habitaban en su región.
Durante siglos, antes de que los primeros humanos habitaran la Tierra, hubo paz entre los seres superiores.
Sin embargo, Memphis nunca ha sabido conformarse. Los otros dioses la ignoraban, le hacían sombra a la propia Oscuridad, y eso trajo consecuencias.
Destruyó el Éter, absorbió a su propio hijo y dejó que el curso natural de las cosas terminara con el resto de divinidades.
Hubo un tiempo en el que la humanidad la veneraba y adoraba como la diosa que era. Hacían ofrendas, sacrificios y rituales en su honor; cazaban los mejores animales, utilizaban los mejores ungüentos y gritaban su nombre a los cuatro vientos.
Por aquel entonces Memphis era poderosa y podía con todo. Luego vino la decadencia y su fuerza se desvaneció con la misma rapidez que la fe de los humanos en ella. Las civilizaciones crecieron y se desarrollaron, se olvidaron de sus principios y la abandonaron también.
Solo le quedó Crimson Hills, aunque ese pequeño pueblo en el que aun la idolatraban no era suficiente para mantenerla despierta. Su fuerza acabó consumiéndose y ella también, dormida durante años hasta que, hace uno, la luna de sangre le permitió buscar ayuda.
Siete chicas. Eso era lo único que necesitaba. Siete chicas que la ayudaran a volver, esta vez entre los humanos, para llevar a cabo su plan de venganza.
Poco a poco, una a una, todas fueron viniendo y cerrando el círculo. Memphis les otorgó el poder que había absorbido de su hijo, quien, al mismo tiempo, absorbió al resto de dioses cuando fueron destruidos.
Cada una llevaba a un dios en su interior corriendo por sus venas.
Antes, Memphis estaba cerca. Ahora estaba a punto.
EL RITUAL tenía que llevarse a cabo antes de que los primeros rayos de sol tocaran la estrella dibujada en el suelo, en ese período de tiempo en el que no es de noche pero tampoco de día, donde el sol y la luna se besan en el horizonte y, durante unos instantes, el mundo se congela.
Era sencillo. Necesitaban un recipiente. El cuerpo de una mortal que pudiera aguantar el traspaso de energía y permitir que la diosa lo ocupara.
Luego, solo tenían que dibujar la estrella de siete puntas, encender unas velas y verter en el cuenco de piedra la sangre de la mortal y de la elegida para proceder con el ritual. Red. Ella sería la encargada de oficiarlo.
Tenía los ojos cerrados y las manos alzadas hacia el cielo. Las demás la observaban con las manos entrelazadas alrededor de la estrella, cada una en una punta. Llevaban puestas las capas rojas con las capuchas sobre sus cabezas.
La luz de las velas titilaba por culpa del aire que mecía los árboles.
Red estaba concentrada y fatigada. No podía permitirse fallar, aunque el cansancio la acechaba cuando bajaba la guardia. Había utilizado la canción tres veces en el mismo día y no había vuelto a alimentarse. Era demasiado hasta para ella. No sabía si sería capaz de llamar al éter.
Llamó a Memphis de momento. Ese era el primer paso.
La sintió flotar entre ellas, como un peso invisible cargado de fuerza magnética, y después descendió hasta quedar por encima del cuerpo inconsciente de Nala, que descansaba en el centro de la estrella con las velas estratégicamente colocadas a lo largo de su figura y con el cuenco de sangre sobre el estómago.
Nala parecía ser un buen partido. Nyla y Dione la conocieron dando vueltas por el pueblo, en busca de alguien como ella. Fuerte, directa y sin poco que perder. Una gran candidata.
Si todo salía bien, nadie la echaría en falta.
Todo estaba yendo genial.
Memphis estaba aquí. Nala estaba aquí. Y también lo estaba Red.
Elevó las manos un poco más y otra corriente las abrazó con fuerza. Las velas se apagaron: segunda parte.
—Hermanas —dijo—, es el momento de invocar a nuestra diosa. Levantad las manos y llamad a vuestro dios. Dejad que acuda y permitid que el éter libere a nuestra Reina de los confines de la tierra. ¡Que venga hacia nosotras!
Todas las chicas obedecieron de una en una, hasta que la estrella quedó opacada por el brillo que emitían las palmas de sus manos. El éter de cada discípula contrastaba con la estrella violeta que había empezado a refulgir en el suelo.
En un baño de luz y energía en estado puro, el cuerpo de Nala levitó entre las llamas. La sangre del cuenco se vertió por su cuerpo y este se elevó unos centímetros más. Ahora colgaba por encima de las cabezas de las siete. Flotaba, encerrada en una burbuja invisible, mientras Red y las otras comenzaban el canto oficial.
«O Fortuna, velut luna
statu variabilis, semper crescis
aut decrescis, vita detestabilis».(1)
Así decía el principio.
A medida que se movían por el cántico, Nala subió hasta reunirse con el espíritu flotante de Memphis, que no podía bajar a causa de la separación divina que le impedía tocar la tierra de los mortales.
Las siete hermanas peleaban contra el cansancio. Se les agotaba la energía y todavía tenían que finalizar el traspaso. Movían los labios a toda velocidad, repitiendo las palabras mientras sus frentes brillaban con sudor.
La respiración de Red salía entrecortada. Sentía que estaba a punto de desmayarse. Le pesaban los músculos y no se veía capaz de mantener el éter de Marte mucho más.
Nadie dijo que resucitar a una diosa fuera fácil. Le estaban dando una parte de ellas, una parte de su energía en compensación por el poder que Memphis les había otorgado al lanzarse en esta aventura.
La espalda de Nala se arqueó hacia arriba. Venía la tercera parte.
Empezaron el canto desde cero, esta vez con más fuerza y agilidad. Las palabras antiguas se deslizaban de sus bocas con una facilidad inaudita, menos para una, que luchaba contra su propio cuerpo.
Siguieron orando, hasta que la lengua de Red se trabó.
—«Statu variabilis, sempre crescis» —dijo.
Le flaquearon las piernas y apretó los ojos, incapaz de creer que se hubiera equivocado al recitar el cántico que durante un año había masterizado.
Las llamas de todas se apagaron al momento y Nala sufrió varios espasmos antes de caer al suelo con una onda que mandó a las siete hermanas al suelo.
Un murmullo de estupefacción se alzó por encima de los oídos de Red. Ahora mismo no oía nada, no veía nada. Estaba agachada en el suelo, con las manos enterradas en la poca tierra que había y con el corazón latiéndole desbocado.
Entre jadeos, consiguió comprender el peso de sus acciones.
Habían fallado. Ella había fallado. Y lo que era peor; puede que las demás no lo supieran, pero el cuerpo de Nala acababa de ser rechazado.
«LA HE CAGADO. La he cagado hasta el fondo».
Red se paseaba por la tienda de antigüedades con un trapo húmedo en la frente y las pulsaciones a mil.
Estaba errática, nerviosa y asustada. No podía creer lo que había sucedido.
Le martilleaba la cabeza de tanto pensar en los últimos minutos de la noche. Todo pasó muy rápido. De un momento a otro, Red se equivocó con el cántico, el ritual se fue a la mierda y el cuerpo de Nala no fue apto para realizar el traspaso. Memphis debía estar maldiciéndolas a todas, una a una.
Un pensamiento le desbocó el corazón. ¿Y si se había dado cuenta? ¿Y si sabía lo que había hecho?
Reconocía que gran parte de la culpa era suya: por descuidada, por haber permitido que Hunter se colara en sus pensamientos y utilizar el éter con él para demostrar ¿qué?
Absolutamente nada.
Asumiría las consecuencias si así lo deseara la diosa, pero eso no significaba que no temiera el castigo que podría recibir.
¿Y si la expulsaba del círculo? ¿Y si le arrebataba los poderes?
O peor. ¿Y si la mataba?
Un escalofrío le recorrió la espalda. Continuaba dando vueltas por la tienda, completamente ajena a lo que sucedía al otro lado del escaparate.
Tenía la mirada perdida en varios puntos invisibles mientras pensaba en qué narices harían esta noche.
El equinoccio, técnicamente, era hoy. Su última oportunidad para traer a Memphis de vuelta terminaría en cuestión de horas, y todavía tenían que encontrar un cuerpo nuevo.
Que Nala fuera rechazada solo incrementaba la presión en Red.
Sus hermanas la habían mirado confundidas, perdidas, desoladas. No sabían que ella también tenía algo que ver en el desastre del ritual. Ahora solo esperaban que su elegida encontrara un recipiente en el que despertar a Memphis esta noche.
Bueno, Nyla no. Hacía tiempo que había perdido el respeto hacia ella. De Red ya no esperaba nada.
Una gota de sudor se deslizó por su frente. Tenía mucho calor. Estaba ardiendo y las paredes parecían encerrarla con cada segundo que contaba el reloj de cuco.
Suspiró y cerró los ojos.
«Céntrate, Red. No puedes caerte en medio de la tienda. Tienes que pensar».
Se lo repitió como un mantra, pero su cuerpo se apagaba por momentos. Jadeaba, le ardía la piel y le quemaba la garganta.
Consecuencias de no alimentarse. Y las que aún le quedaban por aguantar.
Era imposible cazar en pleno día. Tendría que apañárselas para sobrevivir hasta el crepúsculo.
La pequeña campana tintineó cuando alguien abrió la puerta. Un chico más joven que Hunter entró en la tienda de antigüedades con una pícara sonrisa. Llevaba las manos escondidas en los bolsillos de su sudadera y el pelo le goteaba por la llovizna que caía fuera.
Era mono, y algo en sus ojos oscuros hizo que el estómago de Red rugiera.
—¿Sí? —le preguntó.
Se encogió al reconocer su propia voz. Parecía un pájaro ahogado.
—Vengo a recoger un pedido —dijo antes de observar la decoración de la tienda—. Soy Max(2). Bonita tienda. Es muy... Antigua.
Red emitió un sonido inteligible. Los muebles y las joyas del siglo pasado daban esa sensación de antigüedad, sí. De ahí el nombre.
—¿Vienes de muy lejos?
—No mucho, una hora en coche.
—¿Recuerdas qué habías pedido?
—Un candelabro —respondió sonriente, a punto de soltar la otra parte de lo que él pensaba que era un juego de palabras genial—. Porque soy el aguantavelas de mi mejor amigo.
Red no dijo nada. Se le acababa de ocurrir idea para salir del paso.
—Creo que lo tengo en la trastienda. ¿Te importaría acompañarme? —Le ofreció una sonrisa chispeante y caminó hacia la puerta trasera.
Max recorrió el cuerpo de Red con la mirada antes de asentir vivamente e ir detrás de ella como si fuera su dueña, sin pararse a mirar que, en una de las esquinas más alejadas del mostrador, el candelabro a su nombre relucía sobre una cómoda desgastada.
LA TRASTIENDA NO ERA más que un pequeño cuarto oscuro, húmedo y lleno de estanterías polvorientas atiborradas de objetos de segunda mano que nadie quería.
Red se adentró con pasos pequeños, esperando escuchar los de Max a su espalda.
Cantó victoria cuando el chico cerró la puerta detrás de él. Estaban solos y encerrados en un cuchitril donde nadie les molestaría. Era su día de suerte.
—¿No hay luz?
—La bombilla está rota y no he podido cambiarla todavía —explicó Red.
Avanzaron hasta quedar en el centro y sin decir nada. Solo se oía el vaivén de sus respiraciones.
—Creo que tu candelabro está por uno de estos cajones.
Red hizo el amago de rebuscar entre ellos y, segundos después, fingió un posible desmayo.
Max acudió a ella enseguida. La cogió a tiempo, pasó un brazo alrededor de su cintura y la levantó. Red gruñó al olerle. Su aroma era dulce y la cabeza empezaba a darle vueltas. Necesitaba hacerlo ya.
—Oye, ¿te encuentras bien? —preguntó preocupado—. ¿Quieres sentarte?
Red asintió con los ojos entrecerrados y le señaló una mesa de madera que había a su derecha. Una vez sentada, no pudo controlarse más.
Lo pilló por sorpresa cuando lo envolvió con las piernas y lo aprisionó contra ella, le elevó la cara hacia su boca y desenfundó los colmillos, hundiéndolos en su carne.
Red gimió satisfecha y cerró los ojos. «Por fin». Todo su cuerpo vibraba, latía, como si un altavoz retumbara desde dentro. La sangre estaba deliciosa.
Max acunó la cabeza en el hueco que Red tenía entre el cuello y el hombro, y le clavó los dedos en las pantorrillas cuando Red se apretó más contra él.
Se sentía ligero, a él también le daba vueltas la cabeza. No entendía nada ni sabía qué estaba pasando, pero un cosquilleo lo abrazaba de arriba abajo y no quería parar.
Red bebía en silencio mientras Max jadeaba por culpa de las succiones; lo volvían loco. Las rodillas le flaquearon sin avisar, pero Red ya estaba allí, sujetándolo por la cabeza y los omoplatos para que no fuera a ningún sitio.
No pretendía matarlo, así que se conformó con un par de minutos más antes de separarse del cuello de Max y dejar que este se apoyara en ella para recuperarse.
Las nauseas y el ardor habían desaparecido. Ya no se sentía enferma ni a punto de deshacerse en su propio cuerpo.
Se sentía bien. Poderosa. Con el éter corriendo por sus venas de nuevo.
Levantó la cabeza por encima del hombro de Max y se relamió los labios para quitarse el exceso de sangre.
Entonces se encontró con la mirada altiva de Nyla. Lo había visto todo.
RED OBLIGÓ A MAX a mirarle a la cara. Llevaba una sonrisa en los labios y tenía los ojos brillantes. Estaba bien.
Le acarició el rostro con ambas manos y juntó su frente con la suya.
—Gracias —susurró—. Muchas gracias. Lo necesitaba.
Ella también jadeaba.
—De nada —respondió Max entre delirios.
Tenía la sensación de estar flotando entremedio de nubes de algodón.
—Nyla te dará el candelabro.
Red se marchó de la trastienda con una sonrisa de satisfacción, pero no sin antes lanzarle una mirada llena de advertencias a su hermana, que la observaba desde la puerta.
Conocía a Nyla. Sabía cómo actuaba: ahora pensaría que estaría por delante de ella al haberla pillado cometiendo una caza extracurricular. Pensaría que podría dominarla y hacer las cosas a su manera, aunque por el brillo que debía haber visto en los ojos de Red, lo más seguro era que se retirara hasta después del segundo ritual.
Por ahora, lo único que haría Nyla sería borrar estos últimos momentos de la mente de Max.
Entendió la visita de su hermana cuando volvió a la tienda. Aramis estaba de espaldas a ella, observando un par de colgantes en uno de los estantes con especial atención.
—¿Qué quieres? —carraspeó.
Aramis se dio la vuelta al oírla, intentando disimular la inquietud que Red le provocaba con una sonrisa. No sabía decir por qué, pero algo en la forma que tenía de mirarla con esos ojos gélidos le encogía el estómago.
—¿Tenéis atrapasueños?
Red parpadeó con lentitud.
—¿Atrapasueños? —repitió.
—Sí, para ahuyentar las pesadillas.
—Sé lo que es un atrapasueños. ¿Para qué los quieres?
—Ya te lo he dicho —remarcó—. Para las pesadillas.
Aramis la miró con las cejas arqueadas, y Red tuvo muchas ganas de hacerle callar sin necesidad de abrir la boca.
Clavó los dedos por debajo del mostrador y cogió aire. No montaría una escena.
«No, no lo haré».
—¿Tienes algo en mente?
—La verdad es que no, pero si es grande mejor.
Red se agachó para mirar en los cajones que tenía debajo del mostrador de cristal, que permitía ver una colección de joyas incas en el interior, y sacó una caja con distintos atrapasueños colocados en fila india.
Aramis escogió uno sencillo con la cuerda marrón oscuro y plumas turquesa. También tenía una bola en forma de ojo por el colgador. En el centro, las cuerdas formaban una exótica flor.
—¿Puedes apuntarlo a nombre de Hunter? —preguntó.
Los músculos de Red se tensaron al oírle.
—¿Hunter?
«¿Por qué siempre acaba apareciendo en mi vida?».
—Sí. ¿No lo conoces? —Aramis ladeó la cabeza, confusa—. Me dijo que había venido por aquí un par de veces ya.
—Sí, sí —Red le restó importancia con la mano—. ¿Por qué quiere un atrapasueños?
—Me ha contado que esta noche ha tenido una pesadilla. Quería ver si uno de estos lo ayudaba a dormir mejor.
¿Sería eso que andaba cerca de descubrirlas? Red tenía la sensación de estaba jugando con ellas.
—Ah. —Silencio—. Está bien, dile que se pase cuando pueda.
Aramis asintió y se dispuso a marcharse, pero Red la detuvo.
—¿Tú crees en esto?
—¿Los atrapasueños? —preguntó abriendo la puerta—. Bueno, yo cogería algo que me ayudara a ahuyentar a los espíritus. Hay muchos por el pueblo.
—Eso es lo que dicen —dijo de acuerdo. Probablemente no tuviera ni idea de lo cierta que era esa afirmación.
—¿Tú no los sientes?
—No. —Otra pausa. Red se temía lo peor—. ¿Y tú?
Aramis la miró a los ojos.
—Sí.
(1) Este fragmento pertenece al poema goliardo O Fortuna, escrito en latín.
(2) Max es un personaje de la historia Plumas de Ceniza escrita por KrazyNerdGirl , que ha hecho un cameo estelar porque la autora empezó primero con este multiverso en el que nuestras novelas se suceden en un mismo espacio-tiempo.
Nota de la autora:
Al final voy a dejar de poner fechas para actualizar porque acabo haciendo lo que me da la gana. Cada vez que establezco un horario, termino escribiendo más de la cuenta (eso es porque soy una rebelde lol).
En fin, espero que os haya gustado el capítulo. Comentad algo si os parece. Esta vez no ha sido taaan largo.
Para el próximo prometo traer más información sobre rituales de verdad.
Aviso ya de que esta historia la acabaré este mes.
¡Nos vemos!
K. Y.
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