I
ERA NOCHE DE luna llena.
Las calles estaban desiertas y todos en Crimson Hills sabían porqué; tan solo había que echarle una ojeada al periódico. Los asesinatos eran recurrentes en el pueblo. Alguien se dedicaba a acabar con la vida de jóvenes chicos de manera improcedente, en mitad del bosque, cubiertos de sangre. Y lo que es más importante, sin corazón.
Crimson Hills era un pueblo pequeño, supersticioso y educado en una antigua cultura de la rama Wicca que vinculaba el lugar con tierra santa. Los espíritus vagaban libres por la noche, buscando víctimas con las que saciar su sed de sangre. Por eso había un toque de queda.
Es curioso.
Todos los habitantes lo seguían al pie de la letra y, aún así, siempre aparecían muertos en el bosque.
Creían que cuando la luna estaba en su más alto apogeo e iluminaba el camino era cuando los espíritus tomaban una forma horrenda y monstruosa con la que pisar la tierra.
No obstante, eso eran meras habladurías. Ni por asomo se acercaban a la verdad.
Era medianoche, habían pasado tres horas desde el toque de queda. La luna refulgía sobre la capa roja que cubría su cuerpo. Estaba recostada en un callejón oscuro, observando el ruido que arrastraban las hojas secas por el asfalto mientras esperaba el momento indicado.
Hacía rato que las tiendas habían cerrado, y las luces de las casas también estaban apagadas. Parecía un pueblo fantasma.
Red resopló.
Solo quedaban tres días para el equinoccio de otoño.
Todo debía estar listo y ella preparada. Se quedaban sin tiempo.
Mantuvo los ojos puestos en la carretera como mecanismo para luchar contra el hambre que la atormentaba por dentro, pero sabía que no aguantaría mucho más.
Le ardía la garganta y los reflejos le fallaban desde hace dos noches. Necesitaba comer. Necesitaba matar.
Ya no podía conjurar hechizos sin sufrir las consecuencias después: el cansancio, la irritación y lo que era peor, la pérdida del control.
Se ajustó la capucha de manera que le cubriera el rostro y se encaminó hacia el conjunto de casas más cercanas.
Los bloques antiguos despertaron en ella un sentido que creía olvidado. Olió la sangre. Una sangre dulce que bombeaba a un ritmo delicioso.
Se le iluminaron los ojos en la oscuridad de la noche y se transformaron en dos orbes dorados recubiertos de motas rojas. Sin perder ni un segundo, canalizó el éter que corría por sus venas y puso en marcha el canto.
Nunca fallaba. Era la especialidad de la casa.
Cada una era especial en su éter; el espíritu, su fuente de poder extraída mediante la conexión entre la luna y su diosa. Red había masterizado el dominio de Marte, pero todas controlaban la canción.
Las palabras encantadas los atraían hacia ellas como la luna a la marea. Dominaban cualquier voluntad a su antojo.
No tuvo que esperar mucho. Una de las puertas rechinó al abrirse. Un chico joven, probablemente alrededor de los veinte, salió a su encuentro con una expresión de pura adoración en el rostro. Estaba hechizado. Ni siquiera vaciló cuando empezó a caminar detrás de Red.
Se lo llevó al mismo callejón de antes y lo empujó contra la pared, no podía aguantar hasta el bosque. La corriente eléctrica que le lamía las entrañas la obligaba a tomarlo allí y ahora.
Pegó su cuerpo al de él y suspiró con la boca entreabierta. El deseo la consumía por dentro.
Red estaba debilitada, había esperado demasiado hasta su próxima caza, y en estos casos extremos de hambre voraz era su instinto el que tomaba la iniciativa y la guiaba a través de la neblina que confundía su mente.
El pulso de Kyle la enloquecía, lo escuchaba latir en su cabeza. Kyle Morgenstern no llamaba la atención ni era popular en el pueblo. Red había hablado con él un par de veces en la tienda de antigüedades, pero solo por trabajo.
A estas alturas le importaba una mierda cómo fuera, lo único que quería de Kyle se encontraba debajo de la piel.
Con una mano le sujetó la base del cuello mientras que, con la otra, se aseguraba de que seguía manteniéndose en pie.
Llevó los labios a la yugular de Kyle. El corazón de Red se aceleró al estar tan cerca. Cerró los ojos, preparada para alcanzar el éxtasis, y con un gemido cargado de hambre, deseo y anticipación sacó los colmillos y los hundió en él.
Bebió a borbotones, sin parar. La sangre se deslizaba por su garganta veloz como el agua. La que no llegaba a tragar acababa derramada en su barbilla. Estaba creando un estropicio que probablemente no limpiaría, aunque su excusa era sencilla. El hambre le impedía ver más allá de las ansias de satisfacer sus necesidades. Y, en este preciso instante, su única necesidad era continuar alimentándose.
El cuerpo de Red temblaba de placer. La sangre de Kyle fortalecía el éter y elevaba sus propiedades. Ahora Red volvía a ser fuerte, veloz y letal. Una corriente de energía se apoderó de ella y se dejó dominar.
No despegó la boca del cuello de Kyle, pero a tientas, con la otra mano, le acarició el torso hasta detenerse sobre su corazón, que se debilitaba con cada gota que le quitaba.
Llamó al éter y éste se manifestó. Los ojos de Red se convirtieron en dos esferas de sangre. Las uñas de su mano crecieron hasta ser garras afiladas con las que rasgar la camiseta.
Bebió un poco más, hasta que las pulsaciones de Kyle disminuyeron y su cuerpo tuvo la necesidad de desplomarse. Entonces, una vez inconsciente, Red no dudó en clavárselas y arrancarle el corazón.
HABÍA ARROJADO EL cuerpo de Kyle entre dos contenedores del mismo callejón, aunque eso ahora quedaba lejos.
Red volaba a través del bosque en busca de las demás. Se sentía renovada, como si hubiera vuelto a nacer.
El éter vivía dentro de ella, mientras corría entre los árboles y era consciente de cada movimiento que creaba la naturaleza.
Levantó la mirada y se encontró de frente con la superficie de la luna. Se preguntó si su Madre la habría visto y, en ese caso, si estaría orgullosa de ella y sus hermanas.
Estaban cerca. Lo conseguirían.
Llegó al pequeño claro con un brillo inaudito en los ojos, todavía teñidos de rojo.
No se dieron cuenta de su llegada. Estaban ocupadas preparando el ritual de cada noche.
Durante los tres días de luna llena establecían comunicación con su diosa. El de esta noche era importante; Red debía aceptar su cargo como la encargada de llevar a cabo el último ritual y escoger a la víctima con la que se haría el traspaso.
Un escalofrío recorrió su columna al darse cuenta de que hablaría con su Madre antes de que saliera el sol.
—Hermanas —dijo.
La primera en girarse fue Nyla. Agrandó los ojos en cuanto vio su aspecto, y el cuenco de piedra que sostenía se le resbaló de las manos, vertiendo así el agua del manantial.
—Red —susurró—. ¿Qué te ha pasado? ¿Estás loca?
La capa roja se le había arrugado y la capucha dejaba al descubierto su cara, cubierta de sangre y enmarcada por unos ojos rojos y vibrantes que se veían a distancia. Cualquiera hubiera podido reconocerla o seguirla hasta aquí.
—Me he alimentado —respondió serena—. Eso es todo.
—¿Te has deshecho del cuerpo?
—Sí.
Las otras, al oír a Nyla, también se dieron la vuelta. La observaron en silencio unos segundos. A pesar de conocer los hábitos de Red, verla cubierta de sangre de los pies a la cabeza nunca era agradable.
Red era despiadada como un demonio, cruda como ella sola. Su cuerpo entero pintado de rojo resultaba amenazador.
Quizá por eso Madre la había elegido.
Nyla recogió el bol del suelo y mandó a una de sus hermanas a por más agua. Saga, la recién llegada, no rechistó. Se marchó arrastrando su nueva capa.
—Hermanas —repitió—. Ya es medianoche. Debemos empezar.
Las cinco asintieron y se abrieron para mostrar el altar de su diosa. Consistía en una columna rectangular de piedra pulida con grabados antiguos en los que se relataba toda la historia de Memphis, y un cuenco repleto de la sangre de sus siete servidoras encima. Éstas siempre tenían que ser siete, una por cada punta de la estrella que había dibujada en la tierra alrededor de la columna. Todos los trazos estaban conectados y, en cada uno de los vértices, había dibujado un símbolo asociado a siete planetas diferentes. En el interior, rodeando la piedra, estaban encendidas siete velas.
Las chicas se colocaron en sus respectivos lugares cuando Saga volvió con el agua que faltaba.
Memphis era la diosa de la luna y la noche. Ella misma las había llamado hace un año, durante la luna roja, para esparcir su poder y conseguir renacer en un cuerpo mortal. Eso es lo que harían en el equinoccio.
A cada una le otorgó un éter distinto según los planetas, pero para llamarla se necesitaba también una porción de los cinco elementos que formaban parte de ella. Fuego, agua, tierra, aire y el propio éter.
Una a una, las servidoras fueron desenfundado su poder y repitiendo las palabras en la antigua lengua Wicca que les permitiría contactar con Memphis esta noche.
Red fue la última en levantar la palma de la mano y dejar que la llama roja de Marte se uniera a las de sus hermanas en el centro de la estrella, donde una gran llamarada había empezado a crecer.
Era el momento. Cerró los ojos y elevó las manos hacia la luna.
—¡Diosa! Madre —la llamó—. Memphis, yo te invoco. Ven a nosotras, tus hijas. Tus fieles servidoras. Te lo pedimos.
Los trazos de tiza que conformaban la estrella se iluminaron en violeta. Una corriente de aire las rodeó y apagó las velas que había en el suelo. Las capuchas se echaron hacia atrás y sus rostros quedaron al descubierto.
Miraron emocionadas a Red, que estaba concentrada en su parte del ritual, y esperaron a que el cambio diera lugar. No pasó mucho tiempo hasta que volvió a abrir los ojos, pero, esta vez, eran violetas. Los labios de Red se curvaron en una sonrisa feroz.
—Hola, hijas.
POR LA MAÑANA, Red cambió su capa roja por unos pantalones cómodos y una camisa blanca.
La tienda de antigüedades de Crimson Hills era más bien conocida por la bruja que habitaba dentro. No había pruebas concluyentes, pero nadie se acercaba a no ser que necesitara un nuevo juego de teteras, mesas o muebles viejos de segunda mano. Y, aún así, intentaban mantener las distancias.
La última vez que alguien se acercó a la tienda apareció muerto al día siguiente.
Desde ese momento, Red ha estado en el punto de mira de muchos.
Estaba de espaldas a la entrada, sorbiendo de su taza de café y ojeando un libro anticuado sobre astrología y alquimia, cuando la campanilla de la puerta retintineó un par de veces.
Fuera, las nubes habían acaparado el cielo y una suave lluvia repiqueteaba contra el escaparate.
Red se giró hacia los dos hombres que habían aparecido en su tienda con una falsa sonrisa de bienvenida. Odiaba las visitas. El más alto rondaba los treinta y largos y llevaba una placa en la mano, mientras que el otro sujetaba un vaso de café y parecía estar sacado de un catálogo de modelos.
Era más joven que el alto, de eso no tenía dudas. Más joven y atractivo, con el pelo castaño y una complexión atlética.
Red se lamió el labio inferior instintivamente, pero se obligó a carraspear y saludarlos.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarles?
El alto dio un paso al frente y le mostró la placa.
—Soy el agente Winchester. Éste es mi colega, Hunter Scott. —Hunter inclinó la cabeza a modo de respuesta—. Venimos a hacerle unas preguntas.
Red mantuvo la compostura y se cruzó de brazos, fingiendo indiferencia.
—¿Sobre qué?
—El cadáver que han encontrado al lado de su tienda.
Nota de la autora:
Bueno, pues aquí está el primer capítulo. Ojalá os haya llamado la atención lo suficiente como para querer saber el resto.
Un comentario estaría bien para saber vuestra opinión, just saying.
Hasta la próxima.
K.Y.
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