UNA PUERTA MÁS
Mi baño duró cerca de dos horas. Al salir de la tinaja estaba tan arrugado como esos frutos que se dejan secar al sol, pero limpio como sólo yo podría desearlo.
Al terminar de desenredar mi pelo, que para mi sorpresa se extendía hasta donde comenzaba mi cuello, inicié la tarea de afeitarme.
Me miraba fijamente al espejo para no cometer errores, pero lo cierto es que si antes llamaba la atención por mi mugrienta apariencia, ahora lo haría por la infinidad de cortes que me propiné con la navaja.
Dejé los utensilios de aseo y me dirigí a la cama. Me quedé sentado un buen rato pensando en las muchas cosas que me habían acontecido, y casi no podía creer la suerte que me acompañó en cada paso que di. Me recosté mirando las vigas del techo, sintiendo las hebras de las telas de araña que colgaban en una esquina, vestidas con el más lujoso polvo que se había congregado a lo largo de años sin recibir la visita de una buena escoba.
Con todo en mente, y mis ideas algo más ordenadas puse la hoja de afeitar en mi puño cerrado, que descansaba bajo la almohada que me daría la caricia del sueño.
A pesar del cansancio que sentía, y de lo relajado que me dejó el baño, me tomó cerca de una hora conciliar el sueño. Se me hacía imposible bajar la guardia y cerrar mis ojos, mis tantas noches arrancando de los peligros, me habían puesto paranoico, y si antes dormir con un ojo abierto y otro cerrado era la manera de mantenerme alerta, ahora lo haría empuñando mi pequeña hoja.
Desperté con el retumbar del segundo golpe del metal contra metal. Aún atontado a causa de las muchas horas de sueño, no lograba separar la realidad del sueño, y mi cabeza se encontraba adherida a la almohada como sólo el mejor herrero sabe de unir metales.
Al segundo comprendí que no podría saciar mi apetito, y que debería vestirme lo más rápido posible si quería dar una buena impresión. Me esperaba una entrevista de trabajo y las explicaciones de mi demora deberían venir de la mano con las preguntas del anciano.
Me vestí rápidamente, y sin muchas explicaciones bajé las escaleras lo más rápido que pude. Esquivé a Mirella con un movimiento digno de un bailarín, y pude apreciar mientras mi cuerpo giraba, una pequeña linea en ascendencia en la comisura de sus labios.
Al pasar por el último escalón divisé al cantinero, o al maestro Grom como lo había llamado Mirella, levantando su mano en tono de querer detenerme, pero mi velocidad no tenían límites, o eso quise pensar mientras dejaba atrás puerta, umbral y cantinero. Y quizás alguno que otro borracho de la noche anterior.
Mi recorrido fue frenético, mi corazón martillaba al límite, casi como cuando me perseguían por las tierras bastas de la Loma.
Dos guardias intentaron detenerme, pero al notar que corría a toda prisa sin elementos brillantes colgando de mis manos, dejaron la idea de mover sus enormes cuerpos de lado. A fin de cuentas un ladrón más no era preocupación en una ciudad donde la mayor parte de sus habitantes vivían del de esta actividad.
Mientras corría como un desquiciado, sabía que debía tomar mi derecha en la siguiente calle, estaba seguro. Casi seguro.
Mi error me costó tres cuadras más de lo necesario y cuando por fin divisaba la plaza central, casi tropecé con con un desnivel del suelo que me hizo pensar en lo mucho que necesitaba ese trabajo y mis dientes.
Una vez estuve en el umbral de la tienda, me incliné jadeante sobre mi cintura, sin aliento y sudando como un caballo al galope. No podría hablar si alguien me preguntaba algo; y si me preocupaba antes por espantar a las gentes por mi apariencia, ahora lo haría por mi aliento.
Tomé una inmensa bocanada de aire, llenando mis pulmones como nunca antes, y enderecé mi cuerpo.
Debo admitir que jamás corrí tanto como aquel día, y lo peor fue darme cuenta de que la tienda aún estaba cerrada y mi baño se había ido por el desague junto con la limpieza de mi cuerpo.
Me senté en la escalinata que daba a la entrada del establecimiento y esperé cerca de una hora hasta que el sudor que mojaba mi espalda se secó y reaparecía nuevamente por efecto del sol.
Con la cabeza entre mis brazos, que a su vez descansaban sobre mis rodillas, sentí un suave golpecito en mi occipucio. El dueño se paró frente a mí con tono amable.
—Buen día señor, hace una mañana espectacular —dijo el hombre en un tono más parecido a la burla que a la buena costumbre.
—Buen día tenga usted. Creía que habíamos quedado a la segunda campanada, y estoy seguro de haber escuchado la quinta —dije en levantando mi cara hacia él, y entrecerrando mis ojos por el abrasador sol.
—Cuando uno necesita un trabajador honrado, no puede darse el lujo de confiar en el primer desconocido que llega. El hecho de que haya usted esperado más de una hora sentado quiere decir que realmente necesita el trabajo, y no buscaba sólo robar en mi tienda.
—Podría haberse ahorrado mi presencia sudorosa de habérmelo preguntado señor —dije con parsimonia mientras me ponía de pie.
Extendiendo una mano hacia mi, el hombre se presentó
—Me llamo Edvert Collins, un placer conocerlo señor...
—Kaled, mi nombre es Kaled —dije en un tono nervioso tratando de evitar la pregunta que vendría a continuación.
—¿Kaled a secas? A pesar de que suena espléndido en su persona, me temo que todos tenemos un apellido heredado de un padre o madre, o en el mejor de los casos de algún tutor furioso que nos enseña a punta de golpes, ¿o me equivoco Kaled?
No sabía como eludir su insistencia, así que opté por lo obvio.
—Kaled Ledka señor Collins.
Mentir se me daba casi tan bien como coquetear con mujeres, y a pesar de que en los momentos de peligro mi mente se movía rápido como el rayo, era extraño darme cuenta que cuando necesitaba de esa astucia en momentos de calma, no lograba dar con algo creíble. Era la segunda vez que me sucedía.
—Pase usted señor Kaled, le mostraré las instalaciones y veremos cuales serán sus labores desde hoy.
Como la noche anterior, el hombre tardó un buen rato en abrir el candado de la puerta principal, y a pesar de que quería ayudarlo, no lo hice por el temor de dar desconfianza el primer día.
La vista me dejó perplejo. Después del chirriar de la puerta, todo se tornó mágico. Por las cortinas a medio cerrar se filtraba una luz celestial junto con partículas de polvo que le daban a la estancia un aura mágica. Habían estantes inmensos con centenar de libros en ellos, y yo a pesar de no recordar jamás haber tomado uno, desee con todas mis fuerzas leerlos todos a la vez.
El conocimiento es una droga adictiva que cuando se prueba, no se puede dejar.
—Veo que no mentía cuando me dijo que no sabía de este oficio Kaled —me dijo el señor Collins sacándome se mi ensimismamiento, y volviéndome de golpe a la realidad.
—Yo no miento señor Collins —y al instante sentí la mirada pétrea del hombre al botar esas palabras.
—Al menos no en lo que concierne a mis habilidades señor. —Y el hombre cambió el talante de su mirada por uno más amigable.
—Todos tenemos secretos Kaled, y confío en que pasaremos el suficiente tiempo juntos para compartirlos, al menos algunos de ellos.
Edvert me guió por los pasillos que habían entre estanterías, maravillándome con los detalles de cada sección. Al pasar frente a cada mueble mis dedos hacían un recorrido por los lomos de los libros, deslizándose al galope por las historias contenidas en ellos, y sin embargo sin saber que ocurría en el interior de sus hojas, que batallas se libraban, o que secretos se entrelazaban en sus páginas.
—El lugar no es muy grande Kaled, sin embargo Londro, mi antiguo ayudante, tenía una habilidad espectacular para organizar espacios y libros en torno a temáticas. No por nada el barón lo tomó de escribano. —bufó el viejo, mascullando unas palabras que no comprendí y haciendo bailar sus enormes bigotes al pronunciarlas.
—No se preocupe Edvert, ¿puedo llamarlo así verdad?
—Claro que si muchacho, acá lo que importa es el trabajo que haces, las formalidades quedan de momento aisladas.
—Soy bueno aprendiendo, pero imagino que no es lo único que haremos acá, por lo que puedo apreciar la ciudad no es la cuna del conocimiento.
—Tienes unos ojos observadores Kaled, y tal como comentas, la ciudad está lejos de ser una ciudad civilizada. Pero nuestro negocio no está acá —el viejo tomó uno de los libros y lo acarició como quien acaricia a su vástago recién nacido.
El hombre cambió el semblante, adquiriendo un tono más duro, y soltó sus siguientes palabras.
—Siempre me he destacado por trabajar sólo Kaled, sin embargo la llegada de Londro significó un cambio en mi esquema de trabajo y la forma de hacer las cosas. Londró llevaba trabajando conmigo tres años en los cuales descubrí a un excelente trabajador y confidente, pero ahora el secreto de mi negocio corre peligro.
El viejo devolvió el libro de portada carmesí al lugar de donde había salido, desprendiendo una nube de polvo.
—Verás chico, a la ciudad de Boca de Lobo llegan barcos y caravanas procedentes de todo el Mar Nublado y las Tierras Coloradas. No sólo buscan provisiones y el permiso del barón para poder transitar por el Canal Aserrado, si no también buscan la ayuda de mi establecimiento.
Yo escuchaba atento al bigotudo hombre mientras este se paseaba por la estancia sin quedarse quieto ni un sólo momento.
—No es de conocimiento público lo que aquí se hace, por un lado la gente de la ciudad viene cada cierto tiempo a buscar un ejemplar de Los Cantares Prohíbidos, o Junglas del Colorado, pero son en menor medida y casi siempre provenientes del barrio alto de la ciudad. Libros de lectura liviana.
—A menudo quienes me visitan son enviados encubiertos de los reyes de más allá de nuestras fronteras, pidiendo un ejemplar de la genealogía secreta de su familia, o indicaciones escritas en código en el ejemplar de sus libros.
De a poco fui comprendiendo que lo que Edvert me comentaba no era un mero secreto. Era el modus operandi de su negocio.
—No hay en todo el Mar Nublado, ni en las llanuras más alejadas de las Tierras Coloradas, quien pueda desarrollar el trabajo que aquí se hace. Llevamos generaciones perfeccionando este sistema, y mi imposibilidad de procrear me ha dejado sin opciones para dar continuidad a un servicio que hemos entregado por centurias a nuestros reyes.
El viejo por fin tomó asiento en una banqueta que parecía tener muchos años de traseros en ella. Se notaba abatido y con indicaciones de no haber dormido mucho.
Se paró lento como la caída de la brea, y me tomó por el antebrazo con una delicadeza impresionante.
—Lo llevaré a donde muy pocos han tenido el placer de entrar Kaled. Usted demostró tener interés en este trabajo, y yo espero no decepcionarlo. Debo confiar en mi intuición, el tiempo juega en mi contra, y espero que usted sea el indicado.
Nos paramos frente a un inmenso mueble, que a simple vista era igual que el resto de los estantes del lugar. Edvert se movió al otro extremo de la habitación y alzando un poco su voz me pidió que me ubicara sobre una pequeña mesa baja que sostenía un enorme candelabro.
Retiré el pesado candelabro metálico y me senté en la mesita. Noté un pequeño desnivel y al instante me recorrió un escalofrío por la sensación de caída.
Al otro lado Edvert movió un jarrón de su tamaño, que por el esfuerzo del anciano me pareció más pesado de lo que se veía, para finalmente pararse en el lugar donde antes reposaba el jarrón.
Mi asombro fue mayor cuando noté un sonoro clac proveniente del mueble que minutos antes observábamos.
—¡Kaled! —me gritó el anciano desde el otro lado— por favor tenga la amabilidad de volver el candelabro a su mesa.
Esperé que Edvert llegara a mi lado, y me permitió abrir lo que en un comienzo era un estante, ahora convertido en una puerta soportada por pequeñas ruedas.
—Bienvenido a los secretos mejor guardados de nuestro mundo Kaled.
Quise rebatir esa frase, pero opté por conocer que me deparaba el otro lado de la puerta. A fin de cuentas no existía razón para despreciar la invitación que se abre al conocimiento.
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