KALED
Las escaleras se me hicieron eternas. Cada peldaño acribillaba mis piernas, golpeaba como el martillo de un herrero al metal que se ha de dar forma.
Cuando finalmente logré llegar a la cima que coronaba esa montaña, aún me faltaba recorrer el interminable pasillo en cuyo final y a la derecha se encontraba mi habitación.
El cansancio se hacía más presente cuando ya estaba frente a la puerta, y para mi desgracia había olvidado por completo la llave que el tabernero tiró sobre el mesón.
Con el mejor de mis ánimos bajé lo más rápido que pude. Nada me haría perder el buen término de día que había tenido.
El clic de la puerta me dio la sensación que estaba esperando. Por fin un lugar en el que descansar como correspondía.
La cama no era de plumas, pero estaba mucho más blanda que las colchas de piedra de mis semanas previas.
El lugar estaba compuesto por un catre de madera, una pequeña mesita sobre la cual descansaba una vela sin uso. A los pies de la mullida cama se encontraba una tinaja que me permitiría un baño como los que sólo encontraba en mis pensamientos. Sin las sales claro estaba.
Hubo algo que me dejó estupefacto. Quizá pueda sonar banal, pero en mi estado y luego de muchos años de saber sólo a que olía mi cuerpo, verme reflejado en el espejo que colgaba a pasos de mí, me dejó simplemente sin palabras.
Antes de centrar mi vista en el cristal, mis ojos se fueron a los contornos, al marco. Mi cerebro estaba buscando una excusa para evitar mirar lo que fuera que estuviese frente mío.
Ya no recordaba mi aspecto. No lo había visto jamás desde que tengo memoria y no suelo andar acicalándome como un gato cada vez que me pongo en marcha.
Me acerqué a paso delicado. El más insignificante de los ruidos quebraría ese momento de reconocimiento entre mis ojos y el resto de mi cuerpo. Mi vista seguía fija en el bruñido marco de lata del espejo.
Por alguna razón que desconozco, tiritaba de manera descontrolada y mis manos estaban colgando a un lado de mi cuerpo.
Me detuve en seco cuando ya no pude rehuir más de lo que era. De mí.
Es difícil describir lo que sentí, lo que descubrí, pero trataré de hacerlo de la mejor manera y con lujo de detalles.
Mi pelo era un amasijo de paja. Negro como el carbón. Como aquella noche que ha jugado a las escondidas y debe encontrar a los astros. No podía distinguir donde comenzaba un mechón y terminaba el siguiente, no tenía brillo alguno y ahora que me veía, caía en la cuenta de que apestaba a la peor de las porquerizas.
Mi nariz no podría ser hermosa. Estaba inclinada ligeramente a la izquierda en un ángulo extraño, era evidente que producto de una fractura, y a pesar de todo, respiraba con la facilidad de un infante. A pesar de todo seguía teniendo una nariz.
Mis mejillas y en general mi cara era bastante enjuta. La falta de alimento había jugado un papel crucial en mi complexión facial y me sentía ajeno a un rostro que era nuevo para mí pero que había sido mi fiel acompañante durante muchos años. Esta era una de esas conversaciones que se tiene con alguien recién llegado, donde se quiere dar la bienvenida pero el temor de echar todo a perder con un mal comentario amenaza como un iceberg en el gélido océano, cuando se navega por la superficie de lo desconocido.
Mi mandíbula afilada me recordaba a una flecha. Una que ya ha sido utilizada y que probablemente se encuentra fisurada, pero que con la habilidad suficiente puede dispararse de nuevo, herir y matar. «Matar».
Noté que mi boca ostentaba una cicatriz en el hueco del mentón. Yo no recordaba su origen pero ahí estaba. Una barba incipiente del color del cobre, que no llegaba a ser tan poblada, me acompañaba como a un joven gallardo, con la salvedad de que yo no tenía aquel título.
De las comisuras de mis labios, y dado el escrutinio que estaba aplicando a mi rostro, pude apreciar las venas que bajaban por ellas en dirección a mi cuello, obedeciendo a una delgadez donde los tonos azules se hacían presentes.
Mis ojos verde mar estaban contorneados por un color oscuro. Las noches en vela, los días de fatiga y los incontables momentos de historias habían dejado una marca infame en mis maltrechas cuencas y su contorno. Se que en algún momento fueron perfectas sincronías en un mundo dispuesto a ser observado, pero ahora, cansados y en búsqueda de una manta, su aspecto era lastimoso.
Mi complexión en general, de todo el cuerpo, era delgada. Con un poco de comida y un trabajo constante podría llegar a ser un digno aspirante a ser humano. De momento debía concentrarme en llegar a ser persona, y esa sería tarea de un buen baño.
Antes de subir, había pedido al tabernero agua caliente para mi tinaja, por lo que no tardó en llegar cuando me estaba desvistiendo.
la jovencita llamada Mirela tuvo que realizar cinco viajes con inmensos baldes de agua caliente para dejar la tina a un nivel aceptable. Durante sus cinco viajes cometí el error de no ofrecer ayuda, y me dediqué a mirarla como no había hecho con una mujer en mucho tiempo.
Despertaba en mí el deseo, pero no aquel que llama a la carne. Era más bien el deseo de compañía. Me sentía sólo, abatido y con ganas de contarle a alguien todo lo que estaba sucediendo, pero sin el ánimo de sonar como un loco.
—Mirela —dije antes de que la chica abandonara la estancia por última vez— ¿Será posible contar con tu ayuda para poder rasurar mi rostro? Soy algo torpe con las manos y si me corto temo morir desangrado —dije tratando de imitar lo que fuera un mal chiste.
Mirela sonrío con dulzura.
—Mis disculpas pero eso no será posible señor, el maestro Grom me tiene prohibidas las visitas sin su autorización.
Podría decir que la chica salió despavorida. Quizás mi falta de práctica y tacto con las mujeres la hayan ahuyentado, pero en mi defensa puedo decir que nunca tuve malas intenciones. Tal vez mis lecciones de caballerosidad no fueron suficientes y desembocaron en tan decepcionante final.
Pero sólo quizás.
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