EL ARRIBO

Tres jornadas de viaje me fueron necesarias; una menos de lo que había previsto,  para poder vislumbrar recién en la lejanía, las luces de la Loma Colorada. Un pueblo de pescadores que sólo se mantenía a flote por ser una parada obligada a todo aquel que viaja al sur. Pertrecharse es una buena idea cuando las distancias son tan extensas y las nevadas se precipitan furiosas en invierno.

Los lugareños cuentan que en invierno la nieve cubre las praderas ocultando el camino; que en otras épocas del año está tan profundamente apisonado, que a los caballos se les hace difícil mantenerse al trote sin trastabillar. Por este motivo aquellos que desafían a la naturaleza pueden verse momificados en verano a las orillas de las transitadas carreteras, cuando el sol ha bañado con sus primeros rayos de la estación las congeladas vías. Ahí ya es demasiado tarde para volver a casa.

Yo sólo había escuchado vagas historias acerca del nombre de aquel poblado, jamás algo concreto. Mi fuerte atracción por conocer algo más de los anales de ese pequeño asentamiento me llamaba a su taberna. Sabía que allí frecuentaban juglares cuyo único propósito era dar a conocer sus baladas, ganando el favor de sus oyentes, o el desprecio por sus plagios. Quien primero la cantara, sería el propietario de la misma; así funcionaba la fama en aquellos tiempos.

Mis pasos me guiaron por un sendero marcado por las antiguas pisadas de caballos, carretas, y hombres. La historia narraba que el pueblo se había formado inicialmente por individuos de los bosques, quienes a raíz de la guerras que asediaban las fronteras de Los Sotos se vieron obligados a dejar sus hogares en los altos arboles para migrar cerca de las costas en un entorno completamente distinto, pero con otras tantas oportunidades.

La historia pocas veces es sangrienta, y esta no era la excepción.

Antes de poder disfrutar de un plato de comida caliente, de una cerveza helada y de una reconfortante cama, tendría que conseguir algo de dinero pues con los tres cobres que había obtenido no podría hacer mucho más que comprar una jarra de cerveza, y mi propósito era cambiar las preciadas dagas que había sustraído del frustrado atacante por algunas monedas de mayor valor.

No presté atención a las armas hasta que me presenté al herrero del pueblo, quien de inmediato se extrañó al ver los objetos en mi posesión.

—Chico, yo devolvería tales objetos a su propietario. No se como lo lograste pero no es una buena idea robarle a Sallen, menos sus cosas de más valor. —Dijo el hombre en un tono preocupado.

—No he robado nada, anciano, jamás lo he hecho. Estás dagas me pertenecen ahora por derecho. Mi atacante perdió su vida en el momento en que intentó quitarme la mía.

No pude ignorar el cambio en el rostro de aquel hombre, su cara preocupada y a la vez apacible, se tornó blanquecina mientras que su boca caía levemente, dejando en evidencia la falta de uno de sus incisivos centrales en aquella dentadura amarilla como el azufre.

—Créeme buen hombre, lo que te digo es cierto, no bromearía con mi vida.

—Te creo, más nadie en este pueblo querrá comprar aquellas cosas. Escúchame bien, has matado una leyenda, has terminado con lo que para muchos fue el terror de los asaltantes. Por años Sallen nos cuidó de los horrores que provocaban los bandoleros y delincuentes, y ahora tú cargas con la muestra de que ya no tenemos esa seguridad. Por tu bien te aconsejo guardar las dagas, y no dar muestra alguna de ellas, al menos hasta que dejes el pueblo. —Inmediatamente el anciano se interrumpió para dar paso a una pregunta que casi le ahogaba.

—¿Sabes porque nuestro pueblo recibe el nombre de la Loma Colorada ?

—Pues me encantaría saberlo. —Respondí desafiante mientras el hombre de tez morena me miraba de pies a cabeza, como buscando una explicación a mi temeraria respuesta.

—Hace cinco décadas llegamos los primeros hombres a esta costa, formando lo que serían las cuatro casas. Nuestras familias eran numerosas, a pesar de que solo éramos cuatro de ellas al comienzo. Con el pasar del tiempo nuestros clanes se fueron uniendo cada vez más, nuestros hijos embarazaron a los otros, se generaron disputas y cuando el padre de Sallen; Otto, supo que Bremen había dejado encinta a su pequeña de quince años, violentada y dejada agonizante a un costado de lo que habíamos llamado puerto, ofreció sangre por sangre.

—Era la forma que habíamos creado para tener justicia, para forjar equilibrio y que el creador entregara equidad divina. No hay nada más poderoso que la manifestación de la fe para nuestro pueblo. El creador da y quita; por él nuestras mesas rebosaban de alimento. —La cara del anciano herrero, que hasta hace unos momentos denotaba asombro, ahora estaba más animada que yo en los últimos días.

—Otto no lo dudó y llamó a viva voz a Bremen en el centro del pueblo, mientras todos nos agrupábamos alrededor ignorantes de lo que sucedería, pero ansiosos como críos que esperan un trozo de codoñate. El barullo que provocábamos era tremendo para ser tan pocos los habitantes del poblado y los gritos se hacían cada vez más fuertes, de manera que Otto pidió silencio con una voz propia de quien es capitán de barco. —El anciano se quitó con mucha dificultad los guantes de cuero, negros por el hollín de la forja, asomando unos dedos torcidos y magullados con recientes marcas de cardenales.

>>El silencio fue inmediato y las gentes del pueblo se miraban unas a otras a la espera de lo que diría aquel fornido hombre. Su voz era profunda, y cuando se alzaba parecía el resonar que emite la tierra antes de un inminente movimiento.

>>Otto era el propietario y capitán del "Sollozo" ; el primer barco pesquero que tuvo la aldea, y por este motivo y por traernos los primeros peces a la mesa, se ganó el respeto de toda la gente. El trabajo diario de salida a alta mar había forjado en ese hombre un cuerpo digno de un luchador.

>>Su espalda era casi tan ancha como un barril de roble de esos que guardan la mejor reserva de ron, su estómago tan grande que podía comer media docena de bogas sin sentir pesar en su barriga. Su hija menor; Lotta, que desde los cinco años tenía la costumbre de esperarlo cuando el sol comenzaba a menguar en la orilla de la caleta, era sin duda objeto de deseo secreto entre su tripulación. Así fue hasta sus quince años, cuando antes de que Otto volviera de una de sus tantas salidas matutinas, Bremmen le hubiera arrebatado su ingenuidad.

El anciano herrero me tomo por el brazo, indicándome que entráramos a su tienda. A pesar de su avanzada edad, pude sentir la fuerza de aquellas manos, unas que han trabajado toda la vida el acero y otros metales. Al interior de su pequeña tienda, se podían observar armas de todo tipo; Hachas, espadas, estiletes. Yo las miraba maravillado, a pesar de que en esos momentos me habría sido imposible adquirir alguno.

El mismo hombre me indicó un pequeño taburete y ambos tomamos asiento, uno frente al otro.

Yo me sentía un tanto extrañado. Entrar así al pueblo y ser recibido con tanta amabilidad luego de haber pasado tanto tiempo en cautiverio, con una imagen peor a la de un vagabundo; no esperaba tales tratos.

EL anciano se acomodó, posó sus manos entrelazadas en sus rodillas y prosiguió.

—Lotta era preciosa, sus rasgos eran dignos de una princesa. Sus ojos de color pardo eran tan hermosamente profundos que al mirarlos, parte de tu esencia se iba en ellos. Su nariz era de un perfil imperfectible, sus pómulos denotaban el espléndido trabajo de sus padres. Su cuello era fino y tenía la delicadeza de una flor en primavera, pero la gracia de un animal predador.

>>A pesar de que su padre tenía una poblada melena rubia como el sol, ella poseía el color de la que hubiera sido su madre. Un rojizo como los rayos que se reflejan en el cielo cuando el sol ya se esconde. Un crepúsculo a todas horas.

Noté admiración en la forma en que el anciano describía a esa muchacha. Su explicación me hizo imaginarla frente a mi, hermosa y sin defectos, luego miró al suelo y prosiguió su relato.

—A Bremen se le daba bien armar altercados, la taberna nunca era un lugar tranquilo gracias a su forma de llamar la atención.

>>Otto tomó su hacha y ofreció su sangre a cambio de la de su hija; a quien le habían arrebatado su ingenuidad y su niñez.

>>Bremen no lo pensó dos veces; su espíritu de luchador estaba sediento de sangre. Su alma no estaría en paz hasta sentir el frenesí del combate.

>>La lucha fue breve, pero intensa. -El anciano pasó una de sus manos por su pelo, acomodándolo de manera que no le estorbase.

>>Otto inició el combate, tomando su hacha con la mano izquierda y balanceándola con una holgura envidiable, sus movimientos eran melifluos y danzaban como fantasmas en las historias de medianoche. Dio dos pasos firmes, posó el peso en su pierna izquierda, y cuando Bremen no lo esperaba, lanzó un corte horizontal con tal violencia que desprendió un sonido vibratorio a su paso. Bailaba maravillosamente.

>>Aún puedo escuchar el sonido de su piel rajándose; los huesos triturados, el olor a sangre. Eso jamás se olvida chico. —El rostro del anciano buscó el suelo.

>>Pero Bremen fue más rápido, su espada de tan sólo setenta centímetros cortó el aire tan veloz que Otto no pudo oponer resistencia. El hacha de Otto ya bailaba horizontalmente cuando Bremen dio una finta lateral esquivando el golpe, y de forma vertical su hoja destelló en aquella nublada mañana encajándose abruptamente en su craneo. Lo peor fue el momento en que intentó retirar la hoja, que estaba tan profundamente incrustada en el hueso, que de no haber sido por eso, podría haber acabado con Sallen.

>>Sallen... ese chico cambió por completo nuestra forma de ver la justicia. —Su mirada buscaba algo en algún lugar de la estancia, o quizás simplemente vagaba por ella sin rumbo.

>>No pudo evitar la muerte de su padre, no pudo evitar la violación de su hermana, pero si evitó que Bremen siguiera respirando nuestro aire. -El anciano pensativo, agarró un trozo de metal que había en el suelo y comenzó a jugar con el mientras proseguía su relato.

>>Sin mediar consecuencia, el chico había tomado dos hojas cortas a medio terminar que me habían encargado de la forja. Lo recuerdo bien pues aún estaban muy calientes cuando me las arrebató de las pinzas y las puso en sus manos.

>>Su cólera era tal, que no sentía dolor alguno en sus extremidades, o al menos esa impresión me otorgó.

>>Se acercó con tal sigilo por la espalda de Bremen, que ni el aire lo notó. Las dos hojas aún rojas abrieron su vientre de lado a lado, dejando caer sus viseras en un caudal de sangre y mierda tan hediondo que dos de las chicas presentes nos dejaron saber cual había sido su comida horas antes. El sonido que generaban los fierros calientes era un siseo de lo más extraño cuando piensas que no es un trozo de pescado lo que se esta asando.

>>Pero a Sallen no le bastó con eso, y mientras Bremen bregaba por introducir sus tripas dentro de su estomago, el chico aprovechó la ocasión para enterrar cada una de las hojas en sus cuencas, y girándolas como si de llaves se tratara, sacó de cuajo sus verdes ojos. Finalmente y para horror de todos, retiró una de las rojizas hojas y rajó su traquea de forma vertical, sacando su lengua por el agujero, mientras Bremen se ahogaba en su propia sangre.

>>El espectáculo fue tan horroroso que desde entonces Sallen fue apodado "El carnicero de la Loma".

El viejo herrero sin darme tiempo a hacer preguntas, se paró violentamente y me invitó a salir de su estancia. Yo no pude decir mucho más, pero me pareció que era momento de retirar las dagas del juego en el que estaban participando.

No me percaté de la hora que había pasado escuchando a aquel inquieto anciano, pero el ocaso de la tarde me anunciaba poco tiempo para buscar una solución a mis problemas de alimento y techo.

Con las dagas fuera de juego, y sin nada más de valor en mi posesión, mi opción era buscar refugio en algún alero o tenderete de los que ya estaban cerrados tras un día mas de trabajo.

Y así lo hice. Esperé pacientemente que un cansado vendedor de pescado seco se retirara impávido pese a no haber vendido nada. Su puesto era simple pero tenía un techo de paja con barro que me daría un respiro si la lluvia se manifestaba, no obstante no tenía más que una pared de paja sujeta con palos secos a causa del sol.

Sentía tal hambre que no podía siquiera conciliar el sueño. Mis tripas sonaban de manera estrepitosa y yo sólo pensaba en un delicioso cerdo al palo.

Torturarme de esa manera era peor que los palos que me propinaron mis captores cuando colgaba de aquellas poleas, y no encontraba forma alguna de poder cerrar mis ojos y caer en el abrazo cálido y negro de mis sueños.

Me pareció muy raro sentirme de un momento otro tan vivo y lleno de energías. De pronto ya no sentía nada más que deseos de tomar mis cosas y continuar mi viaje. miré mis manos y estas estaban tan limpias como un cielo después de la tormenta. Mis ropas estaban impolutas y ya no calzaba aquellas incomodas botas desgastadas. En vez de eso, ahora mis pies estaban forrados por cuero de alce, legítimo cuero de alce.

Extrañamente mi campo de visión no me dejaba ver más allá de tres o cuatro metros. Mis ojos comenzaron a nublarse. Me restregué fuertemente sin provocar ningún cambio.

De improviso me abrumó y me descolocó la brusca parálisis que sufrieron mis piernas. Mis brazos no me obedecían. Pude vislumbrar el rostro de una hermosa mujer, dudaba mucho que se tratara de Lucy, ella no podría estar aquí. Comencé a dudar de lo que estaba viviendo.

Un golpe muy fuerte remeció mi cuerpo, provocándome una perdida de equilibrio tal que caí de costado al suelo. Luego otro golpe en mis costillas. No eran golpes fuertes, pero no dejaban de ser dolorosos.

En la lejanía un sonido comenzaba a manifestarse cada vez mas fuerte. No era un sonido, eran palabras. Cada vez las oía mas claras: —antate, lentate, levántate ¡LEVANTATE HOLGAZAN!

Como un rayo mi conciencia se agolpó en mi mente, mi cuerpo perdió energías, mi estomago volvía a rugir como un león que aparta de su dominio a las hienas hambrientas, y al mirar al cielo y no poder entornar correctamente la vista noté que había pasado dormido toda la tarde hasta llegar la mañana nuevamente.

Todo comenzó a tomar forma de nuevo y mis ojos ya podían ver el panorama que se cernía sobre mi.

Desde mi posición las dos personas que tenía sobre mi se me antojaban altísimas, corpulentas y por las lineas de su rostro, uno más viejo que el otro.

—¡Hey tú! Muévete del puesto, no tenemos tiempo para ocuparnos de borrachos. —Dijo el primero mirándome como si fuera sólo una piedra más en la orilla del río.

El segundo de ellos y el más joven seguía propinando patadas a mis doloridas piernas. Ahora mi mente volvía a trabajar.

—No estoy borracho, estoy simplemente cansado. Busco la manera de ganarme la comida el día de hoy amables gentes.

—Pues ve pensando más rápido genio, porque nosotros no tenemos nada para ti.—Resopló el más viejo y cansino.

Sus palabras no me molestaban del todo, probablemente y en mi estado no entregaba la mejor de las imágenes, y era muy factible que no incitara a la confianza después de todo.

Me incorporé lentamente y no sin proferir pequeños balbuceos de molestia, pero cuando estuve de pie resultó que las dos personas que tenía de frente no me lograban llegar a los hombros.

Eché un rápido vistazo al tenderete de uno de mis costados, que ya había sido abierto por uno de ellos, y noté que su negocio era el de sedas y joyas. Por lo que había logrado descubrir la noche anterior, este pueblo no era el mejor lugar para vender estas mercancías, ni mucho menos un buen mesón para mostrar estas existencias. Atisbé por el rabillo del ojo unas telas muy particulares, de colores que jamás había visto: eran de alguna forma verdes y doradas, moradas y naranjas. Cambiaban de color de manera singular cada vez que el viento las movía.

—Soy un versado hombre de armas, instruido en la espada. Sufrí un pequeño accidente cuando me dirigía a este pueblo, y lamentablemente fui abandonado por mis compañeros de escudo. Me dieron por muerto cuando un furioso oso intentó quitarme la vida en los sotos que están más allá de la entrada norte. -Erguí mi pecho y enderecé mi espalda, pensando que esto me ayudaría a dibujar una imagen mucho más verosímil.

—Y a nosotros que nos importa tu patética historia vagabundo —Me dirigió la palabra con desprecio y sin el menor ánimo de creer algo de lo que le contaba.

Yo no podía imaginar una historia menos creíble, pero a mi favor puedo decir que la falta de alimento estaba afectando todas mis capacidades.

—Bueno, pues he notado que ambos son muy buenos trabajando las telas, y que no encontrarán en este lugar quien aprecie la calidad de sus trabajos como en otras grandes ciudades. ¿Han pensado en la posibilidad de ampliar sus horizontes?

Ambos me miraron pensativos, noté como mi precaria idea les generaba una duda, algo que comenzaría de a poco a comer sus deseos de saber más. Un cancer que se alimenta de la curiosidad.

—De que hablas, acá nos va muy bien, de vez en cuando aparecen mercaderes errantes con cosas para intercambiar. Hace dos meses pasó una legión de caballeros, y se llevó dos arcones con nuestras mejores joyas. Trabajadas en la mejor plata que encontrarás de aquí a Canteras.

No se porqué no tuve dificultades para oír lo que balbuceaba uno de los hombres al más viejo de ellos: —Tío, esas mercaderías nos fueron robadas por los soldados, piensa en lo que dice este hombre.

Mi audacia me permitió intervenir en la cerrada conversación e ignorando mi dudoso estado me dirigí serenamente a la pareja.

—Caballeros, lo que les planteo es ser su escolta personal en todo el camino que atraviesa de aquí a Boca de Lobo. Todos sabemos que ahí se encuentra lo mejor de la región, y no nos tomará mas de una semana llegar allá. Sin contar que sus mercaderías se venderían como pan caliente. Son únicas y el labrado de sus joyas no tendrá precedentes. Yo por mi parte seré su protector, sólo debemos aprovisionarnos y prepararnos para partir.

Mis palabras estaban tan provistas de convicción que comencé a dudar del porque no era mercader en vez de lo que sea que yo fuere en ese momento.

—¿Y que te hace pensar que barajaríamos siquiera esa posibilidad? —Dijo el más viejo de ellos con convicción.

—Bueno, en primer lugar el movimiento de sus mercancías acá es muy lento, la gente de este pueblo no sabe apreciar el valor de lo que ustedes comercian, por lo que es muy difícil venderles algo. Por otro lado al llevar productos nunca antes vistos a Boca de Lobo asegurarían nuevos clientes dispuestos a tener prendas elaboradas con los colores más vivos de toda la región. Todo esto sin mencionar que podrían elevar sus precios de manera jugosa generando nada más que beneficios, mis juiciosos mercaderes.

Al principio se mostraron dubitativos, pero al cabo de unos tensos minutos, el más viejo rompió el sepulcral silencio.

—Soy Luccio, y este es mi sobrino Metre. Llevo más de veinticinco años trabajando estos materiales en el pueblo y a pesar de que jamás me ha faltado el alimento, nunca he podido sentir el lujo de vestir mis propias prendas como corresponde. Me he pasado la mitad de mi vida pisando este barrial de puerto, esperando que la oportunidad llegue en barco o en forma de carromato, y ahora veo que los dioses lo han enviado en forma de vagabundo. —Dijo Luccio bufando.

—Bueno, pues creo que el destino nos preparó para este momento. Antes de comenzar nuestros preparativos, me gustaría poder comer algo si no es problema.

Sabía que había ido muy rápido, pero el dolor que me propinaban mis tripas ya era tan grande que un poco de vergüenza no me hacía mal, después de todo con tanta mugre en mi cara no se vería el rubor de mis mejillas.

—Pues da la coincidencia de que el dueño de la taberna me debe un par de favores y no quisiera irme de este cuchitril sin haberlos cobrado.

Como si de una victoria se tratara, no pude evitar levantar las comisuras de mis labios de manera tan evidente que sentí como el rubor se prolongaba en mis mejillas.

El más joven del nuevo grupo no hablaba mucho, al parecer sólo atendía los pedidos de su tío sin rechistar. Era claro que estaba en formación o bien su tío lo trataba como un pupilo a falta de sus padres.

Cuando llegamos a la entrada de la taberna, los olores me apuñalaron como un asesino a su víctima.

Cebolla, ajo, pimientos, carne de cerdo, res y un olor a cerveza que antes hubiera encontrado repugnante, ahora se me antojaban los mejores de mi vida. Sentía como mis tripas se desataron ante el espectáculo de aromas, podía sentir todos los olores que inundaban aquel espacio.

Me pareció extraño comenzar a sentir también olores tan difíciles de descifrar como el aroma de la madera que componía la barra donde el posadero dejaba marcadas las argollas de los fondos de los vasos, o el olor de la paja de las camas del segundo nivel, donde probablemente habrían dos cuerpos en una lucha de placeres. Lo extraño fue que nada de esto estaba a la vista.

De alguna forma podía oler el sudor de los comensales, a pesar de estar a varios metros de mi ubicación.

Bajo la mampara; a la entrada de la posada, pude observar un grupo poco numeroso. Uno de ellos tenía un fuerte olor a sangre en su boca. El que estaba frente a el emanaba un nauseabundo olor a cuerpo debido probablemente a una falta de higiene extrema; aunque parecía que a su grupo no le molestaba, o bien su incipiente estado de ebriedad hacía pasar ese hecho desapercibido.

El tercero de su grupo jadeaba como si el ejercicio de beber le quitara el aliento, el vaho de su boca evidenciaba un cambio en la temperatura de su cuerpo, por lo que deduje que probablemente habían estado al interior de la taberna.

Los tres personajes se encontraban apoyados en los balaustres de la entrada de la taberna y productos de la ingesta de alcohol uno de ellos inició una riña sin sentido, el segundo le propinó un golpe que lo desorientó, mientras luego de caer al suelo el mismo compañero que había dado el primer golpe ayudaba a su colega a ponerse en pie. En Instantes su boca sangraba abundantemente y con un diente menos. El tercero solo se limitaba a mirar el espectáculo con una sonrisa perdida y con evidente sorna.

Una vez dentro, el ambiente era de jolgorio. Una barahúnda sorda inundaba una de las esquinas del concurrido complejo.

Precisamente en una de esas esquinas llamaba mi atención una mujer, bardo, cuyos versos resultaban muy familiares, casi inherentes a mis recuerdos. Recuerdo algunos de ellos sin dificultad.

Pelea valientemente, pelea con mucho brío,

pues sólo sentirás alivio cuando cruzas el río.

Tu cabeza es tu arma, tu boca será la munición

espera y luego ataca, estratega de la razón.

Pues el tiempo no perdona y la vida se te escapa,

y no tendrás extremidad alguna, que te sirva de capa.

Nos acercamos a la barra de la taberna, completamente mojada a causa del derramamiento continuo de las cervezas que salían en dirección a las sedientas mesas.

El tabernero sólo dedicó una mirada a nuestro grupo, y de inmediato Luccio apuntó una mesa a mi y a Metre para que tomáramos asiento. Me resultó llamativo que en su dedo indice llevara un anillo de hierro, casi negro por el uso. En su parte central pude observar una capa y algo que no alcancé a vislumbrar por lo breve del movimiento .

El tiempo pasaba a una velocidad digna de alguien que espera eternamente la llegada de un doctor cuando se está herido en batalla y yo ya podía saborear los diferentes jugos de la carne en mi boca, mis dientes triturando los hilos de carne, mi garganta refrescada por la burbujeante cerveza.

Al cabo de un rato Luccio llegó a nuestro lado y nos informó que en unos minutos nos servirían la comida.

Aproveché ese tiempo para dominar mi entorno , conociendo cada aspecto del establecimiento. La mesera sólo tardó unos minutos cargando con un jarrón que para mi sorpresa solo tenía agua y tres vasos de cuero. Se retiró a la mesa y para empeorar la situación llego con tres platos de avena hervida en agua salada.

—Para ser el mercader con las mejores joyas de Loma Colorada tienes gustos bastante extraños Luccio. -Dije en un tono sarcástico.

—¿Esperabas un plato de venado cuando apenas te conozco? pasaremos la noche en nuestro hogar, te daré techo, y mañana partiremos, pero no botaremos recursos en una cena lujosa cuando no hemos empezado aún nuestro viaje.

Lo miré con mi mejor cara, evitando que notara mi molestia; al fin y al cabo hace unas horas yo era sólo un mendigo más y ahora mi situación era al menos favorable.

Al parecer, y a pesar de haber intentado cambiar mi semblante, el viejo Luccio notó la diferencia en mi rostro

—Créeme, cuando estemos a mitad de camino con menos provisiones que un náufrago, este plato se te hará una delicia.

Su afirmación no estaba tan lejos de la realidad, y a decir verdad este plato era lo más cercano a una delicia considerando que ya ni recordaba cuando había sido la última vez que había comido en un plato. En Canteras habitualmente; y dado que no me soltaban de las poleas, los carceleros menos humanos me tiraban la comida a la cara, jugando a alguna especie de tiro al blanco. Por su parte Tanner dejaba la comida en el suelo, disfrutando de mi rostro deformado por las ganas de comer algo que no podría alcanzar.

—Creeme tu Luccio, se lo que es añorar un plato de comida, créeme que si.

La cena fue breve y en menos de media hora ya nos dirigíamos a la salida de la taberna. Yo fui el último en atravesar el umbral y me exalté al no percibir el tirón que me propinaron desde atrás de mi posición, jalando de mi brazo para introducirme en un costado de la puerta. La conversación fue breve y me dejó lleno de dudas.

—No tengo tiempo; te conozco y comprendo que no me recuerdes. Toma esto y gracias por lo que hiciste por mi.

Sin permitirme la palabra la trovadora abrió mi mano e introdujo un brazalete de oro con incrustaciones de algún mineral negro. Luego se alejó en completo silencio y sin darme tiempo siquiera de hacer preguntas.

Salí apresuradamente del umbral divisando un aleteo de manos pertenecientes a Luccio, quien se aprestaba a reprocharme por mi demora. Caminamos unos trescientos metros y llegamos a lo que parecía ser su hogar. No era muy grande, pero podía notar que vivían bien junto a Metre.

Yo seguía sin dar crédito a lo que había pasado unos minutos atrás. No lograba entender nada y ahora tenía muchas más dudas junto a una sensación de inquietud que no me abandonaría por lo pronto.

—Límpiate esas botas y pasa, no dejes mugre en el piso. —Me indicó Metre enfadado sin ninguna razón aparente.

Me parecía una petición bastante extraña considerando que el pueblo en completo era un barrial. No había calles sin hoyos con agua, porque para considerarlas posas, no debían ser muy profundas, y en ocasiones metía los pies hasta la mitad de la tibia.

Hice caso y restregué la mugre de mis botas contra la crin de caballo del suelo y me apresté a ingresar en la morada.

Tan sólo entrar pude sentirme recogido por la calidez. Era bastante acogedora, el fuego resplandecía y las llamas bailaban en las paredes de la casa, compuestas principalmente de ladrillos rojos de arcilla.

Luccio me indicó que tomara asiento junto a la mesa y le pidió a Metre que trajera la jarra del mejor vino mientras el calentaba al fuego la pata de cerdo del almuerzo.

—¿Tenias cerdo ahumado y me diste de comer avena en agua?

—Joven, no me haz dicho tu nombre, no invitaría a comer a alguien a mi casa que ni siquiera se ha dignado a darme algo con que nombrarlo, sin considerar que tenías tanta hambre que me habrías apuñalado por un trozo de este sabroso jamón.

Desde que huí de Canteras no me había puesto a pensar en lo importante de poseer un nombre. Guardias, gentes, posaderos; todos necesitarían de un nombre para un registro, una inspección o simplemente porque era la norma.Ni siquiera recordaba tener alguno, por lo que la urgencia de la situación me hizo decir la primera estupidez que se me vino a la mente. Recordé fragmentos de conversaciones en la taberna, diálogos de transeúntes y juegos de niños horas antes.

—Me llamo Docer, serví en el ejercito de Boca de Lobo y fui capitán de la guardia imperial. Llevo las últimas dos semanas tratando de reencontrar mi rumbo de vuelta a la capital, pero las condiciones me han sido adversas.

Luccio me dedico una mirada de inspección, como esperando algo. No supe que decir.

—Metre, sirve dos copas de vino y vete a preparar los enceres. Partimos mañana sin demora. No dejes nada al azar, revisa provisiones para tres semanas, empaca las telas y joyas y ensilla los caballos. Montaremos en los dos carmesí y dejaremos el gris a nuestro amigo Docer. Venderemos el semental negro mañana a primera hora y saldremos al romper el alba. —Luccio dio dos palmadas como si le estuviera hablando a un crío de cuatro años y como si las órdenes fueran dadas por un instructor. Metre movió la cabeza afirmativamente , sirvió el vino y salió de inmediato con sus tareas en mente.

Al cabo de unos instantes Luccio me dedico una mirada fulminante y me encaró como nadie lo había hecho hasta ahora, inclinándose peligrosamente hacia mí.

—No digas nada hasta que termine, escúchame muy bien. No me tomes por idiota, las líneas de mi rostro solo reflejan una parte de mi experiencia, y créeme, tengo bastante. Por este pueblo ha pasado de todo, y si hay alguien a quien conozco es al capitán de la guardia imperial, sobre todo porque viene una vez al mes, nos roba lo mejor que tenemos, seca la taberna, se lleva nuestros mejores caballos y si tiene deseos viola a nuestras mujeres y a las más jóvenes también.

—He visto las magulladuras de tus muñecas, y si crees que soy tan imbécil para creerme el cuento que inventaste, entonces te pediré que abandones mi casa en estos momentos. —El viejo se enderezó, pasó la copa desde su mano izquierda a la derecha, y posó su cara tan cerca de la mía que el hálito de su boca lo sentía como propio.

—Olvidé comentar que la pata de jamón ya se encuentra caliente señor, y se me acaba de abrir el apetito, CER-DO.

Me apresté para dar las correspondientes explicaciones, y me sentí aliviado de la poca severidad que impregnó Luccio a sus palabras. A decir verdad esperaba que me sacaran a patadas de la cálida estancia, pero en lugar de eso me dio el beneficio de la duda.

—Está bien, seré sincero. No soy soldado, no tengo formación militar, he pasado huyendo las ultimas dos semanas de mis captores cuya identidad no conozco, no he considerado seguro pedir ayuda hasta que he llegado aquí y no recuerdo nada de lo sucedido antes de escapar. He intentado una y otra vez rearmar los sucesos de mi vida, pero no logro recordar nada salvo las acciones más cotidianas, y algunos de los recuerdos más antiguos, previos a mi encierro.

—Al parecer estaba sentenciado a morir luego de ser extorsionado para contar muchas cosas que no están en mi cerebro. Desconozco el motivo de mi captura, pero desde hace unos días mis sentidos son más... Agudos. No se como explicarlo pero puedo sentir los olores de una manera mucho más intensa, mi vista no sufre cambios de luz tan severos en la noche. Puedo oír los pasos incluso de quien intenta pasar desapercibido, y el día e ayer me enteré de que... —Noté como la expresión de Luccio se fue serenando de a poco.

—Lo se chico, no es seguro que lo digas, ni para ti ni para nosotros. De alguna forma nos sentíamos protegidos con Sallen. ¿Tienes aún las dagas que le quitaste?

Le enseñé los afilados objetos. Los había guardado en las cañas de las inmensas botas que vestía, y me habían provocado unos pequeños cortes en los tobillos, unos cardenales que comparado con los últimos infortunios que había pasado, sólo eran rasguños en el cuerpo de un gigante.

—Mmmm ¿Cómo lo hiciste? hasta donde todo el pueblo se imagina, Sallen estaba protegido por una divinidad suprema, una estrella que no permitía que nada le sucediese. Era el terror para algunos; un héroe para otros.

—Como te dije, hay cosas que solamente suceden. Me defendí de sus ataques hace dos días cuando me encontré reptando para acercarme a un grupo de tres personas. Buscaban algo en un cadáver, imagino que asumieron que yo era lo que buscaban y simplemente me atacaron. No se como me defendí de sus potentes y rápidos cortes, pero aquí estoy.

Luccio entrelazó sus manos pensativo, y pude ver que sus dedos guardaban historias de trabajo. Quemadas por el sol, desgastadas por los metales y resecas por el calor de un oficio que requiere la atención de sus articulaciones como si cada una tuviera cerebro propio, sus huesos se notaban cansados. Tiritaban débilmente, pero yo pude notar todo eso y quizás algo más.

—El viejo Ivan había perdido a su hijo mayor hace poco más de una semana, le pidió ayuda a Sallen para dar con el asesino y por lo visto ninguno llegó a saberlo.

Me preparaba para interrumpirlo y contarle más detalles de lo sucedido, cuando sentimos un fuerte golpe a un costado de la habitación, precisamente en una de sus paredes.

Rápidamente salimos al umbral de la puerta y nos encontramos con un grupo de cuatro sujetos que tenían tirado en el suelo a Metre, evidentemente atontado y sangrando a causa de los golpes.

No se porque motivo me armé de valor y salí el primero, gritando a viva voz que se detuvieran profiriendo una amenaza dedicada a los matones.

—Dejen al chico o buscaremos otra manera de resolver esto, una que a ninguno nos gustará y que derramará sangre de ambos lados. Eso es seguro.

Sabía que las palabras no serían suficientes, pero simplemente buscaba tiempo para analizar el contexto y tornarlo a mi favor, o lo que pudiera sacar de él. De alguna manera asumía que no podríamos solucionar esto pacíficamente y mi cuerpo ya tensaba sus músculos para prepararse a un combate.

—¡Calla vagabundo! o serás parte del festin de golpes.

Las risotadas de sus tres acompañantes sonaron sordas en la tranquilidad de la noche, y las estrellas sintieron el pesar de que algo pasaría, rutilando de una manera inquietante.

—Sólo quiero saber que sucede y poder ayudarlos en lo que sea que buscan amigos míos, pero nada de esto terminará bien si partimos con golpes y amenazas. —Indiqué con tono estoico.

—Buscamos respuestas mal nacido, y si el botín lo permite, un poco de dinero.

Mi inspección me entregó información bastante útil. Cuatro sujetos sin armaduras. Tres de ellos obedecían las ordenes del que parecía ser el líder sin rechistar. El que estaba al mando no era el más alto, pero si el más fornido. Poseía unos brazos que estaban al descubierto, cuya musculatura dejaba en evidencia el trabajo diario al que los sometía. En su cinto cargaba una hoja de alrededor de sesenta centímetros bastante afilada y sin vaina. Los rasgos de su cara y la cantidad enorme de cicatrices me bastaba para saber que su vida giraba en torno a las trifulcas, y si seguía vivo, es que era muy bueno en ellas.

Dos de sus tres acompañantes ya tenían desenfundadas las porras con cabeza metálica, no las alzaban pero no les costaría mucho hacerlo. El último de ellos llevaba por arma una tira piedras bastante elaborada, no era de madera, era de metal y centellaba bajo la luz de la luna.

A los pies de nuestra nueva amenaza se encontraba el abrevadero, a un costado del líder había un saco abierto con arena de playa, seguramente utilizada para rellenar las posas que dejaba la lluvia en la fachada de la casa.

A mi costado derecho colgaba mediante un abrazadera de bronce la antorcha que iluminaba la penumbrosa entrada.

Como si mi cuerpo volviera en si previendo el peligro, esquivé un corte proveniente del musculoso líder, simplemente inclinando mi torso y cabeza hacia la derecha, momento que aproveché para hacerme con la antorcha aún encendida.

El movimiento se sintió casi mecánico, pero todo se movía de una manera tan calculada que mi asombro no tenía espacio entre tanta lógica.

Al momento en que mi cuerpo tomo su posición natural, di un fuerte gancho con la que ahora era mi arma, pero mi contendiente era bastante más ágil de lo que mi prejuicio recreó y no tuvo problemas en esquivar el potente golpe ascendente.

Sus dos compañeros de armas levantaron sus porras , una en dirección al craneo de Metre y la otra buscando a Luccio, y nuevamente mi asombro tomó parte de mí al agarrar rápidamente un montón de tierra para luego arrojarlo directamente a los ojos del cuasi verdugo de Metre.

Como esperaba, la tierra entró directamente a sus ojos, lo que le dio tiempo a Metre de levantarse mascullando las peores palabras y subir con una rapidez asombrosa a uno de los caballos. Golpeó sus costillas y con la silla algo suelta emprendió un frenético galope rumbo hacia donde yo desconocía.

Volví la vista y lo único que sentí fue un intenso dolor en uno de mis hombros, precisamente en la clavícula izquierda, seguido de un lapsus de inmovilidad a causa del golpe. El dolor era sordo, una mezcla de músculo y hueso. Levanté la mirada y vi que el chico de la honda ya buscaba su próximo proyectil, en ese momento descubrí el origen de mi sufrimiento, al tiempo que el líder del grupo nuevamente impulsaba su afilada hoja en dirección a mi cuello.

Todo era frenético pero no había caos en mis movimientos.

Me tomó por completa sorpresa la intervención de Luccio, sobre todo porque mientras todo acontecía no había notado su ausencia, cuyo propósito había sido ir en busca de su ballesta de caza.

Sentí el silbido del proyectil que voló milimétricamente cerca de mi mejilla derecha y posteriormente el crac del sonido cuando se incrustaba en la garganta de mi ahora inerte atacante. Se llevó las manos inconscientemente a su garganta, pero nada podría hacer con el borboteo de su sangre caliente, y menos aún con el virote que atravesaba su cervical.

Aproveché el desconcierto de uno de los porreros, y del chico de la honda, más la distracción de quien se limpiaba la tierra, y me acerqué lo suficiente para asestar un enorme y potente golpe con la antorcha al chico de los proyectiles. Inmediatamente cayó al suelo desplomándose como un pesado bulto mientras su arma se deslizaba de sus manos. Tomé la honda lo más rápido que pude junto al proyectil que había rodado unos centímetros y proyecté un disparo a la cuenca del porrero que ya se me echaba encima.

No se como describir el espanto que me provocó la explosión de su globo ocular, pero lo cierto es que mi puntería no falló a pesar de mis temblores, acertando donde lo había indicado mentalmente.

Lo que hace momentos era uno de sus negros ojos ahora se había transformado en una masa amorfa y chorreante de sangre, en cuyo centro se alojaba un huesillo de piedra humedecida por el rojo líquido.

Sin saber como, el grupo de atacantes se había reducido significativamente y habíamos mermado sus intenciones de agredirnos. Lo cierto es que el matón que quedaba no tenia muchas opciones contra una honda y una ballesta de mano.

Sentí una pequeña descarga eléctrica en el occipucio, luego la piel se me erizó y dio paso a un frío incipiente, pero breve.

No se como, pero percibía el latir de un corazón aterrado con pulsaciones aceleradísimas y con un martilleo que sólo yo podía oír. Sentía su terror, su inminente muerte.

Dejó su porra en el suelo y se aprestaba a correr como si su vida dependiera de aquello, pero Luccio tomó su ballesta, la cargó lentamente con un virote y calculó la altura a la que debía disparar el proyectil. La calma de aquel momento me inyectó de una sensación extraña, ¿seguridad tal vez? Era inusitado ver como el avejentado hombre mantenía una postura estoica al momento de liquidar a otro ser humano, se me antojaba casi natural.

El afilado objeto se enterró con tal violencia en el occipucio del ahuyentado atacante que su cuerpo se inclinó de una forma brutal mientras sus rodillas ya tocaban el suelo. Aún puedo recordar el sonido que emitió su nariz al fracturarse contra la grava y como se mezclaba con el olor de la cerveza que brotaba de su boca. No me tomé la molestia de dar vuelta el cuerpo para corroborar su muerte, pues sabía que un disparo en aquella zona blanda era letal, eso sin contar con el revuelo que causaríamos si no nos largábamos lo antes posible del sitio.

Luccio me dirigió una mirada cargada de rabia. Se veía cansado a pesar de que sólo tomó parte en el lanzamiento de sus disparos.

—Ya tendremos tiempo de charlar sobre todo lo que nos acontece hoy, ahora lo importante es largarnos de aquí lo antes posible.

—En eso estamos de acuerdo. —Afirmé jadeando, y limitándome a agitar mis manos para calmar la polvareda que habíamos levantado sin éxito.

Metre no había alcanzado a preparar mucho, por lo que debimos tomar lo esencial y cargar las alforjas de los caballos principalmente con granos y cereales, unos trozos de pan algo duros y carne del cazo que planeaban hornear en la noche, esta última cruda.

La tarea no nos tomó más de quince minutos, y a pesar de mis deseos, Luccio no accedió a llevar una yegua de reemplazo, asegurando que un animal no iba a significar diferencia para dos jinetes, y que si escapaba era para seguir con vida y no para darme la oportunidad de seguir la mía.

Subimos a los caballos ya ensillados y nuevamente me dispuse a huir sin saber el porqué sucedía todo, pero algo me decía que en Luccio podría encontrar más respuestas de las que el mismo aparentaba saber.

Partimos cuando aún la luna estaba en su punto más álgido, cuando los grillos tornan sus cantos en armoniosas melodías de medianoche, cuando el lobo encuentra la tranquilidad del descanso, y cuando la manada parte su migración.

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