Prefacio
Ella corría, tenía miedo; gritaba, pero la inmensa noche se tragaba su voz.
Pronto le dio alcance, sintió el frío del pavimento al golpear su rostro, ese dolor era lo de menos, lo supo cuando lo sintió encima suyo, cuando comenzó a restregarse contra su trasero. Ella gritó y se removió, dijo no miles de veces, pero a él no le importó.
Ella sólo tenía quince años, era una niña aún; quince años que serían marcados, pero algo fuera de su entendimiento la salvó.
Ella sólo deseaba estar en su cama, protegida por aquel viejo edredón que una vez fue de su abuela; rodeada de la insufrible de su hermana y quizás, de los protectores brazos de su madre. Todo aquello lo pensó con los ojos cerrados, con tanta fuerza que sin saber cómo, dejó de sentir a aquel despreciable ser encima suyo, ya no sentía la dureza del pavimento, ahora se sentía suave.
Abrió un ojo y la sorpresa le hizo abrir el otro, con cierto miedo y alivió notó que era su habitación, ¿cómo era posible? Negó, qué más daba, debería agradecer que estaba a salvo y no era una más, o en todo caso, una menos.
De un salto se puso de pie y corrió hacia la cocina, ahí encontró a su madre. Todo pareció salir cuando la vio, densas lágrimas abandonaron sus ojos al sentir el calor de su madre, la cual la abrazo confundida, no entendía porque tan de repente, pero no preguntó, si su pequeña quería decirle, lo haría.
Aquella noche ella no durmió intentando analizar todo sin saber que, a la mañana siguiente, encontraría las respuestas.
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