P

Llegas corriendo a casa, las lágrimas han dejado un charco mojado en el cuello de tu camisa, tus mejillas brillan bajo la luz del sol y tu cuerpo se tambalea por los hipidos que sueltas al llorar. Tienes la vista nublosa y los ojos rojos. Un bonito color para transformarse en un indicio tan horrible, el de alguien llorando, el de alguien que teme ver su mundo destrozado.

Por más que intentas encestar la llave, no atinas en la cerradura. Le das a la puerta y al metal una y otra vez. Te detienes apoyando la frente en la vieja madera. Tus sollozos se escuchan al otro lado de la puerta, emitiendo un sonido lúgubre de alma pidiendo ayuda. El sonido del niño que pide que todo sea un sueño cuando descubre que el mundo no es tan bonito como él creía. Que las desgracias ocurren de verdad.

No sabes si los padres de Melca os separarán para siempre. No sabes si el aborto de Leia saldrá mal, dándole complicaciones. Pero el mero hecho de pensarlo te atormenta. Son las dos personas a las que más aprecias en tu vida, y las has visto desarmarse a las dos. Ambas han ido para buscarte como pilar en el que apoyarse, como bastón... Pero no eres tan fuerte. Sientes tu corazón desangrado, muerto de miedo. Los temblores de tu cuerpo al llorar hacen que la puerta choque con las visagras. No eres capaz de meter la llave. No eres capaz de meter la llave.

–¿Valeria? –pregunta tu madre, asustada, al otro lado de la puerta.

Separas la frente de la madera vieja. La madera vieja que te ha visto crecer. La madera vieja que ha visto crecer a Leia y a Melca. Leia solía esperarte apoyada en esa puerta, con una gorra de béisbol y su chándal deshilachado, para que fueras a jugar a la pelota con ella. Tenía siete años. Leia te esperó apoyada en esa misma puerta, cuando no te percataste de su presencia hasta estar a su lado por su ropa negra, con una linterna, para ir a ver las estrellas. Tenía doce años. Melca te esperó frente a esa puerta, con su camisa de cuadros y sus ganas de juerga, para escaparse del día de limpieza en su casa. Tenía trece años. Ambas te esperaron allí, con una sonrisa y globos que tiraron a tu cara, el día de tu decimoquinto cumpleaños. Allí estuvo Melca llorando cuando se murío su hámster a sus dieciséis años. Y allí Leia cada vez que sus parejas la dejaban y te esperaba pegando puñetazos a la pared, tras lo que tu madre le vendaba las manos. Por un momento, no quieres alejarte de esa puerta. Quieres quedarte ahí, en esos instantes. Cuando vuestros únicos problemas eran convencer a tu madre para ir a jugar a la pelota o a ver las estrellas, o escapar del día de la limpieza.

Tu madre te atrae hacia ella y cierra la puerta.

–¿Qué te pasa, Valeria?

Te mira preocupada, secándote las lágrimas con sus manos. Tú no dejas de llorar, ni tu cuerpo de tambalearse. Estás asustada. Muy asustada. Sabes que todavía no ha pasado nada grave pero... ¿Y si pasara? El simple "y si" te aterra.

Tu padre te arropa entre sus brazos. Escondes la cara en su pecho.

Por un momento, recuerdas cuando tu padre te abrazaba para que dejaras de llorar y el dolor en tus raspadas rodillas se apagaba. Pero esta vez no es así. Esto no va a acabar por taparlo con una tirita. Tienes que buscar una solución... Y no sabes encontrarla. ¿Cómo ayudas a Melca si nisiquiera puedes hablar con sus padres? ¿Cómo ayudas a Leia si no puedes entrar en cuestiones biológicas ni ir hacia atrás, al pasado, para haber encontrado el preservativo al día siguiente y que se hubiera tomado la píldora?

–Tranquila, princesa... Tranquila... Cuéntame, ¿qué te ha pasado?

Abres la boca para hablar, pero un hipido se traga tus palabras. Abrazas a tu padre con fuerza y lloras más, si cabía. Tus ojos compiten con las cataratas del Niagara. A este paso, te vas a deshidratar.

–Shhh... Tranquilízate y luego nos lo cuentas, ¿vale?

Asientes con la cabeza. Ya ni si quiera recuerdas como se hacía eso. ¿Cómo cortabas el llanto cuando creías que se iba a acabar el mundo porque en tu clase dijeran que lo habían predicho los mayas? Te agarras a la camisa de tu padre y recuerdas que él está ahí. Te dices que él lo solucionará todo, aunque sepas que esta vez no vaya a ser así. Intentas recordar cómo se sentía cuando todo se solucionaba con contárselo a tus padres. Respiras hondo e intentas quitarlo todo de tu mente. Inspira, expira, inspira, expira. Tu padre está allí. Te está abrazando. En este mismo momento, en este mismo lugar, todo está bien. Está bien, tranquila. Respira. No llores más.

Cuando consigues que las lágrimas cesen, giras la cabeza para poder mirar a tus padres, sin separarte de él.

–Los padres de Melca... Paloma ha ido a contarle lo nuestro. Melca está asustada y... y... y... –El hipo vuelve a hacer que tu mandíbula se mueva sola– yo ta...am...bién.

–Vaya...

Tu padre pasa una mano por tu cabello y te besa en la frente, tranquilizador. Quizá sea el aura relajada de tu padre lo que más te tranquiliza. Transmite serenidad cuando debe hacerlo. Es un buen maestro.

–No te preocupes, Valeria... Todavía no sabes qué le dirán.

–Lo sé, pero...

–Es normal que te esperes lo peor. Pero podréis solucionarlo. Melca es mayor de edad. Ya no es como cuando érais pequeñas y nosotros podíamos decidirlo todo... Si quiere estar contigo, lo estará.

Asientes levemente y te quedas callada, apoyada en él. Te da miedo que Melca no sea lo suficientemente fuerte. Pero tu padre tiene razón. Si te quiere, si quiere estar contigo sobre todas las cosas... Lo estará. Sus padres no pueden obligarla a no hacerlo. Y si se quiere a sí misma lo más mínimo... No se quedaría con alguien que le esté controlando la vida, que le incite a no ser ella misma.

–¿Hay algo más? –pregunta tu padre.

Tu madre se acerca a ti para acariciarte. Ella está nerviosa, muy nerviosa. Le ha asustado verte así.

–Sí...

–¿El qué? –pregunta ella.

–Leia...

Ambos se miran y tragan saliva. Leia es como una segunda hija para ellos. La hija de sus mejores amigos, la mejor amiga de su hija.

–¿Qué... le ha pasado? –pregunta tu padre.

Su voz te indica que teme saber la respuesta, aunque intente ocultarlo.

–No os lo puedo decir... Se lo prometí...

–Oh, venga, Valeri... Ya no sois crías –te dice tu madre.

–No... puedo... Pero no os preocupéis. No es nada importante. Sólo está asustada...

–¿Nada importante? Que Leia esté asustada asusta bastante –rebate tu padre mirándote con una ceja alzada.

Sonríes de medio lado. La conoce bien. Casi podría decirse que la ha criado. Aún recuerdas cuando jugábais al "paso, trote, galope caballito" con él, cada una en una de sus piernas.

–Cierto... Es que... Teme que Nico la deje.

En realidad, no estás mintiendo. Sabes que Leia teme que, si Nico lo descubre, si descubre que no ha ido a contárselo a él antes que a nadie, puede que la deje. Y ya no sólo si lo descubre: simplemente por su manera de ser, teme que la deje. Por ser tan fría, por no darle lo que necesita. Lo has visto cuando ha hablado antes de sí misma. "¿Te imaginas tener una madre como yo? Sería horrible". Horrible.

–¿Por qué?

–Porque... Bueno... Su personalidad.

–Mmm... Entiendo.

–Es... complicado –asiente tu madre haciendo una mueca.

Todos conocéis bien a Leia.

Todos sabéis que no es la mejor pareja del mundo. Ni si quiera una mediocre.

¿No?

–Dile... a Leia... –dice tu padre– Que lo bueno de las personas frías es que se sabe que todo lo que demuestran es de verdad. Y que se merece a una persona que entienda eso. No a una que la quiera hacer cambiar.

Asientes lentamente. Tu padre es un hombre sabio. Es un gran hombre. Y te gustaría poder contarle su problema real; pero le has prometido que no se lo dirías a sus padres, y sabes que si tus padres lo saben... Irán en seguida a contárselo a Jaime y a Mónica. No puedes hacerlo. Leia ya es mayor para decidir quién se entera y quién no de lo que pasa en su vida.

Son sus padres, pero como bien han dicho los tuyos, ya no controlan su vida.

Ya no.

–¿Sabéis? Creo que... Creo que me vendría bien hacer algo para distraerme hasta que sepa algo nuevo.

Ellos asienten.

–¿Leia y Melca no querrán estar contigo?

–Melca está en casa de Sam y Ali. O puede que ya esté yendo rumbo a casa de sus padres. Creo que si voy a casa de Sam sólo conseguiré ponerme a llorar y derrumbarla más y... Si está con sus padres, ella me ha pedido que no me acerque.

–¿Y Leia?

–Me fui en cuanto estuve a punto de llorar. Ya está bastante mal como para tener que soportarme. En fin... Ya sabéis: no le gusta ver llorar.

–Cuando eras pequeña y llorabas como una sirena de ambulancia se acercaba a nosotros con las orejas tapadas y nos pedía que calláramos "a esa cosa".

–Exacto –respondes aguantándote la risa.

Leia siempre ha sido tan... sensible y carismática. Esa cosa. Esa cosa que hace nada estaba jugando conmigo, ahora llora porque es tonta, así que cállenla. Hace mucho ruido, y no me gusta.

Le agobiaba verte llorar. Le agobia porque no sabe qué hacer para que dejes de hacerlo, porque llorar es perder el control, y perder el control le aterra. Además, le resulta gravemente molesto. Por eso te has ido. No ibas a ayudarla quedándote allí si llorabas.

Subes a tu cuarto y miras a tu al rededor. Está hecho una pequeña chapuza. Pones música y te pones a limpiar y ordenar, empezando por la mesa. Tu padre te contó que, cuando estaba a punto de darte a luz, tu madre se puso a limpiarlo todo para desestresarse. Tu madre siempre se ha puesto a ordenar para distraerse cuando está nerviosa, y tú aprendiste esa conducta de ella.

Odias limpiar, pero cuando te sientes agobiada, estresada, encarcelada, ordenar el caos de tu cuarto te da algo de serenidad.

En tu reproductor empieza a sonar Secret Love Song, ya que la escuchaste después del baile de Bellas Artes en YouTube. Recuerdas a Leia bailando con Azu, por una vez, se la veía feliz, despreocupada. Recuerdas cómo dijiste a Melca que te abrazara en la calle. Vuelves a llorar. 

La canción te recuerda también la sonrisa de Azuleima al acercarse a vosotros tras el baile. Azuleima. Seguramente esté de camino a su casa, pero eso no significa que no pueda hablar. Y es la única persona a la que Leia se lo contaría a parte de a ti.

Coges tu teléfono y pulsas su contacto a duras penas, pues las lágrimas vuelven a nublar tu vista.

–¿Sí?

–¿Puedes... hablar?

La voz te tiembla ligeramente, dejando intuir el llanto a través de ella.

–¿Qué te pasa, Valeria?

–Melca... Leia... No sé qué hacer.

–¿Qué les ha pasado?

–Una estúpida ha ido a decirle a los padres de Melca que estamos juntas... Y Leia está embarazada y tiene miedo...

Esuchas un ruido a través del teléfono.

–¿Qué ha sido eso?

–Mi maleta. Estaba a punto de irme. Te tengo que colgar, pero no te preocupes, vuelvo en un momento.

–Va...a...le.

Te sientas en tu cama y tapas tu cara con las manos, que pronto se convierten en un lago. Ese momento se hace muy largo. No deberías confiar en una mujer a la que, realmente, apenas conoces por mucho que hayáis quedado. Pero es a la única a la que Leia te permitiría contarlo... Además, no quieres robarle a Sam a Melca. Si llamas a Zahara, no sabrá qué decirte, sólo te pondrá más nerviosa. No puedes llamar a los amigos de Leia. Fabiola y Leonor tampoco sabrían qué decir. Luke es el hermano de Leia. Y tus padres... Joder, no puedes decírselo.

Tenía que quedarte como única opción una chica misteriosa a la que encontrásteis en un pub, que vive en la otra punta de España y a la que seguramente le importen poco vuestros problemas. Porque, por mucho que os llevéis bien, apenas os conocéis de unos meses y no sabes casi nada de ella.

Escuchas el ruido de una moto bajo tu ventana abierta, pero te da igual. Alguien llama a la puerta y tus padres la abren. Joder, teníais que tener visita... Pero no piensas bajar. Te da igual que sea de mala educación, hoy quieres estar sola. Escuchas pasos por la escalera. Tú sigues llorando sin parar. Entonces, alguien da unos toques en tu puerta abierta. Joder, que querías estar sola, ya tiene que venir tu madre a decir que saludes.

Levantas la cabeza y te quedas parada cuando la ves. No puede ser posible. Ella te sonríe levemente, cierra la puerta y extiende los brazos. Te levantas y la abrazas, para seguir llorando sobre su hombro, para lo que te tienes que agachar un poco. Ella pasa las manos por tu espalda.

–Tranquila, pequeña... Tranquila...

Hay algo en su presencia que también te tranquiliza, que te da seguridad. Quizá sea la seguridad en sí misma que transmite con cada paso, quizá su madurez, o la alegría que emite en cada momento.

–No... tenías por qué venir.

–Si me has llamado, era porque me necesitabas. No sé qué le pasará al resto de tus amigas para no ayudarte, pero... Sé que necesitabas un abrazo.

Sonríes levemente. Le das un beso en la mejilla como agradecimiento y sigues llorando sin alejarte de ella. Azu te deja llorar tranquila, pasando las manos por tu espalda. Algo te hace sentir que todo irá bien, y terminas tranquilizándote y sentándote en tu cama.

–La última vez que estuve aquí tenía que ayudarte a arreglar una caja de cartón... Siento que esta vez no se trate sólo de eso.

Azu separa la silla de tu escritorio para sentarse enfrente de ti. Tú intentas dedicarle una leve sonrisa.

–Yo también lo siento.

–¿Quieres hablar de ello o prefieres distraerte?

–La verdad... Es que no lo sé.

–¿Qué ha pasado? ¿Cómo está la loca galáctica? No me ha dicho nada...

–Lo sé... Sólo me lo ha contado a mí. Dijo que a ti te lo diría, pero que no quería molestarte... Creo que yo soy más egoísta.

–No te preocupes. Necesitas hablarlo con alguien, y eso está bien. Significa que te preocupan.

Tú asientes levemente.

–Siento hacerte perder tu viaje.

–No te preocupes. Ya encontraré otro amigo que vuelva a Andalucía para llevarme la maleta. Al menos se ha llevado mis cuadros, así que tengo algo menos que transportar.

Vuelves a asentir con la cabeza, mirando tus manos, con las que juegas.

Azu pone una mano en tu hombro. Eso te reconforta.

–¿Y... cómo está?

–Aterrada.

–¿Ha pensado a abortar?

Asientes con la cabeza.

–Para ella es como si fuera su única opción... Dice que no sería justo para una criatura traerla al mundo en estas condiciones.

–Bueno... Que no lo estuvieras buscando no significa que lo vayas a cuidar mal.

–Leia opina que ella sería una madre horrible. Y no quiere darlo en adopción con la posibilidad de que no encuentre a alguien que lo quiera y lo pase mal.

–Entiendo... Seguramente Leia piense que si se pareciera a ella estaría condenado a ser despreciado.

–No me extrañaría. Y si ella no se ve preparada para protegerlo... No lo va a tener.

–Prefiere sentirse culpable toda su vida a hacer que una persona sufra.

–Exacto. Aunque... No creo que se sienta culpable. Siendo Leia. Es muy racional.

–Es uno de los efectos secundarios.

–¿Cómo lo sabes?

–Bueno... Tuve una amiga... Se quedó embarazada con catorce años... Se informó sobre todos los efectos secundarios, aún así abortó... Le quedaron secuelas. Aunque lo cierto es que ya tenía muchas de antes.

–Leia tiene secuelas...

–Leia es psicóloga. Tiene que saber a lo que se está exponiendo.

Asientes levemente. Ahora tines aún más miedo. ¿Y si se rompe?

–¿Crees que... Crees que... Lo soportará?

Las lágrimas vuelven a caer por tus mejillas.

–Hey... Tranquila... –te habla con voz dulce. Se acerca a ti para secar tus mejillas con sus manos– Leia es fuerte. Y te tiene a ti. No va a ser una experiencia bonita... Pero lo pasará.

Asientes levemente.

–¿Y Melca?

–No sé qué le dirán sus padres. Pero me aterra. Quisieron alejarla de mí sólo porque supieron que a mí me gustan las mujeres... Ni si quiera sabían que nos seguíamos viendo. Me da mucho miedo.

–Melca va a necesitar todo tu apoyo.

–Lo sé.

–Pero si lucha, lo conseguirá. Quizá tenga que elegir entre uno de los dos pero... A nadie nos gusta quedarnos con quien nos quiere cambiar.

–Luchará... Yo sé que luchará. Lucharemos juntas. Se lo he prometido. Me lo ha prometido. Lo superaremos.

–Estoy segura de que sí.

La miras.

–¿Estarás aquí para verlo?

–Vía Skype, todo lo que tú quieras.

Sonríes levemente.

–Creo que te vendría bien distraerte... ¿Tienes algún juego?

–Todos los juegos de mesa están en casa de Leia porque siempre quedábamos allí... Yo creo que tenía una consola.

–Búscala.

Abres tu cajón. La encuentras tras remover un poco. La enciendes. Tiene un juego de carreras de coches.

–Oh, a eso juego yo con mi primo pequeño –comenta con esa voz que hace que todo parezca más interesante– Es muy divertido. ¿Quieres verlo?

–¿El qué? Me lo he pasado un montón de veces.

–Pero nunca conmigo. –Se sienta a tu lado en la cama de piernas cruzadas– Vente aquí –dice dándose palmaditas en las piernas.

–¿Qué? –preguntas riendo.

Esta mujer está loca. Completamente loca.

–Que lo haaagaas.

Te encoges de hombros y la obedeces. Azu tiene que mirar la pantalla asomando la cabeza por el lado de tu brazo. Te ríes. Es la situación más extraña del mundo. Y te resulta incómoda.

–Vale, empieza.

Comienzas la partida y controlas el coche a derecha a izquierda. Azuleima, cogiéndote de la cintura, imita los mismos movimientos que hace el coche, haciendo que te inclines a derecha e izquierda hasta casi tocar la cama. Tú te ríes a carcajadas. Realmente te ha hecho olvidar por unos segundos en lo que estabas pensando, por lo surrealista del momento. Cuando termina la partida porque te caes por un terraplen, Azu dice "game over" con voz de robot, quita las manos de tu cintura y los lleva a la cama con movimientos robóticos. Te ríes y te giras para mirarte.

–Tu primo debe adorarte.

–Lo hace. Como todo el mundo.

Te sonríe guiñándote un ojo. Te aguantas la risa.

–Qué creída.

–Oh... venga... Admite que me adoras.

–¿Y si no qué?

–¡Pues te torturo!

Azu te tira en la cama y empieza a hacerte cosquillas. Te ríes pataleando.

Nunca hubieras pensado que la mejor manera de enfrentarse a un problema serio de adultos irreparable era reír como niños.

Claro que, si no lo puedes solucionar, de nada sirve estar lamentándose... Y quizá con una mente más positiva pudieras enfrentarte mejor a él. La risa es buena para eso.

De modo que Azu, la mujer que no debería preocuparse de ti por no conocerte apenas, apareció como un soplo de vida alegre entre todas tus tormentas.

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