00.- Sun


Fue en el verano de mil novecientos noventa y dos cuando me topé con cierta peculiaridad. Yo no era un niño inteligente en aquel entonces, mucho menos era astuto o fuerte. Era un flacucho niño de nueve años que lo único que quería hacer era tocar música en vez de ir a clases donde me obligaban a aprender cosas que no quería saber.

Recuerdo que cuando tenía siete, mi padre se negaba a inscribirme en lecciones de piano hasta que mejorara mis notas en matemáticas. Así que lo que hice fue ir a la casa de mi vecina, y con mi mejor rostro de inocencia le pedí que me dejara, al menos, contemplar el viejo piano que estaba en su estancia y que más de una vez había visto cuando mi mamá le llevaba pasteles de regalo. La señora Green era una anciana muy sonriente y llena de palabras dulces, comenzó a esperarme con un plato de galletas recién hechas cada miércoles y jueves después de la escuela.

Fue así por casi dos años, y todo ese tiempo creo que aprendí más cosas de esa mujer que lo que pude haber tomado de la escuela. Me mostró sus libros polvorientos, sus otros instrumentos y algunos de los versos que escribía en sus momentos de soledad.

Y yo, yo seguía siendo malo en matemáticas.

Ahora que lo pienso, creo que la señora Green fue la primera persona mágica que conocí en mi vida. Se escondía en su casa entre sus objetos llenos de valor sentimental y pensamientos melancólicos queriendo escapar de la muerte. Pero a pesar de eso ella ya había tenido a su espectador incluso antes que yo, y se reunió con él una mañana del verano de mil novecientos noventa y dos. Solo no despertó. Y al parecer lo veía venir porque de todas sus pertenencias, le dejó el viejo piano que le pertenecía a su marido a "el dulce niño de ojos verdes que me visita todas las semanas y me recuerda mucho a él".

Recuerdo cuando fuimos a la iglesia donde sus hijos, que al parecer se habían acordad de ella, lloraban por la pérdida de una madre que habían perdido hace tiempo sin la necesidad de que a ella se le parara el corazón. Yo la quise, y aun la quiero, pero aun así no lloré en ese momento. A veces creo que ellos lloraban por la culpa más que por el no verla nunca más.

Mientras los escuchaba torturarse ante las palabras del reverendo, comencé a fingir que tocaba el piano desde mi asiento, con notas invisibles imaginando la melodía en mi mente. La última canción que la señora Green me enseñó y que perfeccioné un día antes de que muriera, esa fue mi despedida.

Cuando la misa terminó lo único que veía eran flores muertas en el suelo, personas fingiendo interés y lágrimas falsas. Recuerdo como eso me entristeció de una manera bastante extraña, porque pensé; es el fin, ya no vería a la señora Green, ya no me contaría sus historias de juventud que aunque no las entendiera del todo, me gustaba escuchar. Ya no me pellizcaría las mejillas, ni me regañaría por mis travesuras, ya no habría nada.

Vi a todos caminar mientras intentaba quitarme las lágrimas con las mangas de mi camisa buscando un lugar a donde huir. No encontraba a mi madre, mucho menos a mi padre por ahí. Me sentía más pequeño de lo que era y el sentimiento de pérdida me atacó.

Corrí y corrí queriendo ocultar mi llanto por la señora Green, pero era inútil. Abrí tantas puertas sin permiso y subí tantas escaleras sin descanso hasta que el ruido de mi llanto dentro de mi mente se calló cuando el viento golpeó mi rostro y me quedé en el marco de la puerta observándola; una campana más grande que mi nuevo piano.

Hipé varias veces acostumbrándome a la luz y al brillo que aquél artefacto emanaba. Parecía inmenso, poderoso y ruin. Jugué con mis manos sin dejar de verlo con el miedo estando muy en mi contra.

Era un lugar espacioso lleno de pilares y suciedad de animales. Me recordó a la historia que la señora Green me contó, esa sobre el jorobado que tocaba las campanas en Francia. Limpié aún más mis lágrimas y respiré hondo en cuanto el recuerdo de la mujer me acompañó haciéndome sonreír.

—¿Por qué lloras? — una delicada voz llegó con el aire de la tarde. Era débil y aterciopelada, incluso más que la mía.

El lugar era  sucio y viejo, pero no me importó cuando encontré la mirada de un niño que se escondía detrás de uno de los pilares. Fruncí el ceño extrañado, era más pequeño que yo y estaba bien vestido a pesar de que parecía perdido.

Me acerqué a él rodeando el pilar para poder verlo bien pero él se retractaba con cada uno de mis pasos hasta que el Sol golpeó su rostro donde pude ver sus ojos azules mirándome con algo de curiosidad. El viento llegó de nuevo haciendo bailar su cabello castaño al mismo tiempo que su delgada corbata y las decenas de palomas que estaban ahí arriba.

—¡Ay!—asustado, se abrazó más al concreto y yo reí.

—¿Tú que haces aquí?

—Abajo hay mucha tristeza — pronunció lentamente —, no me gusta la tristeza — se excusó.

—Tu mamá debe estar buscándote.

—Tu mamá también.

—¿Cómo te llamas? — me acerqué aún más. Él se alejó de nuevo pero al mirarme fijamente se detuvo.

—Louis — respondió arrastrando las palabras.

—Lewis — aclaré su balbuceo.

—No, Louis —me corrigió.

—Dijiste Lewis.

—No, no es cierto.

—¿Qué haces aquí? — repetí intentando ocultar mi carcajada.

—Estoy buscando a Júpiter.

—¿Júpiter? —pregunté, señaló hacia el cielo donde todas las palomas volaban. Le miré confundido y continuó.

—Creí que siendo un lugar alto podría verlo.

—¿Te gustan los planetas?

—Mi favorito es Júpiter.

—No puedes bajar, ¿no es así?

—Me da miedo que una paloma me ataque — aceptó.

— Ven— extendí mi mano. Louis la miró y después a mí. Lentamente levantó su brazo derecho aun sin soltarse del pilar y tocó mis dedos, su mano era pequeña y pálida, pero no la tomó.

—Eres alto, eres grande y tienes lunares ahí — señaló mi mejilla —. Eres como Júpiter.

—Me llamo Ezra—le dije.

—Eres Júpiter — siguió.

—¿Qué edad tienes? —me bajé un poco para quedar a su altura, miré sus ojos queriendo averiguar cual era su problema —. ¿No eres muy pequeño para andar solo por ahí?

—Puede ser, pero sé que tengo la misma edad que el universo — dijo muy seguro —. ¿Puedes cuidar que las palomas no me ataquen?

Me incorporé y no me quedó más remedio que asentir.

— Gracias —me dio una enorme sonrisa, y dicho eso se echó a correr escaleras abajo pero en menos de cinco segundos se asomó de nuevo por el marco de la enorme puerta de madera —. ¿Podrías no llorar nunca más? El infinito en tus ojos se apaga —  dijo con inocencia y pena, intentó sonreír de nuevo y lo vi marcharse.

Fue en una tarde del verano de mil novecientos noventa y dos.



(n/a): Como pueden ver, es algo cortísimo. Perdonen.









Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top