Día 10: Ojos
Si había algo que la joven Emilie disfrutaba más que nada, era perder el tiempo con la mirada en el cielo. Podía ver el claro azul reflejarse en casi cualquier objeto y quedarse embelesada por horas, en especial cuando eran mantos acuíferos. El cielo tenía una belleza especial cuando se veía reflejado en el agua.
Emilie no recordaba cuando había nacido aquel curioso pasatiempo pero supo con un estremecimiento en el momento en que terminó.
Sus compañeros de clase rara vez le dirigían la palabra, era por aquello que ella también había aprendido a ignorarlos. No reparaba mucho en las cosas que ocurrían a su alrededor, se concentraba en vivir en su propio mundo hasta que lo noto a él.
Aunque no le era un orgullo decir en voz alta que había notado la presencia de su compañero nuevo casi un año después que este había llegado a la escuela. La hacía sentir como la misma clase de persona egoísta que sus compañeros la acusaban; sin embargo, mejor tarde que nunca.
No tenía idea de cuando había empezado, pero cada vez era más frecuente cruzar miradas con aquel introvertido chico que se sentaba casi al final del salón.
Se preguntaba si él también la miraba a escondidas como ella lo hacía y eso hacia más frecuentes sus encuentros de miradas. Incluso estaba casi segura de que el joven sabía cuándo ella lo miraba, ya que siempre se veía muy tenso cuando está le sostenía la mirada por mucho tiempo pero de una cosa estaba segura, los ojos de Gabriel Agreste tenían cierto hechizo sobre ella.
De pronto se vio presa de aquel conjuro donde se veía atraída a estar a su lado, a buscar su compañía por más que aquel chico no parecía tener deseos de aquello. Pero Gabriel Agreste estaba, al igual que el inmenso cielo azul, lleno de secretos y sorpresas.
La primer sorpresa vivo acompañada de una invitación, la joven había pagado esa sorpresa tomando el primero de muchos besos. La segunda sorpresa llegó mucho tiempo después en forma de una flor de cristal en un anillo de oro, Emilie todavía estaba planeando la forma de compensar aquello cuando el destino le dió, y también a él, la tercer gran sorpresa por parte del rubio, en forma de un inocente dispositivo alargado con dos marcadas líneas azules.
Emilie pasó noches enteras tratando de recordar, en vano, haberse sentido tan feliz en su vida. Todo parecía un bello cuento de hadas.
Sentía el diminuto ser dentro de sí crecer a cada momento a pasos agigantados, justo como había crecido el amor de ambos jóvenes y aún con miedo al futuro, esperaba con ansias aquel día marcado en el calendario.
Dicen que los dolores de parto son tan insoportables que muchas mujeres tienen que ser sedadas para evitar que mueran por el agotamiento; sin embargo, para la joven Emilie no pareció nada parecido a aquello, incluso llegó a preguntarse si serían exageraciones de la televisión pero sintió el verdadero dolor, y temor, cuando vio a aquellas mujeres alejar a la pequeña criatura de sí.
— Solo van a limpiarlo — la tranquilizó una enfermera mientras la joven mujer lloraba y gritaba para que le regresarán a su hijo.
No dijo una palabra más desde que tuvo al pequeño en sus brazos. Su esposo llegó casi al instante en que ella fue colocada en su habitación pero ninguno dijo nada. Contemplaban al pequeño dormir como aquello que solo ellos podían ver, la prueba de su amor, el símbolo de la unión entre ambos. No había nada que decir, la simple existencia de esa pequeña criatura era todo conocimiento tangente del mundo que conocían, ese niño resumía todo el mundo, el universo y la vida.
— Tiene tu cabello — observó el hombre mientras acariciaba un pequeño mechón de delgado cabello rubio que se asomaba por debajo del pequeño gorro que le habían puesto las enfermeras.
La joven madre asintió sin decir una palabra, queriendo aprender cada detalle del pequeño antes de levantar la mirada para encontrarse con el azul apasionante e hipnotizante de los ojos de su esposo.
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