23

Fue un asalto brutal. Lo intentaron. En verdad lo intentaron. Los dos mil neuro-drones se les fueron encima como un enjambre de avispones furiosos. Dos arrastraron a Kraken tan rápido, que Steelworks ni siquiera había empezado a gritar cuando la pelirroja ya tenía a diez encima de ella, golpeándola tan fuerte que abrieron un hueco en el techo y luego en el quinto piso y en el cuarto... y así hasta llegar a la planta baja.

Pero antes de que Dolores pudiera empezar a preocuparse por ella, unos veinte relámpagos rojos se toparon con una barrera de energía púrpura. Spectral Glimmer había alcanzdo a cubrirla a ella y a Roger, quien lanzó a todos sus brotes en un desordenado asalto frontal que les dio un poco de tiempo, mientras Steelworks recogía algunas de las armas abandonadas por los hombres de Ngema y comenzaba a vincularse con ellas.

Alba ya no formó al gigante aquel con su exo-esqueleto, en cambio, formó una especie de domo del cual surgían múltiples extremidades como tentáculos que podían formar tanto un mazo como una especie de cuchilla, para eliminar a cuanto neuro-dron se atreviera a acercársele. Woodbot, por su parte, llamó a los pocos brotes que sobrevivieron al asaltó y comenzó a enviarlos en equipos pequeños contra un robot a la vez.

Desesperada, Steelworks mandaba a sus mini-drones restantes en rescate de Kraken. Las miras láser de un par de rifles le servían ahora de ojos, mientras ella disparaba a diestra y siniestra contra cualquier androide que se acercara a menos de cien metros de ellos. Los brotes de Roger formaban el segundo perímetro de defensa y Spectral Glimmer trataba de protegerlos de cualquiera que se pusiera a su alcance.

Los mini-drones de Steelworks destruyeron uno de los robots que arrastraba a Kraken y la chica aprovechó para librarse del agarre del otro, cercenándole una mano con un hacha.

—Yo tenía diez perritos —Kraken empezó a tararear una de aquellas melodías infantiles que ponía Patricio cuando quería que dejara las redes sociales y se fuera a dormir —uno se murió en la nieve ahora ya nomás me quedan nueve.

El hacha arrojadiza dejó su mano veloz como un relámpago para clavarse en el cristal facial de un neuro-dron.

—De los nueve que quedaban —canturreó Dalel saltando y esquivando golpes, hasta que logró colgarse de un robot que pasaba volando sobre ella, al tiempo que jalaba a otro por el cuello y lo apuñalaba con un afilado kunai fabricado con algo parecido a la obsidiana —uno se fue con Pinocho ya nomás me quedan ocho.

Se soltó y aterrizó sobre los hombros de otro neuro-dron, con un puñetazo le hundió el cráneo, con su segunda mano detuvo un rayo, con la tercera detuvo un golpe, con la cuarta lanzó un shuriken que atravesó de lado a lado la cabeza de uno más y... nunca creyó que extrañaría sus otras dos manos.

Dos relámpagos la golpearon simultáneamente y comenzó a sangrar de la nariz. Saltó a través del enorme agujero en el techo para llegar al primer piso y luego, con varios golpes —dados y recibidos—, consiguió alcanzar la azotea.

Lo que en el fondo del edificio, bajo un incesante ataque había sido solo un rumor lejano, una vez en el techo se convirtió en el ruido de una batalla monumental. Varios escuadrones de jets de combate Dassault Mirage 2000 y Dassault Rafale, de la Armée de l'air et de l'espace, habían llegado justo a tiempo para librar a los chicos de una muerte segura, sin embargo, estaban cayendo tan rápido que Kraken no pudo evitar darse cuenta de que sólo habían retrasado lo inevitable.

Corriendo, tomó dos pistolas de los hombres de Ngema que había en el piso, lanzó un par de hachas arrojadizas para despachar a otros tantos enemigos; disparó con algo de torpeza, pero aquello fue suficiente para distraer a uno más que estaba a punto de saltarle a Woodbot por la espalda y luego llegó hasta el maldito androide para atravesarlo de lado a lado con un puñetazo donde iban resumidos toda la ira y el miedo que sentía en ese momento.

Se le habían acabado los chistes, se le habían agotado las palabras. Solo siguió luchando hasta que los aviones fueron exterminados y ellos cuatro quedaron, otra vez, rodeados por una muerte segura.

—Chicos —dijo entre jadeos —los amo.

Espalda con espalda, los cuatro se tomaron de la mano, esperando...

Cartwright escuchó el grito de furia de Ngema desde el pasillo, junto con una andanada de disparos del pequeño grupo de guardias, que intentaba comprarle aunque fuera unos cuantos segundos más.

Por fortuna, estaba en el segundo lugar más seguro de todo el complejo. El primero era la bóveda y el tercero, la armería. Por ello, no había ventanas y la única otra puerta, aparte de la entrada, era la que llevaba al Servidor Central.

—Tal vez se equivocó —escuchó que musitaba el Duende 41.

—No. Es soberbio, arrogante y engreído, pero no es ningún estúpido —respondió Neumann —así que si él piensa que hay algo ahí, seguramente ahí está.

—Espera, 23, qué es eso —interrumpió Cartwright los susurros de desaliento que comenzaban a recorrer el equipo.

—¿Qué? —preguntó 23.

—Eso —señaló Cartwright con el puntero del mouse —todos, busquen cualquier cosa relacionada con ese trozo de código, excepto uno, once, 21, 31, 41, 51 y 52, ustedes sigan examinando sus asignaciones y déjenme saber si encuentran algo más.

Cartwright comenzó a ver el flujo de información que el resto del equipo estaba encontrando, condensada en una nueva ventana que se abrió en cuanto los webcrawlers detectaron el nuevo foco del equipo.

—No es mucho —admitió 45, un chico alto de pelo negro que hablaba en hindi —pero tal vez...

—Sigue buscando, 45 —ordenó Cartwright con una chispa de esperanza en los ojos. Aquel pequeño trozo de código era, simplemente, una especie de radiofaro que identificaba a cada sonda de xenoformación —doce, 22, 32, 42 y 52, sigan buscando todo lo relacionado con ese código; el resto comiencen a depurar, necesito opciones, ¿qué se puede hacer con ese número? Cómo contrarrestarlo, apagarlo, modificarlo, cambiarlo o borrarlo.

—Esta cosa tiene como veinte "firewalls" que ni siquiera logramos entender completamente —gritó una mujer delgada, de pelo completamente blanco y profundas arrugas que hablaba español con acento del centro de México.

—¿Y tú crees que Patricio no lo sabe? —espetó Cartwright —Sólo hagan lo que les digo, porque sin esto, no tenemos absolutamente nada.

En el pasillo, una detonación sacudió el edificio e hizo parpadear las luces.

Con un resuello y un grito, Ngema entró disparando hacia el pasillo y, una vez dentro, deslizó su tarjeta de identificación en un pánel, tecleó unos números y la puerta se cerró, seguida por una cortina de aleación acero-titanio reforzada con barras de Aleación Beta que cayó del techo.

—Eso te va a dar diez minutos máximo —dijo mientras entraba saltando sobre un pie, el otro estaba torcido en una forma completamente antinatural —y, si todo se va al carajo, quizá yo pueda comprarte treinta segundos más.

—Como les decía, depuración y opciones, ¡pero ya! —sabía que les pedía algo imposible, pero también sabía que Patricio no había entrado a la boca del lobo sólo con mucha fe y un palillo de dientes. Seguramente tendría preparadas sus propias opciones para completar lo que sea que ellos le pudieran mandar.

Un rumor de miedo recorrió al equipo entero, pero Laetitia se apresuró a acallarlo —Silencio todos. Veinte, si quedo fuera de línea, tú tendrás que pasarle los datos a Big... ¡a Patricio! ¡Maldita sea! Ya qué más da si saben o no su nombre.

Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación, que se quebró cuando todos empezaron a intercambiar ideas y tácticas, algunos también estaban ya empezando a escribir y otros más garabateaban cosas en cuadernos, papeles o libretas a su lado.

Los minutos se desgranaron como un hilo de cuentas al que le cortaran el tope y, de repente, un pequeño punto rojo se empezó a ver en el centro de la puerta de metal. El punto pronto se convirtió en una mancha y luego, por la mancha entró un esbelto rayo rojo que recorrió la habitación entera, enfocándose sobre la pared opuesta, a menos de cinco centímetros de la cabeza de Cartwright.

—¡Ya, ya, ya! —gritó la rubia cuando escuchó a Ngema amartillar su arma y luego, ruido de metal rasgándose seguido por el tableteo de la ametralladora, mezclado con el grito de furia del agente.

Una última ventana se abrió en su computadora con una larga lista de comandos y ella, quien ya tenía todo preparado, sólo arrastró la ventana y la dejó caer en el programa de comunicación. No tardó más de medio segundo y terminó exactamente cuando un resplandor rojo acalló, de repente, el alarido y el arma de Ngema, quien se disolvió en una nubecilla blanca.

No bien presionó el botón de "Enviar", la rubia saltó a un lado, justo a tiempo para evitar un relámpago de energía roja que destruyó uno de los monitores de la estación de computadoras. Ya solo podía rezar para que, si ella no había logrado enviarlo, al menos Neumann consiguiera hacerlo.

Una ventana saltó directamente en sus gafas de realidad aumentada y dentro de ella, una retahíla de código de computadora, seguida por una muy pequeña lista de opciones.

La silueta de la junta directiva estaba por completo vacía. Desde hacía un rato, la silueta se había convertido en un conjunto de líneas translúcidas que sólo lograba ver gracias a sus gafas, las cuales detectaban la forma en que aquel montón de qubits paralizados en un permanente estado de sí/no interactuaban con la sopa cuántica a su alrededor.

No obstante, sabía que aquello no duraría mucho tiempo. Sabía que uno solo de aquellos qubits que lograra resetearse arrastraría al resto y aquello reactivaría a la maldita inteligencia artificial.

No habían encontrado gran cosa, sólo el código de identificación de cada aparato. Aunque Sandra (Duende 18) había encontrado también la frecuencia en la que las sondas se transmitían ese código entre ellas, lo cual, según Peter (Duende 34), determinaba cómo debían formarse dentro de la cuadrícula en relación con todas las demás.

Creyó ver un tenue punto resplandecer en la silueta de la Junta Directiva. Tomó una última carta, que había guardado en un bolsillo especial dentro de una de sus botas y la insertó en uno de los lectores.

Ya no era solo su imaginación, claramente un qubit titilaba en un dedo de la silueta. Tenía que apresurarse. La Stargate también servía para comunicarse con todas las sondas de xenoformación al mismo tiempo —precisamente por si la solución pasaba por sus manos—, pero si la Junta Directiva se ponía en línea otra vez, podía destruirla con un parpadeo.

Otro qubit comenzó a titilar entre negro, traslúcido y blanco en la frente de su enemigo, luego otro donde estaba su hombro y luego, uno más en un pie, seguido de dos, luego de cuatro, ocho, dieciseis...

Tenía pocas opciones, si simplemente borraba los números de identificación, seguramente no pasaría nada, ya que las sondas ya estaban colocadas donde debían estar. Tal vez podía alterar aquellos códigos al azar y hacer que siguieran alterándose en lapsos también al azar, haciendo que las sondas tuvieran que moverse para reconfigurar la rejilla, pero de forma tan caótica que nunca podrían volver a formar la cuadrícula.

Sin embargo, aquello no detendría el proceso de xenoformación; beetworms y fathoms seguirían arrojando agua y tierra hacia el cielo y aunque ya no encontraran un beerd que las transformara, los chorros volverían al suelo, destruyendo toda la superficie terrestre. Los beerds, por su parte, seguirían transformando cuanta materia estuviera a su alcance y quién sabe en qué demonios podían convertir el aire o el vapor de agua o el resto de los gases que conformaban la atmósfera.

Cerca del cincuenta por ciento de los qubits de la Junta Directiva ya estaban encendidos otra vez y cerca del treinta por ciento ya estaban en su habitual color negro.

Patricio trató de concentrarse, simplemente arrojar al caos a las sondas no detendría el ataque de los neuro-drones...

—¡Eureka! —gritó Treviño sacando de su bota la tarjeta qubit que Alba había rescatado, la insertó en uno de los lectores, digitó unos cuantos números en un teclado virtual que apareció en el aire y con una voz de triunfo exclamó: —¡Uno además de guapo, genio! ¡Imperio!

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