Se pilla antes a un mentiroso si es cojo
Por momentos parecía un crío, pero no había podido evitar estar enfurruñado todo el día. Además, era un odioso lunes, si es que estaba claro que nada bueno podía haber salido de ahí. Estuve toda la mañana liado entre las clases tempraneras, que menuda mala leche se gastaba ese horario, y ponerme al día en cosas de oficina. Todo el lunes pringado y encima de mala hostia. Genial.
Me mentalicé, porque tenía que ser un profesional. Si me jactaba tanto de eso y no querían que me juzgara nadie, tendría que dar muestras de que así era. No iba a venir una niña a poner mi cabeza del revés y poner en tela de juicio mi trabajo.
Así que al día siguiente, ya me desperté con cuerpo de martes, y decidí que sería el hombre serio y formal que tendría que ser como profesor y punto. Pero eso no implicaba que me dejara de preocupar por ella o que no cumpliera lo que dije que iba a hacer.
Mi idea seguía siendo recogerla en su casa. Las calles aún estaban muy oscuras a esa hora y me quedaba más tranquilo. Ya le había dicho que no me costaba ningún trabajo ir a por ella y era verdad, no había ninguna diferencia entre empezar desde un punto u otro.
El problema ahí estaba en que no sabía si ella aún pensaría que la iba a recoger o iría a la autoescuela, porque no le había confirmado ni desmentido nada por teléfono. No había tenido ganas de hablar al salir de trabajar. Y por eso mismo, me hallaba con el coche de la autoescuela delante de su portal, quince minutos antes de la hora de la clase, esperando que no le hubiera dado por salir más temprano de lo necesario.
No paraba de bostezar y en eso estaba, cuando por poco no la veo salir del bloque. Le di al claxon de forma leve, no era plan tampoco de despertar al barrio entero, y vi como se giró hacia el ruido, poniendo a continuación una mirada de reconocimiento.
—No sabía que estarías aquí —dijo al llegar a la ventanilla del coche.
Salí del coche y le hice un gesto para que me sentara yo en su lugar.
—Te dije que estaría aquí —expliqué escueto.
No me gustaba nada tener una actitud un tanto fría, pero no me estaba saliendo de otra forma. Ella frunció el ceño, al parecer tampoco le gustaba, pero es lo que tocaba, chata. Siempre estaba la opción de cambiar de profesor, ya se lo había comentado. No me iba a molestar. Me dolería, obviamente, casi más en el orgullo y amor propio, pero no me iba a molestar, porque prefería que ella estuviera cómoda y bien.
Se subió al coche con su elegancia habitual, esa que no tenía yo claro si sabía que tenía o no. Cuadrando los hombros, una vez que se ubicó en el asiento, se puso el cinturón y movió los espejos para tener perfecta visibilidad. Arrancó y pude ver en ella la primera sonrisa, seguramente de satisfacción, por haberlo hecho todo sin olvidarse de nada.
Comencé entonces a darle instrucciones. Traté de hacerlo con suavidad, pensando en que ella no tenía por qué pagar con mis frustraciones e inseguridades, pero yo sabía que no me estaba saliendo el tono de siempre. Me notaba más cortante, aunque esperaba que para ella estuviera pasando desapercibido ese hecho.
—Diego... —me llamó sacándome de mi propia mente.
Hice un sonido gutural con la garganta, haciéndole ver que la escuchaba.
—¿Cómo es que te hiciste profesor de autoescuela? —preguntó.
No sabía si estaba tratando de sacarme conversación sin más o era genuina curiosidad. En cualquier caso, era yo quien no tenía muchas ganas de dar explicaciones.
—Pues ya ves —contesté sin más—. Cuando puedas hazme un cambio de dirección a la izquierda —añadí, centrándome de nuevo en el recorrido que estábamos haciendo.
Siempre estaba pendiente de todo lo que pasaba dentro y fuera del coche, ese era parte de mi trabajo, por eso vi que puso el intermitente a la derecha, a pesar de lo último que le había pedido que hiciera.
—No, no. A la izquierda —corregí.
Sin embargo ella pasó de mí, paró donde buenamente quiso y me miró, tratando de alzar una ceja. Seguía sin tenerlo muy controlado y solo se quedó en amago. Desde luego a Carlos Sobera le quedaba muchísimo mejor.
—¿Puedes estacionar aquí? —le pregunté devolviéndole la mirada.
Si creía que yo no podía mirarla intensamente estaba muy equivocada.
—No estoy estacionada, estoy parada, y esa señal vertical dice que puedo menos de dos minutos sin salirme del coche.
Intenté no hacerlo. De verdad que quise no sonreír, pero no pude evitarlo. Me encantó la respuesta que me dio, y la forma en la que lo hizo también, no lo podía negar. Ella me miraba desafiante y sus ojos, que me parecieron más verdosos que otras veces, me dejaron alelado.
—Quiero que estés normal —me exigió. Parecía que no estaba entre sus mejores cualidades el andarse por las ramas.
—Estoy normal —comenté yo, apelando a mi cabezonería también—. Me estoy dedicando a ser buen profesor.
Ella resopló, e incluso murmuró algo que no llegué a entender. Farfullaba muy bien porque no se le entendía un carajo.
—Ya eras un buen profesor, ahora lo que no tienes que ser es un niñato.
Me quitó de una sentada todas las ganas de diversión.
—¿Qué me estás contando? —pregunté ofendido.
Lo que me faltaba era que una niñata me dijera que el niñato era yo. A lo mejor era yo quien tenía que gestionar el cambio de profesor, aunque no era mentira que tampoco quería cargar de más trabajo a mi padre.
La vi respirar hondo, con los ojos cerrados. Encima ahora se ponía a meditar. Bueno, el tiempo de clase era suya, ya sabría lo que quería hacer con él.
—A ver, Diego —dijo finalmente. Al parecer finalizó su tiempo de hacer yoga—. Si ayer dije algo que te ofendiera lo siento, ahora mientras trato de conducir sin matar a ningún gato me cuentas tu vida. Pero o me hablas como lo hace el Diego de siempre o sí que me cambio de profesor.
Fruncí el ceño. La idea había sido primordialmente mía. Si alguien iba a deshacerse del otro en todo caso sería yo por insufrible, pero no me gustó nada que lo dijera ella. Tal vez porque yo no me veía capaz de hacerlo, pero a ella sí. Estuve unos instantes debatiéndome conmigo mismo, hasta que ganó la sensatez.
Odiaba tener que darle la razón en algunas cosas, pero sí que me estaba comportando un tanto infantil con ese tema.
—Sigue, anda, que ya han pasado tus dos minutos.
Supuse que había conseguido la entonación adecuada porque pude notar su alivio inmediato. Sonrió levemente, afirmó con la cabeza y entonces continuó, siguiendo por fin la dirección que le había indicado previamente.
—Me encantaba el trabajo de mi padre —dije de pronto tras un breve silencio.
La miré, porque ella tenía que estar pendiente de la carretera, pero yo a veces me podía permitir el lujo de mirarla, haciendo como que comprobaba el retrovisor de su lado. Vi su duda, aunque no dijo nada, entendí que no quería interrumpir lo que quiera que tuviera que decirle.
—Desde pequeño quería conducir —continué—. Peatón —añadí, recordándole que tenía que parar en el paso de cebra.
Eso era lo que peor llevaba ya que, por la hora que era, no había casi gente en la calle, y no estaba acostumbrada a verlos. Esperaba que el día de su examen lloviera para que la gente estuviera tranquila en sus casas, o para que los pocos que fueran caminando lo hicieran con un paraguas de colores que ella pudiera divisar desde cincuenta metros antes. Cuando vi que lo tenía todo controlado continué hablando.
—El me llevaba en el coche y yo tenía ahí los pedales, desconectados obviamente, y hacía como que conducía. Creí que lo odiaría, pero resultó que me gustaba enseñar también. Por eso me hice profesor de autoescuela.
Ahí estaba mi respuesta completa, no había más, lo cierto es que era demasiado simplón, pero es que no había nada que pudiera añadir para darle algo de emoción a mi relato.
No había sido una epifanía ni nada de eso. Lo había visto en mi casa de toda la vida, mi padre disfrutaba con ello y yo siempre deseaba que mi madre me dejase en la parte de delante, cosa que ocurría muy poco, solo cuando estaba más cansada y no quería que Marta y yo comenzáramos una pelea.
Por un momento había dudado de contarle nada. Tal vez hubiera sido mejor eso de decirle que estaba en un trabajo temporal mientras conseguía unas oposiciones a juez del estado. Pero no, porque mi madre siempre decía: «se pilla antes a un mentiroso si es cojo». Y aunque lo decía a su forma, no podía tener más razón. Y además, yo no tenía pinta de juez, ni tenía ganas de serlo tampoco.
Lo mismo eso la habría impresionado más. "¿Siiiiiii?, ¿jueeeeezzz? Qué fuerte, ¿no? Pero qué interesante que eres, Diego". Pero no, porque no creo que ella hubiera reaccionado así ni mucho menos, y tampoco es que a mí se me diera bien mentir.
—¡Qué guay! Pero eres muy joven, ¿no?
No pude más que reír por ello. Yo preocupándome por no ser un juez, ni ser cojo, y a ella le parecía guay la explicación tan escasa que le había dado. Afirmé con la cabeza, y miré mi brazo, donde mi manga de camisa escondía la quemadura que me hice a los nueve años, cuando visitaba a mi familia de Madrid por Navidad y me empeñé en atizar las llamas de la chimenea de mi abuela. Llamas que, por otra parte, estaban ya lo suficientemente altas. Casi igual de altas que en ese momento.
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