No me entero del juego

Fue una semana de lo más tranquila. Hasta un poco aburrida cabría decir, me faltaba un poco de algo, no sabía bien el qué, pero me notaba intranquilo. Seguro que era por el tiempo, que estaba muy tonto y cuando se nublaba me dejaba alelado.

Acabé mis clases de por la mañana aquel viernes que me metí a escuchar la llamada de Luisa. Estaba aburrido y no tenía nada mejor que hacer.

—Sí, chiquilla, esa es la hora que se le ha quedado libre a Juan —explicaba Luisa al teléfono con su habitual tono maternal—. Te he llamado a ti la primera porque Antonio me dijo que tú querías sacártelo cuanto antes. Pero yo entiendo que las siete de la mañana es un madrugón, cariño.

Lo cierto es que sí que lo era.

—Si no quieres no hay problema —continuó hablando. Yo seguí poniendo la oreja mientras fingía que hacía algo, solo por diversión—. En el momento en que haya otra... ¿sí? ¿Segura?

Su cambio de entonación me indicó claramente, que quien fuera que estaba al otro lado, había cambiado su respuesta inicial y que sí iba a cometer la locura de dar la clase de las siete de la mañana con Juan. Terminó de decirle un par de formalidades más y colgó.

—¿Qué tal, Luisa? —le pregunté, ya haciéndome notar.

—Aquí estamos, Dieguito —me contestó, usando el diminutivo con el que siempre me llamaba—. Voy a apuntar a esta chiquilla para las siete de la mañana. A mí esa hora es la que más pena me da, pero bueno, así todo el mundo tiene la opción de venir, ¿no?

No contesté inmediatamente, porque me fijé en el nombre de quien estaba apuntando y me quedé un poco bloqueado. Paloma era quien iba a tener la clase de las siete de la mañana con el desastre de Juan.

No tenía pruebas pero tampoco dudas, de que ese hombre era un desastre dando clases. Pero llevaba con mi padre mucho tiempo ya, y él era un buenazo, pero yo había escuchado a alguno que otro que se quejaba de que no tenía toda la paciencia que tenía que tener. Para mí era lo primordial, saber tener mano izquierda con cualquiera que viniera a dar clase, pero él se exasperaba demasiado pronto. Su método consistía más en meter presión que en hacer las cosas de forma más calmada. Con algunos funcionaba, pero con otros estaba claro que no.

Ahora veía que Paloma sería quien lo tendría que sufrir. No es que temiera porque ella no fuera capaz de aguantar la presión, o darle algún corte que otro, pero no creía que fuera la mejor manera de enseñar. Y ya Paloma había venido con ciertas reticencias, que mi padre y yo nos habíamos encargado de eliminar poco a poco, como para que llegara el otro listo y lo echara todo por tierra.

—Dieguito —me llamó Luisa, pasando la mano por delante de mi cara.

—Sí, tienes razón —le contesté, recordando que me había hecho una pregunta. No recordaba cuál, pero siempre gusta tener la razón, así que se la di—. Nos vemos esta tarde, Luisa.

No esperé que me dijera nada más y salí, aún tenía que comer y volver para dar mis clases prácticas. No quería pensar demasiado en aquello, tampoco era de mi incumbencia. Al fin y al cabo, Juan era un profesor formado y competente y yo no tenía que meterme en nada de eso.

—¿Diego, estás bien? —me preguntó mi madre durante la comida—. Te noto alelao.

—Así está siempre, mami. Nada nuevo —le contestó mi hermana antes de que lo hiciera yo.

Me dediqué a mirarla mal y sacarle la lengua, pero ni tuve ganas de meterme con ella. Marta aprovechó para tocarme la frente, haciéndome creer que estaba preocupada por mí. Me aparté de ella con desgana.

—Quita, enana. —Me zafé de ella—. Estoy bien, mamá —le contesté a ella pasando de las payasadas de mi hermana y echándome a la boca una cucharada del rico guisaillo de papas de mi madre.

Mi padre me miraba, callado y tranquilo, pero no dejaba de mirarme y ya me estaba incomodando un poquito.

—Este jueguito que os traéis no me gusta nada —dijo mi madre mirándonos alternativamente a mi padre y a mí.

—¿Qué jueguito, Merche?

—Eso, mamá. ¿De qué hablas?

—No me gusta —repitió.

Miré a mi padre y sonreí, tratando de encontrar con él una complicidad, porque no nos estábamos enterado de nada. Mi madre cuando quería era de lo más críptica. Pero vi claramente que mi padre sí que se había enterado. Menudo traidor que me dejaba solo en la ignorancia.

Le contestó algo, que no llegué a escuchar, pero que pareció dejarla más tranquila. ¿Pero qué estaba pasando que yo no me enteraba?

—No me entero del juego, hermanito —me dijo Marta como una confidencia.

—Ni yo —reconocí encogiéndome de hombros.

No tenía cabeza para pensar siquiera, porque otras muchas chorradas me rondaban por la mente.

—Oye, papá —lo llamé, recibiendo inmediatamente toda su atención.

Me callé, no sabiendo en realidad qué es lo que le quería decir.

—Dime —instó al ver que no le decía nada.

—Nada, nada. Da igual. Me voy al trabajo.

Negué con la cabeza, tratando de que todas las tonterías que pensaba se me quitaran. Me levanté, recogí mis cosas y las lavé antes de salir de allí, no sin darle un beso a mi madre, o me pegaría. Literal.

Di las clases de la tarde ansioso, aunque intenté que no se me notara demasiado. La última era Susana, una chica de diecinueve años que llevaba ya unas cuantas clases. No había empezado mal, pero era demasiado nerviosa y se le iba la pinza. Además de que estaba acostumbrada a ir en moto y no paraba de girarse cuando quería adelantar, en vez de mirar por los retrovisores. No podía evitar reírme, pero en cualquier momento me la iba a cargar.

Increíblemente, llegamos sin ningún choque o rasguño de vuelta a la autoescuela, aunque había días que me parecía imposible. Estaba aún muy verde, pero seguro que al final se acostumbraría a olvidarse de todos los vicios que tenía de la moto, aunque fuera lo último que hiciera.

Me despedí de Susana, dándole unas cuantas pautas de qué mejorar y ella, como siempre sonriente, se marchó, asegurando que se quitaría la manía de los retrovisores. Me fui hacia la puerta del conductor, no sin antes revisar si tenía algún mensaje o llamada importante, ya que lo dejaba en silencio durante las clases. Vi entonces otro mensaje de mi padre para que me acercara a la autoescuela antes de irme.

Resoplé, dejé el coche en doble fila, porque sabía que allí no le pasaba nada, y menos en el poco tiempo que yo pensaba tardar, y fui hacia el trabajo. Sabía que mi padre estaría una vez más en la oficina. Trabajaba demasiado para mi gusto, cualquier día le iba a petar la patata.

—Dígame usted, jefe —le dije asomándome por la puerta.

Ya me estaba pareciendo un ritual, así que me lo iba a tomar como una tradición. Mi padre sonrió.

—Tengo un problemilla, Diego —comentó apretando los labios.

Lo miré y me pude visualizar con el interrogante pintado en la cara. Él me hizo un gesto con la mano para que me sentara, así que no lo dudé.

—Le he pedido a Juan que baje su ritmo de trabajo. Sé que él dice que está perfecto, pero la semana pasada estuvo malo y lo veo muy cansado. De hecho, no me ha puesto pegas, así que no me tengo que equivocar tanto.

—Vaya, no sabía que estaba mal. Creí que sería un resfriado o algo así. Tal vez tú también te tengas que plantear cierto descanso —dije mirando la hora para que captara bien el mensaje.

—De mí no te vas a librar tan fácilmente —contestó sonriendo—. Pero a lo que vamos. Voy a necesitar que tú eches algunas horas más, por las mañanas. Le he dicho a Juan que se quite las primeras horas que si no... —Dejó la frase sin concluir, porque no hacía falta.

Fruncí el ceño al principio, de verdad que odiaba madrugar, aunque entrar a las nueve de la mañana tampoco significaba matarme. Entonces, me di cuenta de las horas que mi padre había mencionado, y de algo que no paraba de rondarme la cabeza y todo pareció encajarme como si fueran piezas de un puzzle.

—Sé que odias madrugar. Pero yo puedo hacer las primeras...

—¡No! —lo interrumpí, un poco más intenso de la cuenta, de lo que me arrepentí enseguida—. Vamos que... ya te he dicho que también tú tendrías que tomártelo con más calma, no voy yo ahora a cargarte con más trabajo. ¿Qué horas son esas de las que hablamos?

Lo vi sonreír, veladamente. Me daba la impresión, una vez más, de que estaba siendo totalmente manipulado por mi padre, pero lo cierto es que me daba igual.

—Bueno, la primera hora de Juan es a las siete de la mañana.

Juro que noté un puñal gordo clavándose en mi estómago. Bueno, tal vez era un poco exagerado, pero es que a esa hora tendría que ser ilegal ir conduciendo por la calle. Daba igual la época del año que fuera, salvo que fuera pleno julio, hacía frío y sueño. Traté de volver a la conversación.

—¿No había ninguna más temprano? —me quejé.

—Si quieres yo puedo...

—¡No! —volví a alzar la voz—. Vamos, que ya te he dicho que yo me encargo. Que cualquier día te va a petar la patata y a ver quién tranquiliza el genio de mamá. Desde luego yo no, y Martita menos.

Se rió de la broma y asintió, parecía que conforme.

—Dame los últimos cinco minutos, anda, que quiero mandar un correo.

—Te espero mejor fuera, que así me da el aire —comenté levantándome y yendo hacia la puerta.

—La chimenea, Diego, no te olvides.

Bufé. Ni le contesté, porque entonces tenía muy claro que me seguía insinuando que me iba a quemar con fuego, pero era él quien me daba el mechero. Salí, como le dije, a tomar un poco de aire fresco. Inspiré hondo, respirando el aire de viernes, el que sin duda era mi día favorito, y esbocé una sonrisa.  

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