Me he quemado

Genial, estaba ahí como un idiota mirando al cielo, a saber si estaba esperando que lloviera para salir corriendo de allí. O a lo mejor le estaba rezando a Dios. Lo mismo era religioso, yo no lo sabía. Lo mismo no me lo había contado nunca, a pesar de que en todas las clases me contaba cosas y chorradas. Podría haberme dicho: Mira, Paloma, a veces cuando salgo me quedo empantallao buscando a Dios.

¿Qué hacía aún allí? No iba a esperar a que terminara de conversar con San Caledonio, patrón de las chorradas. ¿Ese santo existía? Me di cuenta entonces de que, a pesar de que mantenía mis cuatro sentidos al setenta y cinco por ciento... ¿Cuatro? Vale, puede que ya fuera un poco más perjudicada de lo que yo creía, pero a pesar de eso, me estaba enterando de todo.

Miré yo al cielo, a ver si conseguía visualizar lo mismo que él.

—Creo que he de aclararte...

De pronto su voz me sacó de mi plegaria a San Caledonio. Lo miré, demasiado rápido tal vez, porque sentí un leve mareo, aunque me recompuse rápido. Noté su mano agarrándome por el codo, seguramente había visto mi ligerísimo traspiés y había tenido buenos reflejos.

—No pasa nada —dije por fin. Notaba la voz pastosa. Tendría que haber sabido parar—. Me he equivocado de laaaargo.

Él me soltó, y luego miró su otra mano, donde aún estaba la copa que él sí había sacado del local. Se sorprendió brevemente y bebió. Un largo buche que casi me habría hecho más falta a mí. Ya le valía no compartir.

—No sé en qué se supone que te has equivocado —comenzó, después de dejar el vaso en un poyete—. Yo no me he equivocado cuando he dicho que no me apetece ser tu profesor.

Sí, gracias. Me había quedado claro, chaval, no hace falta que hurgues en la herida y le eches sal y limón. No había bebido tanto como para no entenderlo a la primera.

—Sé que no crees que yo sea un profesor de los de verdad, pero sí que lo soy. No, nada habría sido ilegal porque no hay una norma ya que... en fin, no soy un profesor de los de verdad.

Elevé mi ceja derecha. Me encantaba saber hacerlo ya. No me salía con la izquierda, pero ya era todo un logro. Había ensayado delante del espejo y, a veces, hasta yo me daba miedo. Sacudí un poco la cabeza para volver a ese presente, donde él había dicho algo que para mí no tenía sentido.

—Te contradices, Diego.

Él solo sonrió.

—Exacto. Profesor no, pero sí, Diego sí. Mira —dijo de pronto.

Se subió la manga y me enseñó el antebrazo derecho, donde tenía una cicatriz amplia e irregular. Estaba lo suficientemente lúcida para saber lo que era.

—Tenía nueve años y estaba en casa de mi abuela en Madrid. Yo ya vivía en Málaga pero siempre subíamos para las fiestas. Me encantaba estar allí con mi primo y jugar con él.

Tenía miedo de interrumpir y romper el momento, pero no sabía a dónde quería llegar con esa historia que salía de la nada.

—Un día, me quería hacer el guay y me puse a atizar el fuego de la chimenea. Como si yo supiera hacerlo, o como si eso fuera simplemente guay, pero con nueve años yo no tenía muchas luces.

—Creo que ahora tampoco. —No me pude contener. Él solo sonrió.

—No muchas, no —reconoció—. Bueno, te resumo o te me duermes. El fuego se fue de madre, me saltó al brazo, prendió la manga y me quemé.

Me sorprendí. No sabía exactamente el motivo, cuando yo ya sabía que aquello era una quemadura, pero me asustó el saber que podía haber sido mucho peor. Acerqué la mano y lo toqué, notando el extraño tacto bajo mis dedos y sorprendiéndome, una vez más, y esta vez por la temperatura.

—¡Está ardiendo! —Lo miré, y observé su expresión.

Afirmó con la cabeza.

—Me he quemado —dijo escueto.

Y yo que creí que era yo la que había bebido, pero él estaba casi peor que yo, teniendo en cuenta que no sabía usar los tiempos verbales.

—Te quemaste, Diego.

Rio de nuevo y negó con la cabeza. ¡Qué tío más terco!

—Pasa una cosa muy curiosa con las quemaduras, bueno, no sé a los demás, con esta a mí me pasa. Cuando tengo calor, o cuando estoy nervioso, o estresado... se calienta y parece que me diera fiebre en el brazo.

—¿Y por qué ahora? Hace muy buena temperatura —observé, de nuevo mirando al cielo.

Tal vez era de eso de lo que estaba hablando con San Caledonio. ¿Por qué seguía pensando en eso? Sacudí la cabeza, una vez más, para quitarme la tontería de encima.

—Creo que ahora son nervios, pero siempre está así cuando estoy contigo —aclaró encogiéndose de hombros—. Nadie me obligó a darte clases. Le pedí a mi padre horas teóricas para al menos verte un día a la semana. Le pedí ser yo quien os llevara al examen y, si Juan no se hubiera puesto malo, seguramente me habría inventado algo para ser yo quien te diera clase. Así que ya ves... Me he quemado —completó.

Lo miraba casi sin parpadear. Me había dejado muda por un momento, pues mi mente, aletargada aún por el alcohol, seguía pensando en Santos y chorradas varias. Por suerte, algunas de mis neuronas aún funcionaban y pusieron sus palabras muy adelante en las prioridades de mi cerebro.

Vi que Diego pasaba su mano por delante de mi cara varias veces, haciéndome reaccionar. Le di un manotazo, para que la apartara, ya que me estaba estresando y mi cabeza no terminaba de procesar todo lo que me había dicho.

—No tendría que haberle hecho caso a Marta —murmuró de pronto—. Tenía un púlpito. ¡La madre que la parió!

No entendía nada de lo que quería decir con aquello. ¿Quién era Marta? ¿Y por qué tenía un púlpito en su casa? ¿Eso era legal? Bueno, lo mismo era legal, pero muy normal no era.

—Mira, perdona. No quería ponerte en esta situación —se comenzó a disculpar atropelladamente—. No tendría que haber venido, no tendría que haberte dicho nada.

¿Qué? ¿Por qué pensaba eso? ¡Ah, claro! Porque yo estaba allí plantada como un pasmarote sin decir nada en absoluto desde hacía... días, probablemente. Vi que seguía hablando y hacía el amago de irse. Que hacía el amago, no. Que se iba. Lo cogí del brazo.

—Espera, espera —dije, y carraspeé para aclararme la voz—. ¿A dónde vas?

Él me miró incrédulo.

—¿Cómo que a dónde voy? Acabo de soltar un montón de palabras que, unidas entre sí, formaban una declaración. Y a ti casi te da una embolia. Así que, puesto que sé cuando he de dar un paso atrás, me voy.

—¡Tú que vas a saber! —dije.

No supe ni por qué usé ese tono, o esas palabras. No sé siquiera si fue el alcohol lo que hizo que me acercara a él y, sin pensarlo más, lo besara. No se lo esperaba pero no tardó en devolverme el beso.

Me daba igual si fue producto del alcohol lo que hizo que me lanzara, pero en ese momento estaba en pleno uso de mis facultades. Y mis cinco sentidos, no sabía de cuál me había olvidado antes, estaban puestos en él. En ese idiota que había cambiado sus turnos por sacarme de quicio, y por estar conmigo.

Me agarró fuerte de la cintura, apretándome más hacia sí, tal vez para que no escapara, como si yo quisiera hacerlo, si en ese momento estaba en la gloria. Aflojó su agarre y, de forma tácita, nos fuimos separando.

El corazón me iba a mil por hora, y pensaba que en cualquier momento se me iba a salir del pecho. Abrí los ojos y lo vi mirarme, con una cara de alelado que me hizo sonreír, aunque posiblemente yo tenía la misma.

Seguía con sus manos en mi cintura, aunque de una forma suave, y así casi que tenía menos ganas de escapar.

—Paloma, ¿qué...? —Dejó la pregunta a medio hacer.

Sonreí de oreja a oreja y me encogí de hombros, en un gesto que era más suyo que mío. Miré su brazo derecho y acaricié otra vez su cicatriz. Noté los vellos de su brazo erizarse, de nuevo el calor ahí donde mis dedos seguían.

Volví la vista a sus ojos, que brillaban como siempre. Porque sí, ese brillo siempre había estado ahí, y sabía que en parte era por mí, no necesariamente por cómo me miraba sino por la forma en la que yo lo veía. Lo supe, no lo había podido evitar.

—Me he quemado. 



Bueeeeeeeno, y ya hemos llegado al final. Espero que os haya gustado, que hayáis disfrutado con estos dos y con sus tonterías. Espero haberos hecho más amena esta cuarentena y que me comentéis qué os ha parecido todo. Gracias por estar ahí. 

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