Eres único para las arengas
Por fin había llegado la hora de terminar la jornada, no sabía por qué se me estaba haciendo tan largo, pero era uno de esos días que parece que nunca van a terminar. Aún era miércoles y veía el fin de semana demasiado lejano por desgracia.
Me despedí de mi alumno hasta el día siguiente y fui hacia la autoescuela porque mi padre quería decirme algo. Seguro que era de esas cosas que me podía decir por teléfono, pero él prefería verme. Bien, me apetecía lo mismo que tirarme un caldero de aceite hirviendo por la espalda.
—¿Para qué querías verme ahora? —pregunté sin miramientos.
Quería irme a casa y descansar un poco y prefería ir al grano. Me quedé en la puerta de la oficina esperando ansioso que me respondiera.
—Hola para ti también —me dijo mirándome fijamente.
Elevé las cejas preguntando de nuevo con la cara, pero él no se movió ni un milímetro. ¿En serio?
—Hoooola —dije, porque sabía que hasta que no lo saludara no iba a contestar ni nada—. ¿Para qué querías verme? —repetí.
—Necesito que mañana des mi clase de la mañana.
Fruncí el ceño, porque no me apetecía nada madrugar otro día más, además de que mi padre era animal de costumbres y adoraba sus clases mañaneras.
—Creí que estarías encantado de ampliar tu recordatorio teórico —comentó con una sonrisilla—. O lo mismo es que ya has tenido suficiente con los dos meses que llevas y ya no tienes interés en ahorrar para irte de casa.
Apreté los labios y lo miré entrecerrando los ojos, con una actitud un tanto agresiva tal vez, aunque él y yo sabíamos que no estaba realmente enfadado, a pesar de su comentario mordaz.
—Yo voy a llevar a tres alumnos al examen teórico. Juan está malo, así que no tengo a nadie que se quede aquí para que no pierdan clase los demás.
—¿A quiénes llevas? —pregunté estúpidamente.
No me tenía que interesar lo más mínimo, pero me daba curiosidad saberlo. Era algo que solíamos hacer, íbamos con ellos al examen para que no se perdieran en los nervios típicos, y pudieran encontrar el lugar donde se iban a examinar y el aula para ello, así que a algunos los podíamos acercar en el coche.
—Toni, Cristina y Paloma, al resto parece que los llevan.
Asentí con una cabezada para confirmarle que no se preocupara.
—Perfecto, te lo agradezco —comentó mirando de nuevo a la pantalla por encima de sus gafas.
Me quedé un instante más ahí en la puerta, haciendo algunas cábalas.
—Y si... —comencé diciendo, y él volvió a levantar su mirada para fijarla en mí—. Lo mismo te viene mejor si los llevo yo.
Trató de esconderla pero vi su sonrisa. Encima que le quería hacer un favor él se reía de mí. Pues nada, que fuera él a aburrirse mientras yo disfrutaba de dar mi estupenda clase. En cualquier momento sus alumnos iban a hacer una recogida de firmas para que yo fuera quien diera la clase siempre, y estaba tratando de darle oportunidades para reconectar con ellos, pero se ve que él tenía otros planes.
—¿Sabes que eso implica madrugar más, verdad?
—Yo es por ti —le dije tratando de parecer indiferente—. Tu alumnado me quiere ya más a mí, solo te lo digo para que no se te revelen del todo.
Sonrió más ampliamente y afirmó con la cabeza.
—De acuerdo. Pues los llevas tú mañana. Gracias por la oportunidad —dijo con sorna.
Entonces sonreí yo. El humor de mi padre me encantaba, me seguía el rollo siempre y decía lo justo y necesario, nada de entretenerse en palabras superfluas. Volvió de nuevo a su ordenador, y a su pulsar de teclas rápido pero con solo dos dedos.
—¿Te vienes para la casa? —le pregunté, porque ya era tardecillo y era el último que quedaba.
—Si me esperas dos minutos sí.
—Te doy cinco, que con dos sé que no tienes —contesté, y me dispuse a salir para dejarlo ese rato tranquilo y que tardara menos.
—Diego —me llamó sin dejar de mirar la pantalla—. Ten cuidado con lo que haces, que quien juega con fuego se acaba quemando.
Parpadeé un par de veces, un tanto incrédulo porque no sabía qué me quería decir con eso. Mi padre decía lo justo, pero a veces decía cosas al aire que para mí no tenían sentido ninguno, pero él lo soltaba sin más.
—Eeeeeh... ¿vale? —contesté, aunque sonó más como una pregunta.
—Sabes bien de lo que hablo —insistió girándose hacia mí con un tono que no admitía réplica.
—No sé de lo que hablas —afirmé—. Desde que me quemé el brazo con aquella chimenea no juego con fuego.
Cerré la puerta, ya se habían pasado los minutos que me había pedido y no había hecho nada, así que no quería perder más tiempo. Cuando salió nos fuimos a casa sin mencionar más ningún tipo de fuego.
Quise acostarme a una hora decente para madrugar y parecer persona al día siguiente, pero no fui capaz de dormir antes de la una. Por eso mismo, me costó la vida ponerme en marcha, aunque lo conseguí por mí mismo sin tener que recurrir al despertador natural de mi madre, que era capaz de echarme un vaso de agua por la cabeza si no atendía a su llamado. Solía darme dos oportunidades, a la tercera no se lo pensaba.
Iba para la autoescuela cuando en el camino vi una figura conocida. Me puse a su lado con el coche y di un leve golpe al claxon para que no sonara muy fuerte. Aún así, ella se dio un susto, y miró hacia mi dirección con el ceño fruncido y con la mano derecha a la altura del corazón.
—Eeeeeh... ¿hola? —comenté dudoso. No sabía si me odiaba más en ese momento por el susto que le había dado.
—Hola —contestó asomándose por la ventanilla.
—¿Subes?
—Sí, vale —comentó mientras abría la puerta del copiloto y entraba—. No sabía que lo de alargarnos al examen era un servicio puerta a puerta. Y creí que sería Antonio quien nos llevaría.
—Al final me lo ha dicho a mí. Estoy yendo hacia allá pero te he visto... —expliqué escuetamente.
—Gracias.
—¿Estás nerviosa? —pregunté curioso, mirándola de reojo.
—No, para nada... Bueno, sí, un poco —rectificó tras escuchar mi sonido de incredulidad absoluta.
—No tienes que estarlo. Haces los test casi perfectos. No te digo que perfectos para que no te lo creas demasiado —comenté bromista.
—¡Oye! —dijo con falsa indignación.
Yo tan solo me reí por su expresión. No dije nada más, aún era temprano para que estuviera en pleno uso de mis facultades y no quería liarla. Bastante que había conseguido peinarme. Ella también se quedó callada el resto del pequeño trayecto que nos quedaba hasta la autoescuela, donde recogería a los otros dos que quedaban.
Parecía que íbamos muy sobrados de tiempo, aunque solo llegamos quince minutos antes de la hora del examen. A mí me parecía más que suficiente, pero sabía muy bien lo malos que eran los nervios y seguro que ellos tenían más la idea de que llegaban justitos. Aparqué y entré con ellos en el edificio. Allí estaban los otros cuatro de nuestra autoescuela que se presentaban.
—Tranquilos, chicos. Recordad que la reputación de la autoescuela recae sobre vuestros hombros, y que no nos gustaría que nuestro porcentaje de aprobados bajara por vuestra culpa —dije con voz seria.
Vi como siete caras me miraban con gestos dispares: unos con desesperación, otros agobiados y uno elevando una ceja, claramente reprendiéndome. Me pareció que el gesto lo tenía más controlado que cuando la conocí aunque aún fallaba un poco. El alzamiento de cejas le salía regular, pero en ese momento me quedó más que claro lo que pensaba.
—¡Es broma, chicos! No os agobiéis que lo vais a hacer genial. Todos estáis aquí porque estáis preparados de sobra. Solo tenéis que no poneros nerviosos y no marcar la respuesta mala.
—Eres único para las arengas, Diego —me reprochó Paloma, dándose la vuelta para ir al aula que le había indicado previamente.
Bueno, a lo mejor no era el tono más simpático del mundo, pero ya me empezaba a llamar por mi nombre sin atragantarse, lo que ya era un avance.
—Un placer —dije ignorando el sarcasmo—. Aquí estaré cuando salgáis para felicitaros.
—¿Ya nos dicen si hemos aprobado o no? —me preguntó Arturo, el alumno que sin duda iba más nervioso, y que tenía toda la cara de que iba a vomitar en cualquier momento.
—¡Naaah! —negué haciendo un gesto con la mano restándole importancia—. Pero yo os felicitaré porque lo habréis hecho genial —completé guiñándole un ojo.
Me quedé allí sonriente, mientras los demás seguían el mismo camino que Paloma había tomado antes. No, no era el mejor arengando porque me gustaba demasiado tomar el pelo a la gente, pero no tenía duda alguna de que era el que más divertido. En algún momento hasta Paloma me lo tendría que reconocer.
Sabía que ella no se había enfadado realmente, pero tenía que mantener su pose de chica dura, tal y como lo había sido en el mes y medio o dos meses que llevaba viéndola, aunque solo fueran los viernes, y los lunes al cruzarnos antes de su clase.
Quería hacer tiempo hasta que salieran mis alumnos, así que me di una vuelta por allí, localizando a Martínez, uno de los funcionarios de la Dirección General de Tráfico, al que conocía más que de sobra, porque coincidí con él en el instituto. Al final, nuestros caminos se cruzaron un poco más adelante, aunque en distintos trabajos.
La primera que salió del examen fue Paloma. Me había reconocido que iba nerviosa y esperaba que, con mi tontas bromas, hubiera podido desconectar un poco y se hubiera tranquilizado. Sí, tenía un método extraño, pero normalmente funcionaba.
VI que tenía con una sonrisa de oreja a oreja. La llevaba viendo desde que salió por la misma puerta por la que había entrado, pero continué hablando con Martínez como si no la hubiera visto. Estaba buscando a alguien, lo supe porque no paraba de mirar a su alrededor, hasta que al final vio dónde estaba yo y comenzó a acercarse.
Seguí contándole una chorrada a Martínez, haciendo aspavientos con la mano, como solía ser mi costumbre. Con cualquier historia que le contara iba a triunfar, porque sabía que a él le hacía todo mucha gracia, era muy buen público, porque se estaba partiendo de risa. Vi por el rabillo del ojo como ella andaba tranquilamente. ¿Es que esta chica no perdía la compostura nunca? No pude esperar hasta que llegó y me giré hacia ella, quien se paró en seco, seguro que para no interrumpir.
Me despedí de Martínez con un apretón de manos, alegando que lo iba a dejar trabajar un poco y me acerqué entonces yo.
—¿Qué tal? —le pregunté tranquilamente cuando estaba ya a su lado.
Ella tan solo se encogió de hombros, pero sin abandonar su sonrisa. No engañaba a nadie, mucho menos a mí, así que negué con la cabeza, para que abandonara ese derrotismo que parecía que tenía por pasarse de prudente.
—Seguro que perfecto. —Sonreí—. Siempre perfecta.
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