Capítulo XXVIII


El primer rayo de sol se coló por la ventana de la habitación, iluminando las sábanas blancas que envolvían a Edward y Clarissa. En la quietud de la mañana, Clarissa despertó entrelazada con él, su cuerpo perfectamente alineado al de él, como si el destino hubiera diseñado ese momento con cuidado. Al abrir los ojos, vio su rostro cerca, la luz suavemente perfilando sus rasgos, y una sonrisa que era suya, exclusiva para ella.

Edward la miró mientras despertaba, como si ella fuera lo más precioso en el mundo.

—Buenos días, mi amor —susurró, su voz ronca por el sueño, pero cargada de ternura.

Clarissa le devolvió la sonrisa, aún sumida en el suave hechizo del amanecer.

—Buenos días... —respondió, tomando su rostro entre sus manos, sintiendo la calidez de su piel.

Edward besó suavemente su mano antes de levantarse de la cama. Abrió las cortinas con cuidado, permitiendo que el resplandor del sol invadiera la habitación. Clarissa lo observó en silencio, disfrutando de cómo la luz lo envolvía, destacando su fuerza, su presencia.

—Hoy quiero mostrarte algo muy especial, Clarissa —dijo Edward mientras la miraba con una sonrisa que reflejaba emoción.

Clarissa asintió, intrigada.

—¿Qué es? —preguntó, levantándose de la cama mientras la suavidad del sol iluminaba sus cabellos.

—Algo que forma parte de mí, algo que quiero compartir contigo —respondió Edward, mientras tomaba su mano y la guiaba hacia la puerta.

Esa tarde, Edward la llevó por los hermosos jardines que rodeaban la casa. Las rosas, las glicinas y las lavandas, con sus fragancias intoxicantes, creaban una atmósfera envolvente. Clarissa caminaba a su lado, observando cómo los colores del jardín parecían cobrar vida bajo el sol. El sonido del viento acariciando las hojas de los árboles era lo único que se oía, un murmullo natural que parecía haber sido diseñado solo para ellos.

—Este jardín ha sido parte de grandes momentos compartidos en familia —comentó Edward, su voz baja y llena de cariño—. Mi padre lo compró cuando era joven, y mi madre lo cuidó como a una joya. Ahora soy yo quien lo mantiene. Pero quiero que tú también lo ames.

Clarissa se detuvo frente a una fuente de mármol, donde el agua caía suavemente en un pequeño estanque. El brillo de las gotas al reflejarse en el sol la fascinaba.

—Lo haré, Edward. Este lugar es tan... perfecto. Siento que aquí es donde debo estar.

Edward la miró con ternura, acercándose para tomar su mano.

—Este jardín es nuestro ahora. Quiero que lo consideres un refugio, un lugar al que siempre podamos regresar.

Clarissa sonrió, admirando la calidez y el amor que emanaban sus palabras. A lo lejos, un sendero serpenteaba a través del jardín, guiándolos hacia un pequeño banco de hierro forjado. Decidieron sentarse allí, rodeados de flores. El viento fresco acariciaba sus rostros, pero lo más reconfortante era la cercanía que compartían.

—¿Sabías que esta fuente fue un regalo de mi padre? —comentó Edward, rompiendo el silencio.

Clarissa asintió, tomando su mano.

—¿Y qué significa para ti? —preguntó, deseosa de conocer más sobre él, sobre sus recuerdos.

Edward la miró, sus ojos brillando con un matiz nostálgico.

—Significa el legado de mi familia. Pero ahora, significas tú también. Eres parte de este lugar, Clarissa. Este jardín, esta casa, todo lo que te muestro, lo comparto contigo, porque eres la única persona con quien quiero compartirlo.

Después de varios días explorando los rincones de la casa y el jardín, Edward la sorprendió llevándola a un claro en el bosque cercano. Un pequeño espacio rodeado por árboles centenarios, donde la luz del sol se filtraba en haces dorados. En el centro, había una manta de cuadros sobre la hierba, rodeada por cestas llenas de deliciosos manjares: frutas frescas, quesos, pan casero y una botella de vino tinto.

Clarissa, sorprendida por el lugar y por el esfuerzo que Edward había puesto en organizar el picnic, sonrió con gratitud.

—Nunca imaginé que me traerías a un lugar tan hermoso —dijo ella, dejándose caer sobre la manta mientras Edward servía el vino.

Edward la miró, sintiendo cómo su corazón latía con fuerza.

—Este es uno de mis lugares secretos —dijo con una sonrisa cómplice—. Mi padre lo compró junto con la casa. Es un sitio que ha estado en nuestra familia por largos años, y siempre lo he considerado mi santuario. Quiero que tú también lo conozcas, porque ahora es nuestro lugar.

Clarissa lo miró con cariño, viendo la sinceridad en sus ojos.

—Gracias, Edward. Por compartirlo conmigo.

La tarde transcurrió entre risas, conversaciones sobre el pasado y sueños para el futuro. Edward le enseñó a identificar algunas hierbas medicinales que crecen en el bosque, y Clarissa se sorprendió por su vasto conocimiento de la naturaleza.

—Nunca había estado tan en paz como ahora —confesó Clarissa mientras se recostaba en el césped, mirando las nubes que flotaban perezosamente en el cielo.

Edward se tumbó a su lado, tomando su mano con suavidad.

—Es la tranquilidad que se siente al estar contigo —respondió, sus palabras llenas de un amor profundo y sincero.

El silencio del bosque los envolvía, interrumpido solo por el susurro del viento entre las hojas y el canto distante de un pájaro. Edward giró su cabeza hacia Clarissa, admirando cómo la luz del sol jugaba en su rostro, acentuando la calidez de su expresión.

—Eres hermosa, Clarissa —murmuró, su voz apenas un susurro, como si temiera romper el hechizo del momento.

Clarissa sonrió, sus mejillas sonrojándose ligeramente.

—Y tú sabes decir las palabras adecuadas —bromeó suavemente, aunque en sus ojos brillaba la misma intensidad de sentimientos.

Edward se incorporó ligeramente, apoyándose en un codo mientras su otra mano seguía sosteniendo la de ella.

—No son solo palabras, Clarissa. Contigo... siento que puedo ser yo mismo, sin máscaras, sin expectativas.

Ella lo miró fijamente, sus labios entreabiertos, como si buscara una respuesta adecuada, pero no pudiera encontrarla. En cambio, alzó su mano libre para rozar la mejilla de Edward, dejando que sus dedos exploraran con ternura cada detalle de su rostro.

—Tú también me haces sentir así —confesó finalmente, su voz temblando apenas.

Edward inclinó su rostro hacia ella, sus ojos nunca apartándose de los suyos. Cuando sus labios finalmente se encontraron, el beso fue lento, cargado de una mezcla de dulzura y pasión contenida. No había prisa, solo el deseo de prolongar ese instante perfecto en el que todo el mundo parecía haberse desvanecido.

Se separaron unos centímetros, lo justo para respirar, pero sin romper la conexión que habían formado. Edward acarició suavemente el cabello de Clarissa, mientras ella entrelazaba sus dedos en el pecho de él, sintiendo los latidos de su corazón.

—Nunca pensé que encontraría algo como esto —dijo ella en un susurro—. Algo tan verdadero.

—Ni yo —admitió Edward, su mirada intensa y llena de promesas—. Pero ahora que lo he encontrado, no pienso dejarlo ir.

El sol comenzaba a esconderse tras las copas de los árboles, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Clarissa y Edward seguían en su rincón secreto, rodeados de la calma del bosque y la magia del momento. Él se sentó junto a ella, acercándose lo suficiente para que sus hombros se rozaran. El leve contacto los hizo sonreír tímidamente, como si compartieran un secreto que solo ellos entendían.

—Clarissa —murmuró Edward, tomando su mano con cuidado, como si sostuviera algo frágil—. Quiero que sepas cuánto significas para mí.

Ella lo miró, sus ojos llenos de emoción. Podía ver la sinceridad en cada palabra, en cada gesto, y eso la hacía sentir vulnerable y a la vez completamente segura.

—Yo también siento lo mismo, Edward —respondió, dejando que sus dedos se entrelazaran con los de él.

Con delicadeza, Edward alzó su mano y la llevó a sus labios, depositando un beso suave en sus nudillos. Clarissa sintió que su corazón latía con fuerza, como si quisiera salir de su pecho. Había algo en la manera en que Edward la miraba, una mezcla de admiración, respeto y amor, que la hacía sentirse especial, como si fuera la única persona en el mundo que importaba en ese momento.

—¿Puedo acercarme más? —preguntó él, con una ternura que la conmovió profundamente.

Clarissa asintió en silencio, y Edward se inclinó lentamente hacia ella. Sus manos se encontraron primero, luego sus respiraciones se mezclaron, y finalmente, sus labios se unieron en un beso. Fue un gesto lleno de amor y cuidado, un beso que hablaba de promesas, de sueños compartidos y de un futuro que apenas comenzaban a imaginar juntos.

Cuando se separaron, sus frentes quedaron apoyadas una contra la otra. Ninguno quiso romper el momento con palabras. En lugar de eso, Edward deslizó sus dedos por el rostro de Clarissa, trazando el contorno de su mejilla, mientras ella apoyaba una mano en el pecho de él, sintiendo los latidos constantes de su corazón.

—Eres mi hogar, Clarissa —susurró finalmente Edward—. Contigo, no necesito nada más.

Ella sonrió, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.

—Y tú eres el mío.

Se abrazaron entonces, bajo la luz menguante del atardecer, dejando que la calidez de su amor llenara el espacio entre ellos. No necesitaban más que ese momento, rodeados por la naturaleza y el silencio, para saber que sus almas se habían encontrado en el lugar y tiempo perfectos.

...

Esa tarde, Edward había preparado una sorpresa especial: una sesión de pintura en el jardín. Había traído varios lienzos, pinceles y pinturas, y con entusiasmo, invitó a Clarissa a unirse a él en su pasión por el arte.

—Hoy, quiero que pintemos juntos —dijo Edward mientras preparaba todo, observando cómo Clarissa se acercaba con una sonrisa tímida.

—¿Pintar? —preguntó ella, sorprendida, pero intrigada.

Edward asintió, con una mirada cálida y cómplice.

—Sí. Me encantaría que plasmáramos este lugar a nuestra manera. ¿Qué te parece?

Clarissa aceptó, sentándose junto a él mientras comenzaban a trabajar en sus lienzos. Las pinceladas fueron suaves al principio, pero pronto se sintieron más libres y naturales, como si todo lo que los rodeaba fuera parte de su expresión artística.

—¿Qué estás pintando? —preguntó Clarissa mientras miraba el lienzo de Edward.

—Estoy capturando este jardín. Pero también estoy pintando el momento que compartimos —respondió él, con una sonrisa.

Clarissa sonrió, dejando que su pincel se deslizara por el lienzo, capturando la luz suave que iluminaba las flores a su alrededor. Cada trazo de pintura era una representación de lo que sentía: amor, alegría, pertenencia.

—Eres increíble, Clarissa. Tienes una habilidad natural para esto —dijo Edward, admirando su obra.

Clarissa lo miró, un brillo travieso en los ojos.

—Lo mejor es compartirlo contigo, Edward. Es el mejor de los lienzos.

...

Esa noche, después de un largo día explorando la propiedad, Edward la sorprendió con una cena al aire libre bajo un cielo estrellado. La mesa estaba perfectamente dispuesta en el jardín, rodeada de velas que parpadeaban suavemente, creando una atmósfera mágica. El aroma de las flores y la frescura de la noche les envolvían, mientras el suave sonido de la brisa completaba el escenario.

—Es todo tan perfecto, Edward —dijo Clarissa mientras se sentaba a la mesa, mirando las luces titilantes sobre ellos.

Edward sonrió, sirviendo vino en las copas.

—Lo perfecto es tenerte aquí conmigo, Clarissa. Este es nuestro momento.

La cena transcurrió entre risas suaves y miradas cómplices. Hablaron de sus sueños, sus miedos y sus deseos. Cada palabra compartida profundizaba su conexión, mientras las estrellas sobre ellos parecían brillar con mayor intensidad.

—Te amo —dijo Edward, con una voz llena de promesas.

Clarissa sonrió, sus ojos brillando con emoción.

—Y yo a ti, más de lo que las palabras pueden decir.

Se quedaron allí, juntos, bajo el cielo estrellado, sintiendo que el tiempo no existía. Todo lo que importaba era el momento, el amor que compartían, y la certeza de que su historia acababa de comenzar.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top