Capítulo XXVII


El sol apenas había comenzado a descender, y los tonos dorados del atardecer se filtraban por las ventanas de la casa de campo. Elara, que había viajado en un segundo carruaje con las pertenencias de Clarissa, llegó poco después de que sus amos se instalaran. Con una diligencia impecable, se apresuró a buscar a su señora, a quien encontró en la terraza.

—Mi señora —dijo Elara con una reverencia, su voz amable pero firme—, estoy a su disposición. ¿Hay algo que necesite para esta noche?

Clarissa sonrió al ver a su fiel doncella.

—Gracias, Elara. Me vendría bien un baño caliente. Ha sido un día maravilloso, pero algo agotador.

—Por supuesto, mi señora. Me encargaré de todo de inmediato.

Elara organizó rápidamente el baño en la espaciosa y elegante habitación principal. Una bañera de cobre brillante fue llenada con agua caliente, a la que añadió aceites perfumados y una generosa cantidad de sales de baño. Pronto, el cuarto se llenó del relajante aroma de lavanda y rosa. La espuma de las burbujas cubría la superficie del agua, invitante y cálida.

Cuando todo estuvo listo, Elara regresó por Clarissa y la acompañó al cuarto de baño. Ayudó a su ama a desvestirse con cuidado y se aseguró de que tuviera todo lo necesario al alcance de la mano.

—Disfrute de su baño, mi señora. Si necesita algo, estaré justo afuera —dijo Elara antes de salir, cerrando la puerta detrás de ella.

Clarissa se hundió en el agua, dejando escapar un suspiro de satisfacción. Las tensiones del viaje comenzaron a desvanecerse mientras la calidez la envolvía, y las burbujas acariciaban su piel. Cerró los ojos, permitiéndose disfrutar de aquel momento de tranquilidad.

Sin que ella lo supiera, Edward había pasado junto a Elara en el pasillo. Al enterarse de que su esposa estaba disfrutando de un baño, una idea traviesa se formó en su mente. Con una sonrisa enigmática, se acercó a la puerta del baño y golpeó suavemente antes de entrar sin esperar respuesta.

Elara, que todavía estaba cerca, lo vio y entendió de inmediato. Con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa cómplice, se retiró en silencio, dejando a los recién casados a solas.

Edward cerró la puerta tras de sí con cuidado, asegurándose de no hacer ruido. Desde donde estaba, podía ver a Clarissa en la bañera, su silueta apenas visible entre la espuma y el vapor. La escena era tan íntima y hermosa que su corazón se llenó de ternura.

Edward se acercó lentamente, despojándose de su chaqueta y desabotonando su camisa en el proceso. Clarissa, aún con los ojos cerrados, no se percató de su presencia hasta que él habló, su voz baja y suave.

—¿Me invitas a compartir tu paraíso?

Clarissa abrió los ojos con un sobresalto, pero al ver a Edward, su sorpresa se transformó en una sonrisa tímida y encantadora.

—Edward... —dijo, su voz un susurro que mezclaba reproche y alegría—. ¿No sabes llamar a la puerta?

—Lo hice, pero no esperaba que me dieras permiso —bromeó mientras terminaba de quitarse la ropa y se acercaba a la bañera.

Edward entró al agua con cuidado, posicionándose frente a ella. Sus manos buscaron las de Clarissa bajo las burbujas, entrelazando sus dedos.

—Este baño parece demasiado bueno para dejar que lo disfrutes sola —dijo, con una sonrisa traviesa que hizo que ella se sonrojara.

—Eres imposible, Edward —respondió, pero no podía ocultar la felicidad en su rostro.

La calidez del agua y el aroma de los aceites envolvían a la pareja mientras se miraban con intensidad. Edward, siempre atento, tomó una esponja y la pasó suavemente por los hombros de Clarissa, trazando líneas delicadas sobre su piel.

—Quiero que te relajes por completo —murmuró él—. Este es solo el comienzo de todo lo que quiero hacer para cuidar de ti.

Ella cerró los ojos nuevamente, disfrutando de las atenciones de su esposo. Las manos de Edward eran firmes pero tiernas, como si estuviera memorizando cada detalle de su cuerpo.

—Edward... nunca imaginé sentirme tan feliz, tan... amada —confesó, abriendo los ojos para mirarlo.

Él dejó la esponja a un lado y la tomó por la cintura, acercándola más a él.

—Y nunca dejaré de demostrarte cuánto te amo, Clarissa. Cada día, cada momento.

Las palabras de Edward eran sinceras y llenas de emoción. Se inclinaron el uno hacia el otro, y sus labios se encontraron en un beso profundo, que hablaba de promesas eternas y una conexión que iba más allá de las palabras.

El agua salpicaba levemente mientras se movían, pero ninguno de los dos lo notó. Para ellos, el mundo exterior había desaparecido, dejando solo ese momento, ese espacio compartido donde sus corazones latían al unísono.

Después de un rato, Edward apoyó su frente contra la de Clarissa, ambos respirando profundamente, luego del momento intimo compartido, aun yacía dentro del interior de su esposa.

—Deberíamos salir antes de que el agua se enfríe —dijo él con una risa suave.

Clarissa asintió, aunque no parecía dispuesta a soltarlo.

—Pero este momento ha sido perfecto. Gracias, Edward.

—Siempre, mi amor. Siempre.

Ambos salieron del baño, con Elara esperando discretamente afuera con toallas cálidas. Aunque había sido un día largo, aquella noche en su refugio de Bath marcó el comienzo de una intimidad y amor más profundos, sellados en la calidez de un baño compartido y en los susurros de un amor eterno.

Tras el baño compartido, Edward ayudó a Clarissa a vestirse con una bata ligera mientras él se colocaba una camisa de lino suelta. Con una sonrisa llena de complicidad, salió al pasillo y llamó a un criado para dar instrucciones precisas.

—Quiero una cena sencilla pero especial, algo que podamos disfrutar en nuestra habitación. Asegúrate de que sea ligero y acompañado de un buen vino.

El criado asintió con rapidez, y Edward volvió a la habitación, encontrando a Clarissa sentada junto a la cama, peinando sus cabellos aún húmedos frente al tocador.

—¿Qué estás tramando ahora? —preguntó ella, sus ojos brillando con curiosidad al verlo entrar con una expresión traviesa.

—Solo aseguro que esta noche sea perfecta en todos los sentidos —respondió, inclinándose para besar su cuello con suavidad—. Espero que estés preparada para más sorpresas.

Poco tiempo después, un par de criados llamaron a la puerta, trayendo consigo una pequeña mesa adornada con un mantel blanco, platos cubiertos y candelabros que proyectaban una luz cálida. Se retiraron rápidamente tras acomodar todo, dejando a la pareja en la privacidad de la habitación.

Edward movió la mesa cerca de la ventana, desde donde la luz de la luna iluminaba suavemente la estancia. Ayudó a Clarissa a tomar asiento en una de las sillas y luego se sentó frente a ella.

—Espero que esto sea de tu agrado, mi amor —dijo mientras destapaba los platos, revelando una selección de frutas frescas, quesos finos, pan recién horneado y una sopa ligera.

Clarissa sonrió, conmovida por el gesto.

—Es más de lo que podría pedir, Edward. Gracias por hacer todo tan especial.

—Lo especial eres tú, Clarissa. Solo quiero que te sientas como mereces —respondió él, levantando una copa de vino para brindar—. Por nosotros y por todas las aventuras que nos esperan.

—Por nosotros —repitió ella, chocando suavemente su copa con la de él antes de beber.

Comieron despacio, entrelazando miradas y sonrisas. Edward a menudo alargaba la mano para rozar la de Clarissa, o para apartar un mechón de cabello de su rostro. Cada pequeño gesto estaba cargado de amor y ternura.

Cuando terminaron, Edward dejó los platos a un lado y se inclinó hacia Clarissa, tomando su rostro entre sus manos.

—Eres la mujer más hermosa que he visto jamás, y cada momento contigo me recuerda cuán afortunado soy —susurró antes de besarla con dulzura.

Clarissa respondió al beso, sus manos encontrando el camino hasta el cuello de su esposo, atrayéndolo más cerca. La intensidad entre ellos creció rápidamente, y Edward la levantó en sus brazos, llevándola a la cama mientras ella reía suavemente, con su rostro ruborizado.

—Edward, me haces sentir como si estuviera soñando —dijo, mirándolo con adoración mientras él la acomodaba con cuidado entre las sábanas.

—Entonces, déjame asegurarme de que nunca quieras despertar —respondió él, inclinándose sobre ella.

La habitación estaba iluminada por la suave luz de las velas, cuyo parpadeo añadía calidez al ambiente. Edward y Clarissa permanecían cerca el uno del otro, sus miradas entrelazadas en un silencio que decía más que cualquier palabra.

Edward acarició su mejilla con delicadeza, dejando que sus dedos recorrieran la línea de su mandíbula hasta detenerse en sus labios.

—Eres más de lo que alguna vez soñé, Clarissa —susurró, su voz apenas un murmullo.

Ella levantó una mano temblorosa para tocar su rostro, su mirada reflejando una mezcla de emoción y adoración.

—Y tú me has dado un lugar donde pertenecer, Edward. Contigo, estoy completa.

Edward inclinó la cabeza hacia ella, sus labios encontrando los de Clarissa en un beso lento, profundo y cargado de pasión contenida. Sus manos se movieron con suavidad, desatando los lazos de la bata que ella llevaba, dejando que la prenda cayera al suelo sin esfuerzo.

La piel de Clarissa brillaba bajo la tenue luz, y Edward la miró con una mezcla de reverencia y deseo.

—Eres hermosa, mi amor —dijo, su voz cargada de honestidad.

Ella, aunque ruborizada, no apartó la mirada, confiando plenamente en él. Extendió las manos hacia la camisa que él llevaba, desabrochando los botones con dedos que temblaban ligeramente. A medida que cada prenda caía, la distancia física entre ellos desaparecía, dejando solo el calor compartido de sus cuerpos.

Edward la tomó de la cintura, atrayéndola hacia él. Sus manos exploraron cada curva con ternura, como si quisiera memorizar cada detalle de ella. Clarissa cerró los ojos, dejándose llevar por las sensaciones que él despertaba en ella.

Él se unió a ella, sus cuerpos encontrándose como piezas de un rompecabezas que siempre habían estado destinadas a encajar. Cada movimiento, cada caricia, cada susurro hablaba de un amor profundo y sincero. No había prisa, solo un deseo mutuo de entregarse el uno al otro por completo, de compartir un momento que trascendiera lo físico y se convirtiera en algo eterno.

Clarissa lo miró a los ojos mientras sus manos se aferraban a los hombros de Edward. Mientras recibía las estocadas de su esposo.

—Te amo, Edward. Nunca pensé que algo tan puro pudiera existir.

—Y yo a ti, Clarissa. Eres mi todo —respondió él antes de besarla de nuevo, sellando su promesa con un gesto cargado de emoción.

Ambos se perdieron en el deseo de saciar sus cuerpos, en un ritmo constante y ella solo podía gemir el nombre de su amado, mientras el entraba y salía, llenándola por completo. Llegando al éxtasis puro, cuando finalmente descansaron, sus cuerpos entrelazados bajo las sábanas, Edward besó la frente de Clarissa y la abrazó con fuerza.

—Este es solo el comienzo, mi amor —dijo, su voz un susurro lleno de promesas—. Cada día será más hermoso que el anterior contigo a mi lado.

La noche avanzó mientras la pareja se perdía en caricias y besos. Sus risas suaves llenaban la habitación, mezclándose con los susurros de palabras tiernas. Edward era paciente y atento, asegurándose de que cada momento fuera especial para ambos. Clarissa, exhausta pero feliz, sonrió contra su pecho antes de dejarse llevar por el sueño. La noche se cerró alrededor de ellos, un refugio seguro para un amor que acababa de comenzar, pero que ya era eterno.

Finalmente, cuando ambos estaban agotados pero felices, Edward se tumbó junto a Clarissa, abrazándola con fuerza contra su pecho.

—Nunca pensé que podría amar a alguien tanto como te amo a ti, Clarissa —murmuró, su voz cálida y tranquila.

Ella levantó la vista para mirarlo, sus ojos brillando con emoción.

—Yo tampoco, Edward. Nunca creí que el amor pudiera ser así, tan real, tan profundo.

Él le besó la frente y acarició su cabello mientras la luz de las velas se desvanecía lentamente, dejando que la oscuridad y la paz de la noche los envolvieran. Juntos, se durmieron entrelazados, soñando con el futuro que construirían juntos.

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