Capítulo XXVI
El sol de la mañana iluminaba la gran casa, bañando el vestíbulo con un suave resplandor dorado. Clarissa, vestida con un sencillo pero elegante vestido de viaje, se encontraba junto a Edward, quien llevaba su característico aire de confianza y serenidad. El equipaje ya había sido cargado en el carruaje, y los caballos esperaban, inquietos, ante la perspectiva del largo viaje que les aguardaba.
La madre de Edward, la duquesa viuda, se acercó a Clarissa con una sonrisa cálida. Sus ojos, siempre atentos, estaban llenos de un afecto genuino que no podía ocultar.
—Querida, este será solo un pequeño viaje, pero la casa se sentirá vacía sin ustedes —dijo, tomando las manos de Clarissa entre las suyas—. Te extrañaremos más de lo que imaginas.
Clarissa sintió un nudo en la garganta. Había temido, en los días previos a su matrimonio, que nunca pudiera estar a la altura de las expectativas de aquellas mujeres que tanto significaban para Edward. Pero ahora, mientras veía la sinceridad en sus rostros, supo que esos miedos habían quedado atrás.
—Gracias, milady. Este hogar ya es mío también, gracias a su generosidad y a la bondad con la que me han recibido —respondió, su voz temblando ligeramente por la emoción.
La abuela de Edward, siempre directa y con un espíritu inquebrantable, avanzó con paso firme.
—¡Nada de lágrimas! —exclamó, aunque sus propios ojos brillaban sospechosamente—. Esta familia te adora, niña. No olvides que siempre tendrás un lugar aquí. Y tú, Edward... —se giró hacia su nieto con una ceja arqueada—, más vale que cuides bien de este tesoro que tienes en tus manos.
Edward sonrió, inclinándose para besar la mejilla de su abuela.
—¿Acaso lo dudas, abuela?
La anciana lo fulminó con la mirada, aunque una sonrisa asomaba en sus labios.
—No dudo de ti, pero nunca está de más recordártelo.
Clarissa no pudo evitar que se le humedecieran los ojos mientras ambas mujeres la abrazaban, despidiéndose con palabras cálidas y promesas de cartas.
—Las extrañaremos, y espero que el viaje sea placentero. Pero, sobre todo, cuídense mucho y regresen pronto —dijo la duquesa, abrazando a su hijo por última vez antes de que él ayudara a Clarissa a subir al carruaje.
Mientras partían, Clarissa miró por la ventanilla y vio a ambas mujeres de pie en el pórtico, despidiéndose con sonrisas que irradiaban amor y orgullo.
El carruaje avanzaba a un ritmo constante por los caminos serpenteantes de la campiña inglesa. A medida que se alejaban de Hertfordshire, el paisaje comenzó a cambiar. Los prados verdes se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicados de flores silvestres en tonos de amarillo y púrpura. Pequeños arroyos brillaban bajo la luz del sol, y los bosques cercanos proyectaban sombras refrescantes sobre el camino.
Clarissa miraba fascinada por la ventana.
—Es tan diferente de Londres —dijo, su voz suave, casi como si hablara consigo misma.
Edward, que estaba sentado junto a ella, le apretó la mano con suavidad.
—Lo es, y precisamente por eso lo amo tanto —respondió, observando el paisaje con una sonrisa—. Aquí todo parece moverse a un ritmo diferente, más tranquilo. Es el lugar perfecto para nosotros.
Hicieron varias paradas durante el trayecto. En una pequeña posada junto al camino, almorzaron un sencillo, pero delicioso pastel de carne acompañado de sidra local. Edward se aseguró de que Clarissa estuviera cómoda en cada momento, bromeando con los posaderos y asegurándose de que todo estuviera a su gusto.
—¿Siempre eres así de encantador? —preguntó ella con una sonrisa traviesa mientras él pagaba la cuenta.
—Solo contigo, mi amor —respondió, inclinándose para besarle la frente.
Más tarde, en otra parada, Clarissa insistió en bajar del carruaje para caminar un poco y estirar las piernas. Encontraron un pequeño arroyo que corría junto al camino, y Edward, como un caballero de los cuentos, la ayudó a cruzar un puente improvisado hecho de piedras.
—Es tan hermoso aquí —dijo Clarissa, deteniéndose para mirar el agua que fluía serenamente.
—Y todavía no has visto nada. Espera a llegar a Bath —respondió Edward, sus ojos brillando con emoción.
El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. El carruaje avanzaba lentamente por un camino bordeado de árboles cuyas sombras se alargaban con el paso de las horas. Tras varias paradas técnicas para cambiar los caballos y permitirles a Edward y Clarissa descansar un poco, la decisión de detenerse por completo comenzó a tomar fuerza.
—No sería prudente continuar viajando de noche, amor mío —dijo Edward, mirando a Clarissa mientras el carruaje se mecía suavemente—. Los caminos pueden ser traicioneros, y prefiero que estés segura y cómoda.
Clarissa, quien había pasado buena parte del trayecto fascinada por el paisaje y disfrutando de la compañía de su esposo, asintió con una sonrisa.
—Estoy de acuerdo. Además, sería agradable descansar y continuar el viaje al amanecer.
Edward golpeó suavemente el techo del carruaje para llamar la atención del cochero.
—¿Conoces algún lugar cercano donde podamos pasar la noche?
—Sí, su señoría. Hay un hostal no muy lejos de aquí, al pie de la próxima colina. Es pequeño, pero acogedor —respondió el cochero desde afuera.
Al cabo de unos minutos, el carruaje se detuvo frente a un edificio de piedra modesto pero encantador. Letreros de madera colgaban sobre la entrada, anunciando el nombre del lugar: "La Herradura Dorada." La fachada estaba adornada con flores en macetas que descansaban en los alféizares de las ventanas, y una luz cálida se filtraba desde el interior, prometiendo comodidad y refugio.
Edward ayudó a Clarissa a descender del carruaje, ofreciéndole su brazo.
—Parece prometedor, ¿no crees? —preguntó él, observándola con una sonrisa.
—Es encantador —respondió Clarissa, sintiendo cómo el cansancio comenzaba a pesar en sus pies, aunque su entusiasmo no menguaba.
Dentro del hostal, una mujer robusta y amable, que llevaba un delantal limpio, los recibió con una reverencia.
—Buenas noches, mis señores. Bienvenidos a La Herradura Dorada. ¿En qué puedo ayudarles?
Edward se adelantó.
—Buscamos una habitación para pasar la noche. Algo cómodo para mi esposa y para mí.
La mujer asintió rápidamente, con una sonrisa cálida.
—Por supuesto. Tengo una habitación disponible en la planta superior. Tiene una vista encantadora hacia los campos. Les prepararé también algo de cena, si lo desean.
Poco después, Clarissa y Edward se encontraron en una pequeña pero acogedora habitación con paredes de madera y una cama con un dosel sencillo adornado con cortinas blancas. Una ventana abierta dejaba entrar la brisa nocturna, trayendo consigo el aroma del campo y el leve murmullo de un riachuelo cercano.
—No es tan lujoso como nuestra casa, pero tiene su encanto —comentó Edward mientras se quitaba la chaqueta y se acercaba a la ventana.
Clarissa, sentada al borde de la cama, observó el lugar con una sonrisa tranquila.
—Es perfecto. Después de todo, no necesito más que estar contigo.
Unos toques suaves en la puerta anunciaron la llegada de una bandeja con la cena: pan recién horneado, queso, una sopa caliente y una botella de vino tinto. Ambos cenaron sentados junto a la ventana, compartiendo risas y reflexionando sobre lo hermoso que había sido el viaje hasta el momento.
Cuando terminaron, Edward se acercó a Clarissa, quien observaba las estrellas desde la ventana. Rodeándola con sus brazos, susurró:
—Mañana continuaremos nuestro camino, pero esta noche es nuestra. Un pequeño descanso antes de llegar a nuestro destino final.
Clarissa se recostó contra su pecho, cerrando los ojos por un momento y disfrutando de la calidez de su cercanía.
—Gracias por hacer de este viaje algo tan especial, Edward. Cada momento contigo es un recuerdo que atesoro.
—Y yo contigo, mi amor —respondió él, dejando un beso en su cabello.
Esa noche, bajo el techo modesto de La Herradura Dorada, Clarissa y Edward disfrutaron de un descanso reparador, acompañados por el sonido del viento y el tranquilo murmullo del campo, listos para continuar al amanecer y crear más recuerdos inolvidables en su camino hacia Bath.
El carruaje avanzaba lentamente por los caminos adoquinados de Bath, y la ciudad los recibió con un esplendor que parecía de otro tiempo. El sol de la tarde iluminaba las majestuosas casas georgianas, cuyas fachadas de piedra dorada brillaban con un cálido resplandor. Al aproximarse al Royal Crescent, Clarissa quedó sin palabras.
—Es... increíble —susurró, maravillada por la elegante curva de las residencias que parecían formar una media luna perfecta, rodeadas de verdes jardines que se extendían como alfombras de esmeralda.
Carruajes iban y venían por las calles bulliciosas, y las damas, con sus vestidos refinados, paseaban por los jardines, sosteniendo sombrillas de encaje que las protegían del sol. Los caballeros, algunos montados a caballo, otros conversando animadamente, completaban la escena que parecía sacada de una pintura.
Edward observó la expresión de asombro en el rostro de su esposa y no pudo evitar sonreír.
—Bath tiene ese efecto en todos los que la visitan por primera vez —comentó, tomando su mano—. Pero aún no hemos llegado a nuestro destino.
Clarissa lo miró, intrigada.
—¿No nos quedaremos aquí?
—No exactamente —respondió Edward, con una chispa de misterio en sus ojos—. Te prometí algo especial, ¿no?
El carruaje continuó su trayecto, dejando atrás el bullicio del centro de Bath. Poco a poco, las calles adoquinadas dieron paso a caminos rurales bordeados por altos árboles que formaban un dosel natural sobre ellos. El sonido de la ciudad se desvaneció, reemplazado por el canto de los pájaros y el suave susurro del viento entre las hojas.
Finalmente, tras una curva del camino, apareció ante ellos una casa que parecía sacada de un cuento de hadas. Construida en piedra clara que reflejaba la luz del sol, la casa estaba rodeada de jardines llenos de flores en tonos vivos de rojo, amarillo y púrpura. Un pequeño bosque se extendía más allá de la propiedad, y un arroyo serpenteaba cerca, añadiendo un murmullo relajante al ambiente.
Una terraza en la parte delantera ofrecía una vista impresionante de los campos que se extendían hasta el horizonte, salpicados de flores silvestres y pequeños grupos de árboles.
Edward se bajó primero del carruaje y extendió una mano hacia Clarissa para ayudarla.
—Bienvenida a nuestra casa de campo, mi amor —dijo con una sonrisa que reflejaba tanto orgullo como ternura—. Aquí, el tiempo parece detenerse. Espero que te guste.
Clarissa bajó del carruaje con cuidado, sus ojos recorriendo cada detalle del lugar. Sentía un nudo en la garganta, pero esta vez no era por tristeza ni nostalgia, sino por una felicidad tan pura que casi le resultaba abrumadora.
—Edward... es maravilloso. Es más de lo que podría haber imaginado.
Él la rodeó con un brazo, acercándola a él.
—Este lugar siempre ha sido especial para mí. Era donde pasaba los veranos de niño con mi familia, pero ahora quiero que sea nuestro refugio, un lugar donde podamos construir recuerdos juntos.
Clarissa giró para mirarlo, sus ojos brillando con lágrimas que no pudo contener.
—Gracias, Edward. Por todo esto, por pensar siempre en lo que me haría feliz.
Él le acarició la mejilla, limpiando con el pulgar una lágrima que se deslizaba suavemente por su rostro.
—No hay nada que me haga más feliz que verte sonreír, Clarissa.
Edward tomó la mano de Clarissa y la guió hacia la entrada de la casa. Al cruzar el umbral, ella se encontró con un interior cálido y acogedor. Los suelos de madera crujían ligeramente bajo sus pies, y los muebles, aunque sencillos, estaban cuidadosamente escogidos para reflejar la tranquilidad del entorno. Una chimenea de piedra dominaba la sala principal, mientras que grandes ventanales ofrecían vistas panorámicas de los jardines.
—Mañana te mostraré los alrededores —dijo Edward, mientras recorrían las habitaciones principales—. Hay un pequeño bosque al que solía ir cuando quería estar solo, y un claro donde se pueden ver las estrellas con total claridad.
—¿Y el arroyo? —preguntó Clarissa con entusiasmo.
—Ah, sí. Es perfecto para un paseo al atardecer. Y también hay una colina cercana desde donde se puede ver toda la campiña. Es mi lugar favorito.
Clarissa lo escuchaba con atención, emocionada por todas las posibilidades que este lugar ofrecía.
Después de dejar sus pertenencias, Edward la llevó de nuevo a la terraza, donde una suave brisa hacía bailar las flores del jardín. Se sentaron juntos en un banco de madera, contemplando el paisaje mientras el sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados.
—Este lugar no es solo un refugio para nosotros —dijo Edward, mirando el horizonte—. Es un símbolo de lo que quiero para nuestro futuro: tranquilidad, amor y momentos que podamos recordar con alegría.
Clarissa apoyó la cabeza en su hombro, sintiendo una paz que nunca antes había experimentado.
—No podría pedir nada más —susurró—. Este lugar, tú, nosotros... todo es perfecto.
Edward entrelazó sus dedos con los de ella, apretándolos con suavidad.
—Entonces es un trato. Haremos de este lugar nuestro paraíso.
Mientras las últimas luces del día se desvanecían, Clarissa supo, con absoluta certeza, que acababa de comenzar el capítulo más feliz de su vida.
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