Capítulo XXV
Cuando finalmente descansaron, Edward rodeó a Clarissa con sus brazos, cubriéndola con la manta mientras ella apoyaba su cabeza en su pecho, escuchando el ritmo constante de su corazón. Permanecieron así, envueltos en el silencio cálido de la noche, sintiendo que ya no existía nada fuera de esa habitación, fuera de ese momento que era únicamente suyo. La noche avanzó entre susurros y risas suaves, entre caricias que hablaban más que las palabras. Para Clarissa, la cercanía de Edward era como encontrar un hogar que no sabía que buscaba, pero que necesitaba. Esta vez su trato no fue frio como en su vida pasada, que lo había herido tanto que se escudaba ante un trato demasiado lejano y sin intimidad. Para Edward, el descubrir cada detalle de ella era un privilegio que atesoraría siempre.
Finalmente, exhaustos, pero profundamente satisfechos, se acurrucaron juntos, sus cuerpos entrelazados. Clarissa apoyó la cabeza en el pecho de Edward, escuchando el ritmo constante de su corazón, mientras él acariciaba suavemente su cabello.
¿Cómo te sientes? —preguntó Edward en voz baja, rompiendo el silencio que había caído sobre ellos.
—Como si estuviera exactamente donde debo estar —respondió Clarissa, su voz cargada de una felicidad que nunca había conocido.
Edward sonrió y besó su frente antes de susurrar:
—Entonces, mi amor, esta es solo la primera de muchas noches como esta.
Clarissa cerró los ojos, permitiéndose creer en esas palabras mientras el sueño comenzaba a reclamarla. Fuera, la luna seguía brillando sobre la Mansión Ashworth, testigo silenciosa del inicio de una nueva vida juntos.
El primer rayo de sol se coló por las finas cortinas de seda, llenando la habitación con un cálido resplandor dorado. Edward despertó lentamente, notando la suave respiración de Clarissa a su lado. Ella estaba profundamente dormida, su cabello desordenado sobre la almohada y una expresión serena en su rostro. Los eventos de la noche anterior habían sido maravillosos, pero también agotadores. Había sido un día largo y emocionante para ambos, y Edward sabía que lo mejor sería dejarla descansar un poco más.
Con cuidado, deslizó el brazo que tenía bajo su cuerpo y se levantó sin hacer ruido. Ajustó las mantas para que ella no sintiera frío y se quedó unos segundos contemplándola antes de salir de la habitación. El simple hecho de verla ahí, en su cama, en su vida, como su esposa, le llenaba de una emoción indescriptible.
Ya vestido, caminó hacia su despacho, decidido a adelantar algunos asuntos antes de su partida hacia la luna de miel. No quería dejar nada pendiente que pudiera interrumpir el tiempo que deseaba dedicar completamente a Clarissa. Abrió las ventanas, dejando entrar el fresco aire de la mañana, y se sentó a revisar documentos y firmar algunas cartas.
El silencio reinaba en la casa, roto solo por el leve crujido de las hojas de papel y el sonido de su pluma deslizándose sobre el escritorio. Fue entonces cuando unos pasos suaves y conocidos se acercaron. Al levantar la vista, vio a su madre asomarse por la puerta entreabierta, con una sonrisa cálida iluminando su rostro.
—¿Trabajando ya? —preguntó, entrando con una elegancia innata y sentándose frente a él.
Edward dejó la pluma y se recostó en su silla, sonriendo.
—Solo adelantando algunos asuntos antes de partir. No quiero que nada interfiera en los próximos días.
La duquesa viuda lo miró con ternura, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Me alegra escucharlo, hijo. Pero dime, ¿cómo te sientes? Es tu primer día como hombre casado.
Edward se tomó un momento para responder, como si quisiera encontrar las palabras adecuadas.
—Me siento... completo. Es extraño cómo en un solo día todo cambia, pero al mismo tiempo, todo encaja perfectamente. Es como si esto fuera lo que siempre debió ser.
Su madre asintió con los ojos brillantes.
—Siempre supe que Clarissa era la indicada para ti. Desde la primera vez que la vi, supe que sería la mujer que iluminaría tu vida.
La conversación se tornó más íntima cuando la duquesa, con una chispa de emoción, añadió:
—Y pronto, espero, habrá un nuevo miembro en esta familia. Imagino que no pasará mucho tiempo antes de que tengamos un pequeño corriendo por estos pasillos.
Edward soltó una suave risa, negando con la cabeza.
—Madre, acabamos de casarnos. Es demasiado pronto para pensar en eso. Déjanos disfrutar este momento antes de que empieces a hablar de nietos.
Antes de que la duquesa pudiera replicar, la puerta se abrió nuevamente, revelando la figura de la abuela de Edward, quien entró con su característico aire autoritario y una mirada llena de determinación.
—¿Demasiado pronto? —exclamó, cerrando la puerta tras ella—. ¡Pamplinas! ¿Qué sentido tiene casarse si no es para continuar con la línea familiar?
Edward sonrió ante su brusca intervención y se levantó, haciendo una ligera reverencia para saludarla.
—Buenos días, abuela. Siempre es un placer escuchar tus opiniones directas.
Ella ignoró su comentario y se sentó junto a su hija, cruzando las manos sobre su bastón mientras lo miraba con una expresión severa pero divertida.
—No me digas que piensas pasar días de luna de miel sin siquiera considerar darle un heredero a esta familia. Si sigues esperando, terminarás tan gris como yo antes de tener hijos.
Edward rió, acostumbrado a sus comentarios.
—Tendré en cuenta tu consejo, abuela. Pero ahora, si me disculpan, debo atender algo importante.
Ambas mujeres levantaron la ceja en sincronía, mirándolo con curiosidad.
—¿Qué podría ser más importante que esta conversación? —preguntó su madre.
Edward recogió sus papeles y se puso de pie.
—Es hora de despertar a mi esposa. Este será nuestro primer desayuno como esposos, y quiero que sea especial.
Se inclinó para besar la frente de su madre y la mano de su abuela antes de salir del despacho con paso decidido.
Cuando la puerta se cerró tras él, la duquesa suspiró con orgullo.
—Hemos criado a un hombre excepcional, madre.
La abuela asintió, con una pequeña sonrisa en sus labios.
—Eso hemos hecho. Un hombre con principios y sensibilidad. Clarissa es una joven afortunada. Aunque debo decir que él también lo es.
Ambas compartieron una mirada de complicidad antes de dirigirse al comedor, llenas de satisfacción y alegría por el futuro que aguardaba a su familia.
Edward caminó con paso firme por los pasillos en dirección a su habitación. El sol ya iluminaba las paredes decoradas con retratos familiares, y la casa comenzaba a cobrar vida con los movimientos del personal. Al llegar, abrió la puerta con cuidado y se detuvo un momento en el umbral. Clarissa seguía dormida, su figura delicada envuelta en las suaves sábanas. La visión de ella, tan tranquila y hermosa, llenó su pecho de ternura.
Se acercó a la cama y se inclinó, rozando su mejilla con un beso suave.
—Buenos días, mi amor —murmuró con voz cálida—. Es hora de levantarse.
Clarissa abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la luz del día. Una sonrisa apareció en sus labios al verlo.
—¿Tan pronto? —preguntó con voz somnolienta, mientras se estiraba bajo las mantas.
—No tanto. Quiero que tengamos nuestro primer desayuno juntos como esposos antes de que los compromisos del día nos alcancen.
Antes de que ella pudiera responder, la puerta se abrió ligeramente, y Elara, su doncella de confianza, asomó la cabeza con una sonrisa discreta.
—Perdón por la interrupción, Su Gracia. Si la señora lo desea, puedo preparar el baño.
Clarissa asintió, agradecida.
—Gracias, Elara. Dame unos minutos.
Edward se inclinó para besarla una vez más en la frente.
—Te espero abajo, amor. No tardes.
Con una sonrisa, dejó la habitación, permitiendo a Elara y las demás doncellas atender a Clarissa. Mientras ella se preparaba, Edward descendió las escaleras hacia el vestíbulo, donde el mayordomo lo esperaba con un pequeño cuaderno de notas en la mano.
—¿Está todo listo para nuestra partida después del almuerzo? —preguntó Edward mientras revisaba una lista de detalles.
—Sí, Su Gracia. El carruaje estará preparado y sus pertenencias han sido enviadas al destino. ¿Desea algo más?
Edward negó con la cabeza, satisfecho.
—No, todo parece en orden. Gracias, Morgan.
Unos minutos después, escuchó el suave eco de pasos en las escaleras. Se giró y vio a Clarissa descendiendo con gracia, vestida con un delicado vestido de tonos pastel que resaltaba su belleza natural. Edward extendió su mano hacia ella y la tomó suavemente, llevándola consigo hacia los jardines.
El día no podía ser más perfecto. El cielo era un lienzo azul sin una sola nube, y la brisa ligera que soplaba entre las hojas de los árboles traía consigo el dulce aroma de las flores del jardín. Bajo la sombra generosa de un majestuoso roble, una mesa redonda había sido cuidadosamente preparada. Un mantel blanco impecable caía suavemente sobre los bordes, adornado con un centro de flores frescas en tonos pastel. La mesa estaba repleta de delicias: frutas de temporada, pan recién horneado, pequeños frascos de mermelada, mantequilla cremosa y una tetera humeante.
Edward, con una leve sonrisa, apartó una silla para Clarissa, quien se acercó con pasos elegantes.
—Espero que te guste el lugar —dijo con suavidad mientras la ayudaba a sentarse.
Clarissa alzó la vista hacia él, sus ojos brillaban con emoción.
—Es perfecto, Edward. Todo lo que podría desear para esta mañana.
Él tomó asiento frente a ella, y por unos instantes, ambos quedaron en silencio, disfrutando de la tranquilidad del momento. La brisa jugueteaba con algunos mechones sueltos del cabello de Clarissa, y Edward, casi de manera inconsciente, se inclinó para apartarlos delicadamente de su rostro.
—Siempre imaginé compartir momentos como este contigo —confesó él, su tono cargado de honestidad—. Sencillos, íntimos, pero llenos de significado.
Clarissa sonrió, llevando una taza de té a sus labios.
—Y yo siempre soñé con un amor como el nuestro. Es difícil creer que ya estamos aquí, que esto es real.
El desayuno transcurrió entre risas suaves y conversaciones ligeras, interrumpidas solo por los ocasionales trinos de los pájaros. Edward observaba cada detalle: la manera en que Clarissa inclinaba ligeramente la cabeza al hablar, la melodía de su risa, la forma en que sus dedos jugueteaban con la cuchara al remover el té. Para él, todo en ella era fascinante.
Cuando ambos terminaron, Edward se inclinó hacia adelante, tomando la mano de Clarissa entre las suyas.
—¿Lista para nuestra próxima aventura? —preguntó, su voz teñida de emoción.
Ella asintió, sus ojos llenos de curiosidad.
—¿A dónde vamos exactamente? Solo me dijiste que sería un lugar especial.
Edward se recostó en su silla, disfrutando de la oportunidad de revelar un poco más.
—Vamos a Bath. Es una ciudad preciosa, famosa por sus termas y su arquitectura georgiana. Pero no vamos solo como turistas. Hay un lugar especial que quiero mostrarte.
Clarissa ladeó la cabeza, intrigada.
—¿Un lugar especial?
Edward asintió, sonriendo.
—Es una casa familiar. Mi padre la compró hace muchos años como un lugar de retiro para la familia. Está rodeada por colinas verdes y campos floridos. Cuando era niño, solíamos pasar allí los veranos. Quiero que la veas, que la sientas como parte de nuestro mundo, porque ahora también es tuya.
Clarissa sintió cómo su pecho se llenaba de una calidez indescriptible. La idea de descubrir más sobre la historia de Edward y compartir esos lugares tan significativos para él hacía que su corazón latiera con fuerza. Dándose cuenta que al abrir su corazón a su esposo, estaban compartiendo momentos únicos y especiales que no habían vivido en su pasado.
—Suena maravilloso. No puedo esperar para verla.
Edward se inclinó hacia adelante, mirándola a los ojos.
—Quiero que construyamos recuerdos allí, Clarissa. Que sea un lugar donde volvamos en los años por venir, tal vez con una familia propia.
Ella sonrió, sonrojándose ligeramente ante la insinuación, y apretó su mano con ternura.
—Entonces será nuestro lugar especial.
Edward se levantó, extendiéndole la mano para ayudarla a ponerse de pie.
—Así será, mi amor. Ahora, vamos a prepararnos. El viaje nos espera.
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