Capítulo XVIII



Una tarde, Clarissa se encontraba en la sala de estar cuando el duque llegó con un ramo de flores raras, que solo se encontraban en los jardines privados del duque. Las flores eran de un color violeta profundo, casi etéreo, y Clarissa no pudo evitar admirarlas por su belleza única.

—¿Son preciosas, no? — dijo el duque, con una sonrisa al ver su admiración. —Las he traído para ti, Clarissa. Cada flor fue elegida por su singularidad, como tu.

—Edward, este gesto... es demasiado, — murmuró Clarissa, tocando suavemente los pétalos de las flores.

Isadora observaba todo desde el umbral de la puerta, sus labios apretados y la mirada fija en el ramo. Clarissa notó su presencia y, con una leve sonrisa, se acercó a su prima.

—Isadora, ¿quieres ver las flores? — le ofreció, con amabilidad, pero sabiendo que el ambiente estaba cargado de tensión.

—Es muy amable de su parte, —respondió Isadora, con una fría sonrisa, —pero no me interesa.

Clarissa no pudo evitar sentir una punzada de rencor al ver cómo su prima reaccionaba. A pesar de sus esfuerzos por ser amable, Isadora no podía disimular sus celos, aunque no esperaba que cambiara. Era evidente que la joven no compartía la misma emoción por su cortejo, pero Clarissa no quería que eso interfiriera en su felicidad.

A lo largo de las semanas, el cortejo continuaba con más cenas, bailes y salidas a la ópera. En una de esas veladas, el duque invitó a Clarissa a un recital privado, donde el salón de su mansión se llenó con los suaves acordes de un cuarteto de cuerdas. Mientras los músicos tocaban, él la miraba con una expresión casi solemne, como si la música estuviera hecha para ella, para este momento. Clarissa, al sentir su mirada sobre ella, le sonrió y le respondió con la misma intensidad de emoción, sabiendo que este era el tipo de amor que siempre había soñado, un amor genuino y sincero.

Pero en el fondo, mientras todo sucedía, el eco de los susurros y la mirada celosa de Isadora seguían presentes. Cada gesto del duque, cada mirada y cada palabra que se compartían entre él y Clarissa, era observado con recelo por su prima. Sin embargo, a pesar de las tensiones, Clarissa no podía evitar sentirse agradecida por este cortejo tan formal y lleno de respeto. El duque había logrado despertar en ella lo que en su vida pasada había permanecido dormido: la capacidad de amar y ser amada de una manera pura y sin reservas.

Finalmente, un día, cuando el cortejo ya estaba oficialmente aceptado por la familia de Clarissa, el duque le tomó la mano durante una de las cenas en la mansión de los Sinclair y, ante todos los presentes, le susurró: —Pronto, espero que podamos formalizar nuestra unión, Lady Clarissa. Será el honor de mi vida ser su esposo.

Clarissa, sonrojada y emocionada, asintió en silencio, sintiendo que la promesa de su futuro con él era finalmente una realidad. Pero a su lado, Isadora observaba con una sonrisa tensa, mientras su corazón se llenaba de dudas y frustración.

...

La velada en la mansión del marqués y su esposa fue un evento resplandeciente, lleno de elegancia y alegría. El salón principal estaba adornado con grandes candelabros de cristal, y las mesas repletas de exquisitos manjares resplandecían a la luz de las velas. Los murmullos de los invitados se mezclaban con la música suave de la orquesta, que tocaba en un rincón cercano. La celebración era especial, ya que se celebraba la llegada del hijo tan esperado del marqués y su esposa, y la atmósfera estaba llena de regocijo y afecto.

Clarissa, como invitada distinguida, se encontraba en el centro de la atención, rodeada por otras damas de la alta sociedad. Su vestido de terciopelo azul, adornado con detalles plateados, captaba las miradas de todos los presentes. Sus ojos brillaban con una mezcla de emoción y algo de nostalgia, mientras veía a las parejas bailar con gracia y elegancia.

Edward, el duque de Hertfordshire, estaba a su lado, disfrutando de la velada. Aunque su comportamiento era siempre digno y tranquilo, Clarissa podía notar la pequeña tensión que habitaba en él. No era difícil adivinar que algo le preocupaba, y eso la inquietaba. Sin embargo, cuando los primeros acordes de un vals comenzaron a sonar, Edward extendió su brazo hacia ella.

—¿Clarissa, me honra este baile? — preguntó él, una sonrisa sincera en su rostro.

Clarissa, con un ligero rubor, aceptó de inmediato. El baile era el tipo de momento que disfrutaban juntos, una de las formas más naturales para ellos de compartir su compañía, y ella no podía negar lo feliz que la hacía estar junto a él.

Ambos bailaron, moviéndose en perfecta sincronía, disfrutando de la música y del momento. El mundo a su alrededor parecía desvanecerse mientras sus ojos se mantenían fijos el uno en el otro, compartiendo una complicidad que crecía con cada paso. Para Clarissa, cada giro, cada pequeño movimiento que realizaban juntos era un recordatorio de lo mucho que había cambiado su vida desde que él había comenzado a cortejarla. Había en su corazón una paz que antes le era esquiva.

Sin embargo, su tranquilidad se vio interrumpida cuando el barón, un hombre que Clarissa conocía bien, se acercó a ellos con paso firme. El barón era conocido por su atractivo y su aire arrogante, y Clarissa, aunque cortés, no compartía la simpatía que muchos sentían hacia él.

—Lady Clarissa, —dijo el barón, inclinándose ante ella con una sonrisa torcida. —Un placer verla esta noche. ¿Sería tan amable de concederme este baile?

Clarissa, aunque sintió un leve malestar al ver la insistencia en su rostro, sabía que rechazarlo podría ser mal visto, especialmente en una celebración como aquella. La etiqueta y el protocolo de la alta sociedad requerían que aceptara, y aunque no deseaba bailar con él, no podía negarse sin arriesgar una reprimenda.

Con una sonrisa cuidadosamente compuesta, Clarissa asintió. —Será un placer, mi lord.

Edward observó en silencio la escena, una sombra de celos cruzando su rostro. Aunque mantenía la compostura, sus ojos no podían apartarse del barón, que tomaba la mano de Clarissa con demasiada confianza, como si ya se sintiera dueño de la situación. Su mandíbula se tensó, y un leve fruncimiento en su entrecejo indicó que no aprobaba la cercanía entre ambos.

Clarissa, por su parte, se veía incómoda mientras el barón la conducía hacia la pista de baile. Su actitud era insistentemente atrevida, con palabras halagadoras que a Clarissa le resultaban demasiado forzadas. El barón no dejaba de hablar sobre los eventos recientes, sobre el futuro brillante que veía para la nobleza, sobre cómo todos los ojos estaban puestos en los jóvenes que se estaban comprometiendo en esa temporada social.

—¿Es cierto, Lady Clarissa, — preguntó el barón con tono insinuante, — que los ojos de la alta sociedad ya están en su unión con el duque? Me parece que sería una pareja formidable.

Clarissa, sintiendo el peso de su mirada insistente, respondió con diplomacia, manteniendo la conversación superficial y educada. —Mi señor, aún no se ha decidido nada oficialmente. Las cosas deben llevarse con calma, como corresponde.

Mientras tanto, Edward no podía evitar seguir la danza desde su lugar, observando con atención cada paso que el barón daba cerca de Clarissa. El barón era astuto, y Edward sabía que no era precisamente su persona favorita entre los círculos cercanos a Clarissa. Había algo en él que no le inspiraba confianza, algo que no podía definir del todo, pero que lo mantenía alerta cada vez que el barón se acercaba demasiado a ella.

Finalmente, el vals terminó, y Clarissa, aunque aliviada, no podía evitar sentirse algo cansada por la conversación superficial del barón. El barón la dejó con una sonrisa amplia, asegurándole que esperaba volver a verla pronto, y sin darle tiempo a un respiro, Clarissa regresó rápidamente con su madre.

Edward, que se encontraba cerca, no pudo disimular su mirada fija en ella. Aunque no expresó su frustración en palabras, Clarissa notó la tensión en su rostro.

—Todo bien, ¿Edward? — preguntó, con una ligera sonrisa, mientras se acercaba a él.

—Todo está bien, — respondió Edward, aunque su tono era más frío de lo habitual. —Solo... no me gusta cómo ese hombre mira las cosas.

Clarissa comprendió inmediatamente que sus celos no eran infundados, y le respondió con un tono suave, casi de consuelo. —No se preocupe, Edward. El barón es solo un hombre de muchos en esta sociedad. Pero su preocupación me halaga.

Edward asintió lentamente, sin apartar la mirada de ella. —No me malinterpretes, Clarissa. Solo... quiero que sepas que, a veces, hay hombres que no siempre tienen las intenciones que muestran.

Clarissa, aunque algo sorprendida por la intensidad de sus palabras, asintió. —Lo sé, Edward. Y aprecio que siempre me lo recuerdes. Pero, por ahora, estoy aquí con ustedes, y no deseo que nada ni nadie me aleje de lo que tengo ahora.

Edward la miró en silencio por un largo momento, sus ojos más suaves, y un leve asentimiento confirmó que, aunque celoso y protector, confiaba en ella. Sin embargo, esa noche, la tensión entre los dos se mantenía en el aire, marcada por el cortejo del barón y la constante lucha interna de Edward por proteger lo que sentía.

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