Capítulo IV



El día de la boda de Clarissa con el Duque de Hertfordshire llegó con una majestuosidad que contrastaba con la tristeza que embargaba su corazón. La catedral estaba engalanada con flores blancas y la nobleza del reino se había congregado para presenciar el enlace. El vestido de Clarissa, un exquisito diseño de seda y encaje, ocultaba bajo sus pliegues el peso de una promesa incumplida y un amor perdido.

Mientras caminaba hacia el altar del brazo de su padre, Clarissa buscó entre la multitud un rostro familiar. El Barón de Ravenswood no estaba allí. Su partida, anunciada unos días antes con una breve carta llena de dolor y resignación, había terminado de romper el último hilo de esperanza que Clarissa conservaba.

La ceremonia transcurrió como un sueño borroso. Clarissa escuchó las palabras del sacerdote, sintió el frío metal del anillo en su dedo y pronunció los votos con una voz apenas audible. Al salir de la catedral del brazo del Duque, ahora su esposo, una lluvia de pétalos de rosa la recibió, pero su aroma dulce no lograba disipar la amargura que la inundaba.

Los primeros meses de matrimonio fueron un lento y doloroso descenso a la soledad. El Duque, como seguía llamándolo Clarissa para que supiese que no le tenía confianza y no pronunciaría su nombre, aunque cumplía con sus obligaciones sociales y económicas, mantenía una distancia emocional glacial. Su afecto, si alguna vez existió, se había extinguido tras la confesión de Clarissa sobre su amor por otro. La convivencia se convirtió en una tortura diaria, agravada por la presencia constante de la madre y la abuela del Duque, dos mujeres de carácter implacable que no perdían oportunidad de humillarla.

La mansión de Hertfordshire, antes un símbolo de grandeza y opulencia, se transformó en una prisión para Clarissa. Cada rincón le recordaba su infelicidad, cada objeto parecía burlarse de sus sueños rotos. Las cenas familiares se convirtieron en un suplicio, con la madre y la abuela del Duque lanzando comentarios venenosos sobre su falta de afecto por su esposo y su "deshonrosa" confesión.

—Una mujer decente jamás confesaría amar a otro hombre el día de su compromiso —espetó la abuela del Duque durante una de las cenas, con una mirada gélida que caló hasta los huesos de Clarissa—. Has traído la vergüenza a esta familia.

La madre del Duque, no menos cruel, añadió: —Mi hijo ha cometido un grave error al casarse contigo. No eres digna de él ni de su apellido.

Clarissa, en un principio, intentó ignorar los constantes ataques, pero la humillación continua y el desprecio manifiesto terminaron por minar su resistencia. Una tarde, durante una discusión especialmente virulenta, Clarissa, presa de la desesperación, explotó.

—¡Es verdad! ¡Amo a otro hombre! —gritó con lágrimas en los ojos—. ¡Y jamás amaré a su hijo! Me obligaron a casarme con él, pero eso no cambia mis sentimientos.

Sus palabras resonaron en el silencio del salón, dejando a las dos ancianas atónitas. La madre del Duque, recuperándose rápidamente de la sorpresa, le dedicó una mirada llena de odio.

—¡Cómo te atreves a hablarme así! —exclamó con furia—. ¡Fuera de mi vista! No quiero volver a verte.

A partir de ese día, la situación empeoró aún más. Clarissa fue prácticamente aislada del resto de la familia. Se le negaron las visitas, se le prohibió participar en eventos sociales y se le trató con el más absoluto desprecio. Las palabras que había pronunciado, nacidas de la desesperación, habían sellado su destino. Había cosechado lo que había sembrado: el rechazo y la soledad más absolutos. Su vida, que una vez prometió ser llena de amor y felicidad, se había convertido en una triste y amarga penitencia.

Un nuevo horror se sumó a la ya sombría existencia de Clarissa: estaba embarazada. El hijo que crecía en su vientre era fruto de su desdicha, una constante recordatorio de su matrimonio sin amor con el Duque. Lo rechazaba con cada fibra de su ser, viéndolo como una extensión de la prisión en la que vivía. A pesar de su inicial repulsión, una parte de ella, una parte profundamente femenina e instintiva, comenzaba a sentir una extraña conexión con la pequeña vida que albergaba.

El Duque, ajeno a la tormenta interna de Clarissa, se mostró complacido con la noticia. Proclamó con orgullo que un heredero para el ducado estaba en camino. Dos años después, ese heredero, un niño de ojos azules y cabello castaño rizado, fue bautizado como Ethan. Clarissa, sin embargo, se mantenía distante, incapaz de sentir el amor maternal que se esperaba de ella. Veía en Ethan un símbolo de su cautiverio, no un hijo al que amar.

En medio de esta turbulenta etapa, Clarissa, con la ayuda de su comprensiva prima, logró reanudar sus encuentros secretos con el Barón de Ravenswood. Cada encuentro era un bálsamo para su alma herida, un breve respiro en la asfixiante atmósfera de su matrimonio. El Barón, al verla tan desdichada, la apremiaba constantemente para que huyeran juntos.

—Clarissa, por favor, vámonos —le suplicaba en cada encuentro, tomando sus manos entre las suyas—. No puedo soportar verte sufrir así. Escapemos lejos, donde nadie nos encuentre.

Clarissa, con el corazón roto pero la mente clara, se negaba. Sabía que una fuga no solo la mancharía a ella con el estigma del adulterio, sino que también acarrearía graves consecuencias para su familia. Su padre, ya afectado por su desafortunado matrimonio, podría perder su posición y su reputación. No podía permitirse arrastrarlo a la ruina.

—No puedo, mi amor —le respondía con la voz entrecortada por las lágrimas—. Si huyéramos, mi familia lo perdería todo. No puedo ser la causa de su desgracia.

—Pero, ¿y tú? ¿Qué será de ti? —preguntaba el Barón con angustia.

—Debemos ser pacientes —decía Clarissa, secándose las lágrimas—. Intentaré obtener el divorcio. Es un proceso largo y difícil, lo sé, pero es la única manera de que podamos estar juntos sin lastimar a nadie más.

El Barón aceptaba a regañadientes su decisión. Comprendía la lógica de sus argumentos, aunque le doliera la espera. Sus encuentros, aunque breves y furtivos, se limitaban a castos besos y abrazos llenos de anhelo. Clarissa se aferraba a la pureza de esos momentos, decidida a no ceder a la pasión hasta que estuvieran libres de ataduras. No quería ser tachada de adúltera, no quería añadir más vergüenza a su nombre ni al de su familia. Esos besos eran la promesa de un futuro juntos, una esperanza tenue que la mantenía con vida en medio de la oscuridad.

...

La precaria situación económica del Barón de Ravenswood se había agudizado con el tiempo. Clarissa, consciente de ello y movida por la compasión y el amor que sentía, comenzó a darle pequeñas sumas de dinero en cada uno de sus encuentros secretos. Lo hacía con discreción, deslizando los billetes doblados en la palma de su mano durante un breve apretón o escondiéndolos entre las páginas de un libro que le prestaba. El Barón, aunque inicialmente reacio a aceptar su ayuda, terminó cediendo ante la insistencia de Clarissa y la necesidad apremiante.

Unas semanas después, se celebró una suntuosa fiesta en la mansión de un importante miembro de la nobleza. Clarissa, obligada a asistir del brazo del Duque, se sentía más sola que nunca en medio del bullicio y la ostentación. En un momento dado, un lacayo se acercó a ella con una nota. Era del Barón. La citaba en la biblioteca.

Con el corazón latiendo con fuerza, Clarissa se excusó con el Duque con una vaga explicación y se dirigió a la biblioteca. Al entrar, encontró al Barón esperándola junto a la ventana, la luz de la luna iluminando su rostro.

—Clarissa —susurró él, extendiendo una mano hacia ella.

Ella se acercó y él la tomó entre sus brazos. El silencio se rompió solo por el latido acelerado de sus corazones.

—Dime que me amas, Clarissa —le suplicó el Barón, con la voz temblorosa de emoción.

Clarissa, con los ojos llenos de lágrimas, asintió.

—Te amo, Thomas. Te amo con toda mi alma.

En ese instante, el Barón la besó. Fue un beso apasionado y desesperado, un beso que contenía todos los sentimientos que se habían reprimido durante tanto tiempo. Clarissa respondió al beso con igual intensidad, olvidando por un momento la realidad que los rodeaba.

Pero la burbuja de intimidad que habían creado se rompió de golpe. La puerta de la biblioteca se abrió de repente y el Duque de Hertfordshire entró en la habitación. Su rostro, al verlos abrazados, se transformó en una máscara de furia.

—¡Clarissa! —rugió, con la voz cargada de ira—. ¡Qué significa esto!

El Barón se separó de Clarissa de inmediato, pero ya era demasiado tarde. La escena había sido presenciada.

—Duque, yo... —comenzó a decir Clarissa, con la voz temblorosa.

—¡Cállate! —la interrumpió el Duque, con los ojos inyectados en sangre—. ¡Eres una adúltera! ¡Me has traicionado!

El escándalo se extendió rápidamente por la fiesta. Los murmullos y las miradas acusadoras se dirigieron hacia Clarissa, que se sentía morir de vergüenza. El Duque, fuera de sí, comenzó a gritar improperios contra el Barón, acusándolo de deshonrar a su esposa y a su familia.

La situación se tornó tensa y peligrosa. Los invitados se agolparon alrededor de la biblioteca, ávidos de presenciar el drama. La reputación de Clarissa, ya maltrecha, quedó hecha pedazos. El futuro que había intentado construir con tanta cautela se desmoronaba ante sus ojos. El beso que tanto había anhelado se había convertido en la sentencia de su condena.

El escándalo en la fiesta resonó por toda la alta sociedad. El nombre de Clarissa se convirtió en sinónimo de vergüenza y adulterio. Las miradas de condena la seguían a donde quiera que iba, y los murmullos a sus espaldas la atormentaban constantemente. El Duque, consumido por la furia y la humillación, se encerró en sí mismo durante días, sin dirigirle la palabra a Clarissa.

Finalmente, una tarde, la mandó llamar a su estudio. Clarissa entró con el corazón en un puño, temiendo lo peor. El Duque, sentado tras su escritorio, la observaba con una expresión que ella no lograba descifrar.

—Clarissa —comenzó, con una voz sorprendentemente calmada—. He reflexionado mucho sobre lo sucedido.

Clarissa permaneció en silencio, esperando sus siguientes palabras.

—Este matrimonio ha sido un error desde el principio —continuó el Duque—. No puedo perdonarte tu traición, y no puedo seguir viviendo en esta farsa. Una farsa que mi propio orgullo herido nos arrastró, ya que desde un principio fuiste clara con tus sentimientos, sin embargo, yo fui egoísta y te hice sufrir.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Clarissa. Sabía lo que venía.

—He decidido que lo mejor es que nos separemos —anunció el Duque—. Le daré a Ethan un hogar estable y una madre adecuada, alguien que lo ame y lo respete. Ya que tu no estas en condiciones de ser esa madre amorosa. Por Ethan, intente que lo nuestro funcionara, pero siempre me rechazaste no me diste una oportunidad de conquistar tu corazón.

Clarissa sintió un nudo en la garganta. La idea de separarse de Ethan le desgarraba el alma, pero sabía que no tenía derecho a reclamar nada.

—Entiendo, lo mejor es que el niño se quede contigo. En cuanto al corazón es algo donde no podemos mandar, no podemos hacer que se encienda y se apague —susurró con la voz entrecortada.

—Seré generoso contigo, Clarissa —dijo el Duque, suavizando su tono—. Eres la madre de mi hijo, y aunque me hayas lastimado profundamente, no quiero verte sufrir. Te proporcionaré una cantidad de dinero que tendrás que administrar y una hacienda para que puedas mantenerte y rehacer tu vida.

Clarissa lo miró con sorpresa. No esperaba tal gesto de clemencia.

—Además —continuó el Duque, con una mirada que denotaba una profunda tristeza—, no desafiaré al Barón a un duelo. Sé que lo amas, y aunque me duela admitirlo, quiero que seas feliz.

Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Clarissa. No podía creer lo que estaba escuchando. El Duque, a pesar de todo el dolor que le había causado, estaba demostrando una nobleza y una generosidad que ella no creía posibles. Aunque, a decir verdad, él no era cruel como su madre y abuela.

—Duque... yo... —intentó decir, pero las palabras se le atragantaron en la garganta.

—No digas nada, Clarissa —la interrumpió él, con una leve sonrisa triste—. Solo quiero que sepas que, a pesar de todo, te amé de verdad, pero mi orgullo no me permitió enmendar mi error al obligarte a casarte conmigo. Y aunque nuestro matrimonio no haya funcionado, espero que encuentres la felicidad que mereces.

Con esas palabras, el Duque se levantó y salió del estudio, dejando a Clarissa sumida en un mar de emociones contradictorias. Sentía una profunda tristeza por la pérdida de su matrimonio y la separación de su hijo, pero al mismo tiempo, una extraña sensación de alivio y esperanza comenzaba a florecer en su interior. El Duque, a su manera, le había dado la libertad que tanto anhelaba. Le había demostrado un amor verdadero, un amor que trascendía el rencor y la traición. Y aunque el camino que tenía por delante no sería fácil, Clarissa sabía que, por primera vez en mucho tiempo, tenía la oportunidad de construir una vida feliz junto al hombre que amaba.


NOTA: Mis fantasmitas lectores, ando inspirada.

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