Capítulo III
El sol de la mañana siguiente se filtraba entre las cortinas de la habitación de Clarissa, despertándola con su suave calidez. Al incorporarse, notó una pila de periódicos sobre su tocador. Con curiosidad, tomó el ejemplar superior. El titular, escrito en letras grandes y elegantes, captó su atención de inmediato: "Lady Clarissa Sinclair, la Joya de la Temporada".
El artículo elogiaba su gracia, su belleza y su encanto durante el baile de la noche anterior, describiéndola como "una estrella que brillaba con luz propia". Mencionaba también la presencia de distinguidos caballeros que cortejaban su atención, incluyendo una sutil referencia al Duque de Blackwood, describiéndolo como "uno de los solteros más codiciados del reino". No se mencionaba a Lord Ashworth, lo cual, extrañamente, decepcionó un poco a Clarissa.
Unos días después, la familia Sinclair asistió a otro baile, esta vez en la residencia de los marqueses de Dorchester. Clarissa, a pesar de la insistente compañía del Duque, se sentía distraída. Sin embargo, su atención fue captada por un nuevo rostro en la multitud. Un hombre alto y de porte elegante, con una sonrisa amable y unos ojos penetrantes que parecían observarla con particular interés. Se trataba del Barón de Ravenswood, un joven que acababa de llegar al condado y cuya presencia generaba gran expectación en la sociedad.
A lo largo de la noche, Clarissa y el Barón coincidieron en varios bailes. Sus conversaciones, aunque breves, fueron intensas y llenas de ingenio. Clarissa se sintió atraída por su espíritu libre y su conversación estimulante, muy diferente a la rigidez del Duque. El Barón, por su parte, quedó prendado de la belleza y la inteligencia de Clarissa.
Esta creciente cercanía no pasó desapercibida para el conde de Sinclair. Una noche, al regresar a casa después de un baile, el conde llamó a Clarissa a su estudio. Su rostro denotaba una clara molestia.
—Clarissa, he notado tu... excesiva familiaridad con el Barón de Ravenswood —dijo con voz severa—. Te prohíbo que sigas relacionándote con él.
Clarissa, sorprendida por la dureza de su padre, se defendió:
—Padre, el Barón es un caballero encantador. No entiendo por qué me prohíbe su compañía.
—No me importa si es encantador o no —replicó el conde—. No es un partido adecuado para ti. Ya te he hablado del Duque de Blackwood. Un matrimonio con él te asegura un futuro brillante y nos beneficia a todos. O con el Duque de Hertfordshire. No quiero verte cerca del Barón de Ravenswood.
—No me casaré con el Duque Blackwood o Hertfordshire si no lo amo —exclamó Clarissa con determinación—. Y no dejaré de hablar con el Barón solo porque usted me lo ordene.
El rostro del conde se ensombreció aún más.
—Si sigues desafiándome, Clarissa, te desheredaré —amenazó con frialdad—. No permitiré que arruines tu futuro y el de nuestra familia por un capricho.
Clarissa se quedó sin palabras, sintiendo un escalofrío recorrer su cuerpo. La amenaza de su padre era seria.
Unas semanas después, durante una tarde en la que Clarissa se encontraba en el jardín leyendo un libro, el Duque de Hertfordshire, Lord Ashworth, se acercó a ella con una sonrisa complaciente.
—Lady Clarissa —dijo con voz grave—, me complace informarle que he hablado con su padre y él me ha dado su bendición para cortejarla formalmente.
Clarissa sintió que el mundo se le venía encima. La noticia la golpeó con tal fuerza que perdió el conocimiento y se desmayó en el acto. Al despertar, con la ayuda de su doncella, un torrente de ira y desesperación la invadió. Decidida, buscó al Duque. Lo encontró en la biblioteca, revisando unos documentos.
—Duque —dijo con voz firme, entrando en la habitación sin previo aviso—, necesito hablar con usted.
El Duque la miró con sorpresa.
—Lady Clarissa, ¿se encuentra bien? Me han dicho que...
—No me interesa lo que hayan dicho —interrumpió Clarissa con vehemencia—. He venido a decirle que no acepto su cortejo. No me interesa casarme con usted. Lo desprecio.
El Duque se quedó atónito ante la declaración de Clarissa. Su orgullo, herido por el rechazo público, se inflamó. Una sombra de determinación cruzó su rostro.
—Lady Clarissa —dijo con una voz helada—, se arrepentirá de estas palabras. Le demostraré que se equivoca. Insistiré en su cortejo, y me aseguraré de que usted se convierta en mi esposa. Será una lección que jamás olvidará.
Con estas palabras, el Duque se retiró de la biblioteca, dejando a Clarissa temblando de rabia y temor. La situación se había complicado más de lo que jamás hubiera imaginado.
...
El cortejo del Duque de Blackwood se desarrolló con la formalidad y la pompa que cabía esperar de un hombre de su posición. Desayunos oficiales, paseos por los jardines, visitas a la ópera y cenas con la alta sociedad llenaban la agenda de Clarissa. El Duque, aunque siempre cortés y atento, demostraba un afecto frío y calculador, con su orgullo herido, ya que antes le interesaba hacerla su esposa porque estaba muy interesado en ella, pero ahora estaba más preocupado por la imagen que proyectaba como futuro esposo de una joven tan admirada como Clarissa que por conectar realmente con ella. Sus conversaciones giraban en torno a sus propiedades, sus linajes y sus planes para el futuro, dejando poco espacio para la intimidad o la emoción.
En contraste con la formalidad del cortejo ducal, los encuentros de Clarissa con el Barón de Ravenswood eran espontáneos y llenos de vida. A menudo se encontraban en las bibliotecas de las casas de sus amistades, entre estanterías polvorientas y el suave susurro de las páginas. Otras veces, coincidían en los jardines, paseando bajo la luz de la luna o a la sombra de los árboles centenarios. Sus conversaciones eran apasionadas, llenas de ingenio y de una conexión que Clarissa nunca había experimentado antes. Hablaban de libros, de filosofía, de arte y de sus sueños, compartiendo secretos y risas cómplices.
La atracción entre ellos era innegable, una fuerza magnética que los atraía irremediablemente. Sin embargo, Clarissa, atormentada por la promesa que se había hecho a sí misma de llegar pura al matrimonio, se resistía a ceder a sus impulsos. Cada encuentro terminaba con una despedida dolorosa, un anhelo contenido y un juramento silencioso de mantener la castidad. El Barón, respetando sus deseos, se limitaba a mirarla con adoración y a prometerle que esperaría el tiempo que fuera necesario.
A pesar de la emoción que le producían estos encuentros furtivos, Clarissa se sentía profundamente triste. La idea de casarse con el Duque de Hertfordshire, un hombre al que no amaba, la consumía por dentro. Se sentía atrapada entre el deber filial y sus propios deseos, entre la promesa a su padre y la posibilidad de encontrar la felicidad junto al Barón.
Una tarde, abatida por la tristeza, Clarissa buscó consuelo en su hermana Isadora. La encontró en su tocador, terminando de arreglarse para una visita.
—Isadora, necesito hablar contigo —dijo Clarissa con la voz temblorosa.
Isadora, al ver la expresión de su hermana, la invitó a sentarse.
—¿Qué te sucede, Clarissa? Estás pálida.
Clarissa le contó sobre sus encuentros con el Barón, sobre la intensidad de sus sentimientos y sobre la angustia que le producía la inminente boda con el Duque.
—Me siento tan confundida, Isadora —dijo con lágrimas en los ojos—. Amo al Barón, pero tengo que casarme con el Duque. No sé qué hacer.
Isadora escuchó atentamente a su hermana y luego la tomó de las manos con cariño.
—Clarissa, entiendo lo que sientes —dijo con voz suave—, pero debes ser fuerte. Nuestro padre ha depositado grandes esperanzas en este matrimonio. Unirnos a la familia del Duque de Hertfordshire nos asegura un futuro próspero y eleva nuestro estatus social. Es un sacrificio que debes hacer por nuestra familia.
—Pero, Isadora, ¿y mi felicidad? —preguntó Clarissa con desesperación.
—A veces, la felicidad personal debe ceder ante el deber —respondió Isadora con un suspiro—. Debes honrar a nuestro padre y cumplir con tu compromiso. El Duque es un hombre respetable y te proveerá una vida cómoda y segura. Con el tiempo, aprenderás a quererlo.
Clarissa bajó la mirada, sintiendo un nudo en la garganta. Las palabras de su hermana resonaban con la dura realidad que le tocaba vivir. Sabía que Isadora tenía razón, que su deber era casarse con el Duque y asegurar el bienestar de su familia. Pero en su corazón, una pequeña llama de esperanza seguía ardiendo, alimentada por los recuerdos de sus encuentros con el Barón y la promesa de un amor que quizás, algún día, podría ser posible.
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