Capítulo I
Condado de Hertfordshire
Clarissa Sinclair, una joven de belleza delicada y espíritu soñador, creció bajo el amparo de los altos muros de Sinclair Manor, una majestuosa propiedad que se alzaba entre los verdes campos de Hertfordshire. Su vida, hasta entonces, había transcurrido entre lecciones de piano, paseos a caballo por los jardines y tertulias vespertinas junto a su adorada prima, Isadora.
Isadora Sinclair, aunque prima de Clarissa, era para ella como una hermana de sangre. Huérfana desde la infancia, tras un trágico accidente que le arrebató a sus padres, había sido acogida por los Condes de Sinclair como una hija más. Su padre, el Conde anterior, hermano mayor del actual Conde, había perecido en ese mismo accidente, dejando un vacío imborrable en la familia y un cambio drástico en el destino de Isadora.
Lord Frederick Sinclair, tío de Isadora y padre de Clarissa, heredó el título y las responsabilidades que conllevaba. El condado, con sus vastas tierras y sus numerosas propiedades, pasó a sus manos, sumiendo a la familia en un periodo de duelo y adaptación. La muerte de la Condesa, madre de Isadora, en el mismo infortunio, añadió una capa de tristeza aún más profunda.
Clarissa recordaba vagamente a su tío, el anterior Conde, un hombre de semblante amable y sonrisa cálida. La repentina pérdida había marcado un antes y un después en sus vidas. Isadora, en particular, sufrió profundamente la ausencia de sus padres, encontrando consuelo únicamente en el cariño incondicional de Clarissa y sus tíos.
A pesar de la sombra del pasado, la vida en Sinclair Manor continuó. Clarissa e Isadora crecieron juntas, compartiendo secretos, sueños y travesuras. Clarissa, con su naturaleza dulce y reflexiva, soñaba con su debut en sociedad, imaginándose bailando con caballeros elegantes y conociendo a personas fascinantes. Isadora, de carácter más reservado y melancólico, encontraba refugio en la lectura y la música, aunque también compartía la ilusión de su prima por el próximo baile de presentación.
Sin embargo, una sutil diferencia comenzaba a manifestarse entre ellas. Clarissa, como hija del Conde, era la heredera natural del patrimonio familiar, mientras que Isadora, aunque amada como una hija, ocupaba una posición diferente dentro de la jerarquía social. Esta distinción, aunque nunca expresada abiertamente, comenzaba a crear una tenue distancia entre las dos jóvenes.
El anuncio del baile anual ofrecido por el Duque de Blackwood, un evento social de gran importancia en la región, generó una gran expectación en Sinclair Manor. Para Clarissa e Isadora, este baile representaba su debut en sociedad, la oportunidad de presentarse ante la alta sociedad británica y comenzar a forjar su propio camino.
Los preparativos para el baile ocuparon los días previos al evento. Las costureras trabajaban sin descanso para confeccionar los elaborados vestidos que lucirían las jóvenes. Madame Dubois, la modista principal, una mujer de gran talento y experiencia, se encargó personalmente de supervisar cada detalle.
Clarissa eligió un vestido de seda color marfil, adornado con delicados encajes y perlas. Isadora, por su parte, optó por un diseño en tono verde jade, que resaltaba el color de sus ojos y su elegante figura. Las joyas familiares, cuidadosamente guardadas en el cofre del Conde, fueron seleccionadas para complementar los atuendos de las jóvenes.
Mientras las costureras trabajaban y los preparativos avanzaban, pequeños secretos comenzaban a circular entre los muros de la mansión. Susurros apenas audibles, miradas furtivas y comentarios a media voz creaban una atmósfera de tensión que no escapaba a la percepción de Clarissa.
Notaba que Isadora se mostraba cada vez más distante y taciturna. Aunque intentaba ocultarlo, Clarissa percibía una tristeza profunda en los ojos de su prima, una sombra que parecía oscurecer su habitual serenidad.
Una tarde, mientras paseaban por los jardines, Clarissa intentó hablar con Isadora sobre su estado de ánimo.
—Isadora, ¿te ocurre algo? Te noto extraña últimamente —preguntó Clarissa con suavidad.
Isadora suspiró profundamente y miró a su prima con una expresión melancólica.
—Clarissa, a veces me siento como si no perteneciera a este lugar —confesó con la voz temblando—. Aunque me quieres como una hermana, me siento fuera de lugar.
Clarissa tomó la mano de su prima y la apretó con cariño.
—Isadora, eres mucho más que una prima para mí —dijo con sinceridad—. Eres mi hermana. Y siempre lo serás.
A pesar de las palabras de consuelo de Clarissa, Isadora no pudo evitar sentir una punzada de amargura. La diferencia entre sus posiciones sociales, aunque nunca se hubiera hablado de ello directamente, era una realidad innegable. Y esa realidad, de alguna manera, comenzaba a influir en su relación.
Lady Clarissa Sinclair, una joven cuya belleza parecía esculpida por los mismísimos ángeles, siempre había albergado un anhelo profundo: su debut en sociedad. Sus sueños estaban tejidos con hilos de valses majestuosos, salones iluminados por candelabros de cristal y la promesa de bailar con los caballeros más distinguidos del reino. El baile anual ofrecido por el Duque de Blackwood, un evento de renombre en toda Inglaterra, representaba la culminación de sus aspiraciones, la llave que abriría las puertas a un mundo de elegancia y refinamiento.
Este año, la emoción se duplicaba, pues también debutaría su querida prima, Isadora. Huérfana desde la trágica muerte de su padre, Lord Charles Sinclair, en un desafortunado accidente de coche, Isadora había encontrado refugio y amor en el seno de la familia de su tío. La pérdida de Lord Charles había supuesto un duro golpe para todos, especialmente para Isadora, quien, además, vio cómo el título de Conde pasaba al hermano menor de su padre, al no haber descendencia masculina directa.
La historia de los Sinclair en Hertfordshire se remonta a principios del siglo XVIII, cuando el bisabuelo de Clarissa e Isadora, un ambicioso escocés llamado Alistair Sinclair, dejó las Tierras Altas en busca de fortuna. Dotado de un agudo ingenio para los negocios y una determinación inquebrantable, Alistair se estableció en Hertfordshire, una región próspera gracias a su cercanía con Londres. Allí, aprovechando el auge del comercio y la expansión de la industria, Alistair invirtió sabiamente en tierras y propiedades, construyendo un emporio que lo convirtió en uno de los hombres más acaudalados de la región. Su éxito no solo le granjeó una considerable riqueza, sino también un lugar destacado en la sociedad de Hertfordshire, donde los Sinclair, aunque de origen escocés, fueron reconocidos y distinguidos por su influencia y contribuciones a la comunidad. Este legado de prosperidad y distinción sería la base sobre la que se construiría el futuro de las siguientes generaciones de Sinclair, incluyendo a Clarissa e Isadora.
La mañana del baile, en Sinclair Manor, resonaba con el ajetreo propio de un gran evento. Criados corriendo de un lado a otro, doncellas haciendo sus tareas, y el suave murmullo de las costureras ajustando los últimos detalles de los vestidos. En su tocador compartido, Clarissa e Isadora se preparaban entre risas y confidencias. Lady Clarissa luciría un vestido de un delicado color perla, adornado con bordados de orquídeas de cristal que parecían florecer sobre la seda. Lady Isadora, por su parte, había optado por un elegante diseño en tono verde esmeralda, que resaltaba el brillo de sus ojos color avellana.
Sin embargo, la atmósfera festiva se vio abruptamente interrumpida. Un grito ahogado resonó en la estancia. Clarissa, con el corazón latiendo con fuerza, observó con horror una gran mancha de tinta carmesí que empañaba la perfección de su vestido, justo en el delicado bordado del escote. Las lágrimas amenazaban con brotar, pero Clarissa, con la serenidad que la caracterizaba, respiró hondo y buscó una solución.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Isadora, con la voz cargada de preocupación.
—Mi vestido ha sido arruinado—vocifero Clarissa, angustiada viendo sus sueños haciéndose añicos.
—Tranquila, encontraremos una solución —exclamó Isadora.
Al mismo tiempo, Lady Eleanor, condesa de Sinclair, entraba en la estancia, apresurada por el grito de su hija.
—¿Qué sucede, hija? —preguntó Lady Eleanor, con el ceño fruncido por la preocupación. Su mirada recorrió la habitación hasta detenerse en el vestido de Clarissa. Un suspiro escapó de sus labios al ver la mancha. —¡Oh, cielos!
—Es tinta, madre. No sé cómo ha podido ocurrir —explicó Clarissa, con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas que finalmente comenzaron a rodar por sus mejillas. —Es justo en el bordado. Madame Dubois tardó semanas en terminarlo.
Isadora se acercó a Clarissa y le puso una mano en el hombro en un gesto de consuelo. —Seguro que podemos quitarla. ¿Recuerdas el truco de la leche que nos enseñó la ama de llaves?
Lady Eleanor asintió, aunque su expresión seguía siendo de preocupación. —La leche puede funcionar en algunos casos, pero esta mancha parece bastante grande y la tinta es de un color intenso. Además, la seda es muy delicada.
—¿Qué vamos a hacer? El baile es esta noche —exclamó Clarissa, con la voz entrecortada por el llanto. La idea de no poder asistir a su propio debut en sociedad era devastadora.
Lady Eleanor se acercó a su hija y la abrazó con ternura. —Tranquila, querida. No permitiremos que esto arruine tu noche. Buscaré a la señora Hughes, nuestra doncella. Es muy ingeniosa y quizás conozca algún remedio. Mientras tanto, Isadora, ¿podrías buscar un paño limpio y agua fría? No frotes la mancha, Clarissa, solo presiónalo suavemente para que absorba la mayor cantidad de tinta posible.
Isadora asintió rápidamente y salió de la habitación en busca de lo que le había pedido la condesa. Lady Eleanor examinó la mancha con detenimiento. La tinta carmesí destacaba sobre la seda marfil, como una herida en la tela.
—Quizás también podríamos probar con un poco de alcohol —murmuró Lady Eleanor para sí misma. —Recuerdo que mi madre lo utilizaba para quitar ciertas manchas difíciles.
La tensión en la habitación era palpable. El tiempo apremiaba y el baile se acercaba rápidamente. La esperanza de que el vestido pudiera salvarse pendía de un hilo, pero la determinación de Lady Eleanor e Isadora de ayudar a Clarissa era inquebrantable. La noche, que había comenzado con tanta ilusión, se había convertido en una carrera contrarreloj.
La tensión en la habitación se palpaba como un velo espeso. El tiempo corría y la imagen de Clarissa sin su vestido en el baile de esa noche era impensable. Afortunadamente, en medio del caos, la señora Hughes, la doncella de la familia, llegó con una expresión decidida.
—Lady Sinclair, he traído lo que me pidió —dijo, mostrando un pequeño frasco con un líquido transparente y un paño de lino blanco—. He oído hablar de este remedio. Es una mezcla de alcohol isopropílico y zumo de limón. Dicen que es muy eficaz para las manchas de tinta, incluso en seda.
Con sumo cuidado, la señora Hughes aplicó la solución sobre un pequeño trozo de tela que había sobrado del vestido, en una zona poco visible, para probar su efecto. Al ver que no dañaba la seda, procedió a tratar la mancha con delicados toques, absorbiendo la tinta con el paño. Lentamente, la mancha carmesí comenzó a atenuarse, dejando un halo rosáceo casi imperceptible.
—¡Es increíble! —exclamó Isadora, con los ojos brillantes.
Después de varios minutos de minucioso trabajo, la mancha había desaparecido casi por completo. Un ligero rastro rosado permanecía, pero era tan tenue que apenas se notaba a simple vista.
—Madame Dubois podrá disimularlo con un poco de bordado adicional —dijo Lady Eleanor, aliviada—. ¡Rápido, llamadla!
Mientras esperaban a la modista, Lady Eleanor no podía sacudirse la extraña sensación que la había invadido desde que vio la mancha. No era una mancha accidental. La forma y la intensidad del color sugerían que la tinta había sido vertida intencionalmente. Decidida a llegar al fondo del asunto, comenzó a interrogar a las doncellas que habían estado cerca del vestido.
Tras una breve investigación, todas las miradas se dirigieron a Elara, una joven doncella que había llegado hacía poco a la casa. Al principio, Elara negó cualquier implicación, pero ante la insistencia de Lady Eleanor y la evidencia circunstancial, terminó confesando entre sollozos.
—Lo siento, milady —dijo con la voz temblorosa—. Estaba celosa de Clarissa. Siempre es tan amable y hermosa, y yo... yo solo quería arruinarle la noche.
Lady Eleanor la miró con severidad, pero también con cierta compasión. Comprendía la envidia juvenil, pero no justificaba sus actos.
—Elara, lo que has hecho es muy grave —dijo con firmeza—. Has puesto en peligro un evento muy importante para Clarissa y has causado una gran angustia a toda la familia.
Justo en ese momento, Madame Dubois llegó con su maletín de costura. Al ver el vestido, exclamó con su característico acento francés:
—¡Mon Dieu! ¡Qué horror! Pero no se preocupen, mis petites. Con un poco de mi magia, este vestido estará listo para deslumbrar esta noche.
Con la habilidad que la caracterizaba, Madame Dubois añadió unas delicadas flores de seda en el escote, estratégicamente colocadas para ocultar el tenue rastro de la mancha. El resultado fue incluso mejor que antes. El vestido lucía ahora aún más hermoso y único.
Mientras Madame Dubois trabajaba, Lady Eleanor se encargó de hablar con Elara. Le explicó las consecuencias de sus actos y le impuso una sanción. Aunque sentía cierta lástima por la joven, era importante que comprendiera la gravedad de su error.
Finalmente, cuando Clarissa se probó el vestido terminado, una sonrisa iluminó su rostro. El alivio y la felicidad la inundaron.
—¡Es perfecto! —exclamó, mirando su reflejo en el espejo—. Gracias, madre. Gracias, Isadora. Y gracias, Madame Dubois.
Lady Eleanor abrazó a su hija con ternura. A pesar del incidente, todo había salido bien. El baile continuaba y Clarissa brillaría esa noche como nunca. Sin embargo, la condesa sabía que debía estar más atenta a la dinámica entre el personal de la casa. El incidente con Elara había sido una lección importante.
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