3

Subí las escaleras con Thanos. Íbamos a la par, él con su caminar confiado y la actitud de quien siempre quiere llamar la atención, yo simplemente siguiéndole el ritmo. Atravesamos una gran puerta y llegamos a lo que parecía una terraza gigante, pero no era cualquier terraza.

El suelo era de arena fina y dorada, como un patio de juegos infantil, pero rodeado de paredes altísimas, pintadas con un cielo falso que se extendía hasta el techo. Parecía un escenario sacado de un maldito cuento infantil, pero había algo inquietante en la perfección artificial del paisaje. Como si estuviera diseñado para engañarnos, para hacernos olvidar que estábamos atrapados en este maldito juego.

Y ahí, justo al final del campo de arena, se alzaba ella.

Una muñeca gigante.

El tipo de cosa que encontrarías en un parque para niños, pero con un tamaño descomunal y una expresión demasiado serena para ser normal. Su vestido amarillo y su peinado recogido le daban un aire infantil, pero algo en su mirada fija, en su inmovilidad perfecta, me puso los pelos de punta.

A su lado, dos guardias de rojo se mantenían en posición, inmóviles como estatuas.

Thanos no pareció inmutarse. Como siempre, se entretenía en lo suyo. Comenzó a coquetear con una chica a nuestra derecha, lanzando rimas que probablemente solo él consideraba encantadores. Lo ignoré.

No me di cuenta en qué momento dejé de caminar a su lado.

Fue algo inconsciente.

Mis pasos me llevaron hacia adelante, sin un destino claro, hasta que me encontré avanzando por la arena, observando la muñeca gigante como si esperara que hiciera algo.

Pero no fue la muñeca la que atrapó mi atención.

Fue ella.

064.

No sé en qué momento mis pasos me guiaron hacia donde estaba.

Pero ahí estaba yo, acercándome a ella sin pensarlo.

Me acerqué más, sintiendo una extraña presión en el pecho. No sabía por qué demonios lo estaba haciendo, pero ya era tarde para detenerme.

Ella estaba ahí, con el número 064 cosido en el pecho, con la misma expresión impasible que había tenido desde que llegamos aquí. Se veía diferente, claro, más seria, más madura quizás. Pero era ella. No tenía dudas.

La chica de la discoteca.

La que terminé follando en un maldito lago a las cinco de la mañana.

Qué puta locura.

—Bonito escenario, ¿no? —dije, intentando sonar casual, aunque mi voz me sonó extraña en mis propios oídos.

Ella ni siquiera volteó a verme de inmediato. Mantuvo la vista al frente, observando la muñeca con una tranquilidad inquietante, antes de responder con la misma calma:

—Si te gustan los parques infantiles perturbadores, supongo que sí.

Su voz. Joder. Era la misma. Y la forma en la que respondía, sin darle demasiada importancia a nada, como si esto fuera cualquier cosa, como si no estuviéramos atrapados en un maldito juego que según había leído rapidamente era de vida o muerte.

Me humedecí los labios, sintiendo los nervios subir por mi garganta. No dejé que se notara. No podía.

—No pareces muy preocupada —comenté, esperando alguna reacción en su rostro. Pero no hubo nada. Ni una sonrisa, ni una mueca, nada.

—¿De qué serviría estarlo? —respondió simplemente.

Directa. Fría.

Joder. Sí.

Era ella.

—¿Nos conocemos? —pregunté, tanteando terreno.

Ella alzó una ceja, como si analizara la pregunta, como si estuviera decidiendo si valía la pena responder. Finalmente, me miró de reojo, y en ese momento supe que lo sabía.

Ella también me recordaba.

Pero en lugar de confirmarlo, solo dejó escapar una leve sonrisa, apenas un gesto en la comisura de sus labios, casi burlón.

—No lo sé —dijo, encogiéndose de hombros—. ¿Nos conocemos?

Maldita sea.

Jugaba conmigo. Lo sabía, lo sentía. Pero no podía hacer nada al respecto. Solo tragué saliva y desvié la mirada un segundo, volviendo a fijarme en la muñeca gigante.

—¿Tienes un mal presentimiento? —pregunté, solo para seguir hablando.

Ella suspiró.

—Tengo un mal presentimiento desde el momento en que llegué aquí.

Le creí.

Las puertas se cerraron con un estruendo sordo y definitivo, como un golpe seco contra la realidad. Sellándonos dentro.

El aire dentro del enorme espacio pareció tensarse. No solo el mío. El de todos.

Luego, una voz femenina y robótica retumbó por los altavoces.

El primer juego es: Luz roja, luz verde.

Luz roja, luz verde.

Las palabras hicieron eco en mi cabeza. Un juego de niños.

Pero algo en la forma en la que la voz lo anunció, en la resonancia casi vacía que tuvo en el espacio, hizo que mi pecho se apretara.

Mis ojos recorrieron el lugar mientras la voz mecánica seguía explicando las reglas. Un cielo azul pintado en las paredes, con nubes blancas y perfectas, de esas que solo existen en caricaturas. Colinas verdes dibujadas con líneas gruesas y simples, como si un niño las hubiera garabateado con crayones en una pared. La arena bajo mis pies era suave y clara, casi como si estuviéramos en un patio de juegos.

Todo era tan... infantil.

Tan absurdamente fuera de lugar.

Y aún así, sentía que estaba dentro de una trampa.

"Cuando la muñeca diga 'luz verde', pueden avanzar. Cuando diga 'luz roja', deben detenerse por completo."

Fácil. Demasiado fácil.

¿Por qué entonces había algo tan profundamente erróneo en todo esto?

El instinto en mi pecho me decía que algo estaba mal.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo.

No era miedo a perder, o a no hacerlo bien. No. Era un miedo diferente, más primitivo. Un miedo a lo desconocido.

Apreté la mandíbula, pero me obligué a mantenerme calmada.

No iba a mostrar nerviosismo. No iba a demostrar ni una pizca de inseguridad.

Respiré hondo.

Mi mirada se deslizó hacia el chico a mi lado. 124.

Me era difícil descifrarlo. No parecía estar nervioso, pero tampoco relajado. No tenía la actitud irritante y exagerada de Thanos, pero aún así se mantenía a su lado, siguiéndole el juego. Como si le divirtiera todo esto.

No entendía por qué lo hacía.

No parecía ser el tipo de persona que se arrastra detrás de alguien como él.

Pero allí estaba.

Sin embargo, no era momento para analizarlo.

No ahora.

Porque el silencio en el campo se hizo aún más espeso, y mi pecho se comprimió cuando la voz mecánica habló una última vez:

El juego comienza ahora. Para ganar, deben cruzar la meta en cinco minutos sin ser atrapados.

Y en ese instante, la realidad se partió en dos.

Entonces, el ambiente ya tenso se rompió de una forma distinta cuando alguien comenzó a abrirse paso entre las personas que aguardaban en la línea. Era un hombre mayor, de cabello canoso y movimientos torpes, pero lo suficientemente decidido como para atravesar el grupo sin importarle los murmullos que dejaba a su paso.

El número 456.

Lo reconocí de reojo por el número en su pecho, pero lo que me llamó la atención fue su expresión: puro pánico.

Cuando finalmente se detuvo, ya varios metros delante de la línea, giró sobre sus talones, enfrentándose a todos nosotros como si estuviera en medio de un juicio público. Sus ojos estaban abiertos de par en par, y su respiración agitada hacía que su voz temblara al alzarse sobre el murmullo general:

¡Escuchen! ¡Escuchen todos! ¡Tienen que prestar atención! ¡Este no es un simple juego! —gritó, moviendo los brazos como si quisiera captar la atención de cada alma presente en la sala.

Un par de personas al frente se miraron entre sí, claramente incómodas, mientras otros más al fondo cruzaban los brazos o se reían por lo bajo. Yo simplemente lo observé, sin moverme, procesando cada palabra.

Si pierden... morirán.

El silencio fue inmediato, como si alguien hubiese cortado el aire con un cuchillo.

La voz del viejo resonó como un trueno en la habitación. No pude evitar fijar mi atención en él, en la forma en que sus manos temblaban mientras señalaba hacia la muñeca gigante al otro lado del campo.

Morir.

La palabra rebotó en mi cabeza como una piedra cayendo en un pozo profundo.

La gente alrededor comenzó a murmurar, algunos claramente asustados, otros incrédulos.

¿De qué demonios habla? —preguntó alguien más adelante.

Está loco.

¿Morir? Es solo un juego, ¿verdad?

El ambiente se volvió un hervidero de voces cruzadas, confusión mezclada con risas nerviosas. Pero mi mirada no se apartó del viejo.

Junto a mí, Nam Gyu soltó una risa baja, casi burlona.

Qué tipo más loco. —murmuró, casi para sí mismo, mientras negaba con la cabeza y metía las manos en los bolsillos.

Giré ligeramente hacia él, entrecerrando los ojos.

No sabía qué pensar.

Nada aquí tenía sentido.

No era que creyera de inmediato las palabras del hombre. Pero tampoco estaba dispuesta a descartarlas por completo. Todo era demasiado extraño, demasiado absurdo para confiar en cualquier cosa.

Volví mi atención al número 456, que ahora parecía estar suplicando con la mirada a cada persona que lo escuchaba. Nadie se movía. Algunos lo miraban con desdén, otros con curiosidad, y otros, como yo, simplemente esperaban, tratando de entender si sus palabras eran delirio o advertencia.

"Este no es un simple juego."

Lo repetí en mi mente, intentando encontrarle sentido.

El hombre seguía insistiendo, ahora más desesperado que antes. Su voz se alzaba por encima del murmullo general, tratando de convencer a los jugadores de lo que, según él, estaba ocurriendo.

¡Los ojos de la muñeca! —gritó con un tono casi histérico—. ¡Son sensores de movimiento! ¡Si te mueves después de que termine la canción, estarás muerto!

Algunos lo miraron con incredulidad, otros simplemente se burlaron.

¿Este tipo de verdad espera que nos creamos eso? —dijo alguien más adelante, riendo.

Seguro está tratando de asustarnos para que renunciemos y se quede con el premio.

Las palabras resonaron como una chispa, encendiendo más risas nerviosas y burlas entre el grupo. Pero algo en su rostro... algo en la forma en que insistía, me hizo sentir incómoda.

Bufé, cruzando los brazos mientras lo miraba de reojo.

Todo esto es una idiotez. —murmuré más para mí misma que para nadie.

Sin embargo, Nam Gyu, que estaba a mi lado, lo escuchó. Se rió a medias, esa risa ligera que parecía bordear la burla.

¿Verdad? Es como si estuviéramos en un mal show de variedades.

No respondí, pero noté cómo su sonrisa se torcía un poco al mirar hacia la muñeca gigante al final del campo. Por un momento, me pareció que, debajo de su aparente calma, había algo más. ¿Nervios? No estaba segura, pero no tenía tiempo para averiguarlo.

El viejo no se rendía.

¡No salgan corriendo! ¡Pase lo que pase, no se muevan del susto! ¡Es lo único que puede salvarlos!

Su voz se quebró al final, y un silencio incómodo se extendió entre los jugadores. Nadie decía nada, pero las miradas ahora estaban divididas: algunos aún lo consideraban un loco, pero otros, como yo, empezaban a preguntarse si podía haber algo de verdad en lo que decía.

De pronto, la voz robótica resonó de nuevo, cortante y sin emociones:

El juego comenzará en 10 segundos.

Mis músculos se tensaron de manera automática. A mi alrededor, las personas comenzaron a enderezarse, algunos intercambiando miradas rápidas y otros ajustándose los números en el pecho como si eso los fuera a proteger de algo.

Entonces, la voz de una niña empezó a cantar.

Mugunghwa kkoci pieot seumnida...

Era una canción infantil, sencilla, pero aquí, en este escenario surrealista, sonaba como algo sacado de una película de terror.

Mi cuerpo reaccionó antes de que pudiera pensarlo. Corrí.

Corrí con todas mis fuerzas, sintiendo cómo el aire frío cortaba mis mejillas. No me importó quién más se movía ni si alguien más entendía lo que estaba pasando. Había algo visceral en ese momento, un instinto que me empujaba hacia adelante sin detenerme a analizarlo.

En apenas unos segundos, les había sacado varios metros de ventaja al resto.

A lo lejos, escuché un grito:

¡Quietos!

Era el viejo, el número 456. Su voz resonó como una orden inapelable justo cuando la canción se detuvo abruptamente.

Me congelé.

No fue solo que mi cuerpo se detuviera; fue como si el tiempo mismo se suspendiera. Cada músculo, cada respiración, quedó atrapado en un instante que parecía alargarse eternamente.

De reojo, noté a Nam Gyu. Estaba más atrás, junto al resto del grupo, mirando hacia mí con una mezcla de sorpresa y algo más que no pude descifrar del todo. Quizás era incredulidad, o tal vez un leve destello de admiración.

Pero no tuve tiempo para pensar en eso.

La muñeca gigante giró lentamente la cabeza, sus ojos escaneando el campo como si estuviera buscando algo. El silencio era tan espeso que podía escuchar el latido de mi propio corazón.

La muñeca mueve los ojos, su cabeza gira con un sonido mecánico seco y chirriante, pero todos permanecemos inmóviles. Nadie se mueve ni un solo centímetro.

Bien. Todos ganan esa ronda.

El silencio dura apenas unos segundos antes de que la voz infantil vuelva a cantar:

Mugunghwa kkoci pieot seumnida...

Apenas suena la primera sílaba, mis piernas reaccionan solas. Corro otra vez.

No pienso, no analizo, simplemente me muevo. Es automático. Puedo sentir el suelo duro bajo mis pies, la presión del aire cortando contra mi cuerpo mientras avanzo sin detenerme.

Voy muy por delante de los demás.

Si hay algo en lo que soy buena, es en correr.

No sé si es porque mi cuerpo lo sabe, porque mis músculos han memorizado la sensación de escapar, de no ser atrapada. O si es porque correr me recuerda que estoy viva, que tengo control sobre algo, aunque sea solo por unos segundos.

El final del campo está cerca. Puedo ver la línea blanca a solo unos metros de distancia.

La canción se detiene de golpe.

¡Quietos! —grita el viejo otra vez.

Mis pies se clavan contra el suelo y me freno al instante.

El silencio se instala de nuevo.

La muñeca gira la cabeza, sus ojos revisan el campo de juego, buscando.

Nadie pierde esta vez.

Empieza una nueva ronda.

La voz infantil canta una vez más.

Doy el último empujón. Mi cuerpo se adelanta con la última explosión de energía, y en cuestión de segundos traspaso la línea blanca.

Estoy del otro lado.

Apenas me detengo, mi pecho sube y baja rápidamente. No estoy jadeando, pero mi corazón late con fuerza, golpeándome contra las costillas.

Y entonces, me doy cuenta de algo.

Nada ha pasado.

No ha habido trampas mortales, ni trampillas ocultas, ni sensores de movimiento disparando rayos láser o cualquier otra locura que se me hubiera ocurrido.

La muñeca canta. La gente corre. Se detienen. Repiten.

Es solo un juego. Un maldito juego de niños.

Miro a los demás, todavía a medio camino, corriendo con esa tensión en los rostros, como si realmente hubiera algo que temer. Como si de verdad creyeran que algo iba a pasarles.

No puedo evitarlo.

Me río.

Me río bajito primero, entre dientes, con una mezcla de alivio y burla hacia mí misma por haberme creído toda esa historia. El viejo estaba mintiendo. O exagerando. O simplemente era un lunático.

Me he dejado medio pulmón para nada. Esperaba que al menos me dieran un premio mas gordo por haber llegado primera.

Otra ronda comienza.

Yo ya no corro. Estoy del otro lado. Me quedo de pie, con los brazos cruzados y la respiración aún agitada por el esfuerzo. Mi pecho sube y baja con rapidez, pero mi mente ya ha descartado la tensión. Esto es ridículo. Por un momento creí que este juego tenía algún tipo de truco, que ese hombre desesperado, el 456, realmente sabía algo que los demás no. Pero no. No ha pasado nada. Nadie ha muerto. Nadie ha sido eliminado. Todo sigue como un simple juego de niños, uno en el que yo, por supuesto, soy la mejor.

La muñeca vuelve a cantar su infantil melodía. Una vez más, los jugadores se lanzan hacia adelante con rapidez, algunos con más cautela, otros con la desesperación de quienes creen que llegar a la meta es cuestión de vida o muerte. Patéticos. Un hombre con el número 280 tropieza con otro y casi cae, pero consigue enderezarse justo a tiempo cuando el 456 grita nuevamente:

¡Quietos!

Un silencio total se impone de inmediato. Es casi asfixiante. Hay una tensión sutil en el aire, una sensación de expectación que hace que el más mínimo sonido parezca amplificado. Miro a la muñeca girar la cabeza, escaneando a los jugadores. Sus ojos mecánicos recorren el campo de juego de izquierda a derecha con lentitud, como si realmente estuviera buscando a alguien que se haya movido.

Pero nadie lo ha hecho.

Y entonces sucede.

Un chillido estridente corta el silencio como una hoja de cuchillo desgarrando tela.

¡Ahhh, joder, quítamelo, quítamelo!

Frunzo el ceño.

El sonido proviene de más atrás, donde aún hay jugadores rezagados. Mis ojos se dirigen automáticamente hacia el origen del alboroto y la veo. Una chica, la joven de mechas blancas, está sacudiendo las manos frenéticamente en el aire. Gesticula con desesperación, dando pequeños saltitos en su lugar, mientras lanza manotazos a lo que parece ser... una abeja.

Suelto un resoplido. Qué dramática.

Pero entonces mis ojos se desvían sin querer hacia el tipo que está justo a su lado.

Thanos.

Ese imbécil.

Y claro, ahí está, encogiéndose de hombros como diciendo yo no hice nada, con esa expresión de superioridad tan propia de él. Me provoca una sonrisa involuntaria. No puedo evitarlo. Son ridículos.

Porque no importa cuán tenso parezca el ambiente, siempre hay idiotas como ellos que logran que todo esto parezca menos serio, menos real.

Y entonces.

Un sonido seco.

Un eco que resuena en cada rincón del campo de juego.

Un disparo.

Mi risa muere en mi garganta.

Siento cómo mi cuerpo se tensa, como si un cubo de agua helada me hubiera sido arrojado encima. Instintivamente, mis ojos se abren más, mis músculos se contraen y una sensación extraña recorre mi estómago. Mi respiración, que antes era calmada, se detiene por un segundo eterno.

Y entonces la veo caer.

El cuerpo de la chica colapsa sobre el suelo como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Sin resistencia, sin aviso. Su cabeza golpea la tierra con un sonido sordo y, en menos de un segundo, el suelo bajo ella comienza a teñirse de rojo. Sangre.

Es una imagen extraña. Desconcertante. Como si no tuviera sentido.

Parpadeo.

Mi mente tarda en procesarlo.

La chica no se mueve.

No se queja.

No respira.

Está muerta.

Un murmullo colectivo se propaga entre los jugadores. Primero, un murmullo bajo, luego más alto, como una ola de pánico que amenaza con crecer hasta volverse incontenible. Veo a algunos moverse ligeramente, solo un poco, temerosos de que cualquier acción errónea los convierta en el próximo cuerpo en el suelo.

Mierda.

Mierda, mierda, mierda.

Mis oídos zumban, mi corazón martillea contra mi pecho. Trago saliva con dificultad y miro de reojo a Nam Gyu, que está aún al otro lado, a mitad del campo de juego. No parece sorprendido. Ni siquiera impactado. Solo me mira fijamente, con una expresión ilegible en su rostro. Y luego, con el más mínimo de los gestos, sonríe.

No una sonrisa completa, pero sí un leve movimiento de labios, un destello de burla en su mirada.

Un loco.

Vaya, el viejo tenía razón. —murmura con diversión, sin apartar los ojos de la escena.

No sé por qué, pero eso me molesta. Me pone tensa. Me hace sentir... extraña.

Porque lo que acaba de pasar es demasiado jodido.

Porque todo esto acaba de volverse demasiado real.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top