1
El cañón del arma estaba frío contra mi sien.
No había sentido miedo en toda la noche. Ni cuando le solté la verdad a Gi-hun, ex jugador 456, ni cuando coloqué las balas en el revólver, ni siquiera cuando jalé el gatillo en el primer intento. Pero ahora sí. Ahora, mientras su dedo temblaba sobre el gatillo y su respiración se volvía errática, sentí el miedo filtrarse dentro de mí como un veneno lento.
Lo miré a los ojos. Estaban llenos de rabia y desesperación. Lo entendía. Lo entendía demasiado bien.
Le había contado una parte de mi historia. Le dije cómo, hace años, yo también fui un jugador. Cómo, en mi desesperación, acepté participar en los juegos y, contra todo pronóstico, sobreviví.
Le conté sobre la transición. Sobre cómo me ofrecieron una segunda oportunidad, no como jugador, sino como soldado. Sobre cómo me pusieron una máscara y me dieron un arma. Y sobre la primera vez que la usé.
Sobre cómo maté a mi propio padre.
Gi-hun había guardado silencio cuando se lo conté. Solo me miró, con una mezcla de horror y compasión en su rostro. Pero eso no cambió nada. No cambió el hecho de que ahora mismo tenía un arma presionando mi cabeza, y que, si él decidía jalar el gatillo, todo se acabaría aquí.
Pero no le había dicho toda la verdad.
No le había hablado de Maia.
No le había dicho que, a pesar de todo lo que había hecho, de todo lo que había perdido, ella era lo único que me mantenía con vida.
Mi hija. Mi tesoro.
Mi princesa.
Cerré los ojos, y por un instante, regresé a ese día. A ese maldito día.
No recordaba haber sido infeliz antes de eso.
Había conocido a mi esposa, Jo Yu-ri, en una discoteca de Seúl. Fue espontáneo, como si el destino nos hubiese arrojado el uno al otro. Intercambiamos números, y desde esa noche, nunca nos separamos. Dos años después, nos casamos.
Todo fue perfecto. Bueno, casi perfecto.
Nos tomó seis años de intentos tener a nuestra primera hija. Y entonces, Maia nació.
Mi felicidad fue absoluta.
La mujer que amaba. La hija que adoraba. La familia perfecta.
Hasta que un imbécil me lo arrebató todo.
Era un viaje familiar. Solo un maldito viaje. Un fin de semana juntos. Riendo, escuchando música en el auto, haciendo planes para el futuro.
Y luego, los faros.
El sonido del impacto.
El grito.
No recuerdo cómo reaccioné. Solo sé que mi instinto me obligó a aferrarme a Maia, a sacarla del auto, a cubrir su cuerpo con el mío mientras todo se volvía un caos.
Pero mi esposa...
Demonios.
Cuando me giré, ya no había nada que hacer.
Su cuerpo estaba... despedazado.
Su sangre cubría el asfalto. Su cabeza... sus brazos... su...
Mierda.
Era una imagen que nunca pude borrar de mi mente.
Y luego, el hijo de puta que la había matado.
Un niño de veinte años, borracho, apenas sosteniéndose en pie.
Miró la escena, el cadáver de mi esposa, la sangre que manchaba el suelo.
Y lo único que dijo fue:
"Demonios... mi auto. Mi papá me va a matar."
Ese día, una parte de mí murió.
El único motivo por el que no lo maté con mis propias manos fue porque los policías me detuvieron antes. Pero en ese momento, en mi mente, él ya estaba muerto.
Desde entonces, nada volvió a ser igual.
El amor, la felicidad, la paz... todo desapareció con ella.
Lo único que me quedó fue Maia.
Mi pequeña Maia.
Y ahora, aquí estaba. A punto de morir con una pistola en la cabeza, sin haberle contado a Gi-hun la verdad más importante de todas.
No sabía si eso era un alivio o una condena.
Tal vez, después de todo, sí merecía morir.
La lágrima resbaló por mi rostro, deslizándose por mi mejilla y cayendo al suelo. No la podía detener, no importaba cuántas veces intentara controlarme. Mierda, Maia. Mi mente estaba nublada por la angustia. No quiero dejarte sola.
La idea de que algo le pasara a ella, de que fuera a crecer en este maldito mundo sin mí... Me destrozaba. Ella lo era todo.
Respiré hondo, intentando calmar el caos en mi interior, pero era inútil. No quería que 456 notara el torbellino de pensamientos que me devoraba, pero era difícil. Mi cuerpo temblaba, y no podía mantenerme completamente en control.
El sonido de mi respiración era lo único que podía escuchar. La pistola aún estaba presionada contra mi sien. El silencio entre nosotros dos se sentía espeso, pesado.
No podía permitir que me viera vulnerable, no podía mostrarle cuán cerca estaba de perderlo todo. No podía darme el lujo de derraparme en esta situación.
Respiré de nuevo, intentando disimular la batalla interna que me estaba destrozando por dentro.
Ni siquiera cerré los ojos cuando susurré, casi sin poder escucharlo yo mismo:
—Perdóname, Maia...
En ese instante, un ruido resonó. El clic del gatillo.
El sonido fue tan claro, tan definitivo, que mi corazón dejó de latir por un segundo.
Maia Ji-woo
La música me despertó. Al principio no entendí nada. Abrí los ojos lentamente, pero las luces blancas, brillantes e intensas, apenas me dejaban ver. Mi cabeza estaba pesada, y mi cuerpo no respondía como debía. La confusión me invadió.
¿Dónde estaba?
Me senté con dificultad, tratando de aclarar mis pensamientos, pero todo parecía borroso, como si una niebla cubriera mis recuerdos. Poco a poco, las imágenes comenzaron a venir a mí, pero todo era vago. Apenas recordaba qué había pasado la noche anterior.
La camioneta. La camioneta había llegado a medianoche. Mi corazón comenzó a latir más rápido al recordar cómo me subí, nerviosa pero decidida. Y luego... el gas. El maldito gas.
Mierda.
Me llevé la mano a la cabeza, tratando de despejarme, pero algo no estaba bien. Al principio, todo era borroso, pero mi visión fue aclarándose. Finalmente, mi cuerpo reaccionó, y cuando logré sentarme con más firmeza, miré a mi alrededor y me quedé helada.
Estaba en una habitación, o al menos parecía una. No, en realidad era más bien un gran espacio, lleno de camas alineadas en largas filas. Camas con personas dormidas en ellas. Demasiadas personas. Algunas de ellas aún parecían dormidas, otras se movían lentamente, como si estuvieran despertando de un largo sueño. Todo esto me dio escalofríos.
Mi boca se secó y mi respiración se aceleró. La música seguía sonando, flotando en el aire como una melodía constante, pero no la reconocí. Era algo extraño, casi hipnótico, que no hacía más que incrementar la ansiedad en mi pecho.
Miré a mi alrededor, tratando de comprender lo que estaba pasando. Cada cama estaba ocupada por alguien más, y todos parecían estar en el mismo estado que yo. Nadie parecía sorprenderse. Nadie parecía preguntarse qué diablos estaba ocurriendo.
Este lugar no era un hotel ni un centro de salud. Era algo mucho más extraño. Las paredes eran blancas, frías y pulcras, como si estuviera en un laboratorio o alguna instalación secreta. Todo se sentía impersonal, como si fuéramos piezas de algún experimento.
Me levanté, ignorando el mareo que me sacudía. No podía quedarme allí. No podía quedarme quieta mientras todo esto se desarrollaba sin entender absolutamente nada.
De repente, un impulso irracional me recorrió el cuerpo. Me sentía atrapada en esta jaula de camas metálicas y desconocidos, así que actué antes de pensar.
Salté.
No medí la distancia ni el impacto. Solo salté.
Tres camas más abajo, mi cuerpo golpeó la estructura de metal con un estruendo que resonó en toda la habitación. El dolor fue inmediato, una corriente eléctrica que me recorrió desde los tobillos hasta la espalda.
Mierda.
Por un momento, creí que me desmayaría. Sentí un ardor punzante en los tobillos, pero me obligué a no hacer ni un solo gesto de dolor. No podía dar señales de debilidad.
Varias personas voltearon a verme. Algunas con curiosidad, otras con expresión de advertencia. Pero nadie dijo nada. El murmullo en la habitación bajó por un instante, como si todos estuvieran evaluando si valía la pena prestarme atención o no.
Y entonces, sentí una mirada más persistente.
Giré la cabeza hacia un costado y ahí estaba él.
Un chico, aún sentado en su cama, con el cuerpo relajado, pero con los ojos entrecerrados, analizándome. Llevaba el mismo traje verde con líneas blancas que yo, pero lo que más me llamó la atención fue el número bordado en su pecho: 124.
—¿Qué miras? —le solté, aún con la adrenalina corriendo en mi sistema. —¿Acaso te gusto?
Antes de que el chico pudiera responder, otra voz interrumpió, ronca y teñida de burla.
—Por favor, nena, con esa caída pareces más un gato atropellado que alguien para mirar.
Giré la cabeza de inmediato y lo vi.
Alto, de complexión delgada pero marcada, con una actitud que exudaba pura confianza. Su cabello teñido de un morado intenso contrastaba con la palidez de su piel, y la forma en que sonreía, ladeando la cabeza apenas, me dio mala espina. Era una sonrisa afilada, como si estuviera esperando una reacción de mi parte para alimentar su propio entretenimiento.
También llevaba el uniforme verde y blanco, como todos los demás, y su número.
—¿Perdón? —repliqué, arqueando una ceja.
—Saltaste como si estuvieras en un maldito videojuego, pero aterrizaste como si fuera tu primera vez usando piernas. Fue lamentable de ver, en serio —soltó, con una risa seca.
Podía escuchar algunas risitas ahogadas de otros jugadores a nuestro alrededor, pero me importaban una mierda.
—Vaya, qué interesante, un payaso sin maquillaje —respondí sin dudar, dándole una mirada de pies a cabeza—. Pensé que estábamos en una clase de juegos, no en un circo.
Su sonrisa se torció un poco, perdiendo parte de su diversión.
—¿Y qué sabes tú sobre esto?
—Probablemente lo mismo que tú, así que bájate del pedestal —repliqué, cruzándome de brazos.
Vi cómo su expresión cambiaba. Pasó de la burla al fastidio en cuestión de segundos, y su postura se volvió más tensa. Se inclinó ligeramente hacia adelante, sus ojos ahora más oscuros.
—Mira, niña...
Dio un paso en mi dirección, y sentí cómo la atmósfera a nuestro alrededor se tensaba.
Pero antes de que pudiera hacer o decir algo más, una silueta se interpuso entre nosotros.
—Ya, ya. No hace falta convertir esto en un espectáculo, ¿no creen? —Era el chico de antes, el 124.
Se paró frente a mí con calma, sin un atisbo de miedo, mirando a Thanos con una neutralidad calculada.
—No te metas, niño —escupió el de cabello violeta, clavándole la mirada.
—No lo haría si no parecieras a punto de matar a alguien en el primer día —respondió el 124 con tranquilidad.
Por un momento, ninguno de los dos se movió. Solo se quedaron ahí, midiéndose con la mirada.
Finalmente, Thanos soltó un resoplido, esbozando una sonrisa torcida antes de levantar las manos en un gesto de rendición.
—Tch. Qué aburridos.
Y sin decir más, se giró sobre sus talones y se alejó, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta.
El 124 exhaló un poco y luego me miró.
—¿Siempre eres así de bocona?
—¿Siempre eres así de mediador? —le solté, mirándolo con recelo.
Sonrió apenas.
—Solo cuando hay gente a la que quiero seguir observando un rato más.
No supe si lo dijo como un cumplido o una advertencia. Pero fuera como fuera, no tenía tiempo para analizarlo.
Todavía tenía demasiadas preguntas.
¿Dónde demonios estaba? ¿Y cómo iba a salir de aquí?
Una sirena cortó el aire.
El sonido fue seco, fuerte, lo suficiente para hacer que varias personas se removieran inquietas. Antes de que pudiera procesarlo, una enorme puerta metálica al otro lado del salón se abrió con un estruendo.
De allí salieron figuras imponentes, vestidas con trajes rojos impecables, con guantes negros y máscaras oscuras que ocultaban completamente sus rostros. Cada máscara tenía una forma geométrica en blanco: cuadrados, triángulos y círculos. Pero los de los cuadrados parecían liderar al grupo.
Uno de ellos, el que iba en el centro, avanzó con pasos seguros hasta quedar frente a la multitud.
—Me gustaría darles una cálida bienvenida a todos.
Su voz, amplificada por un altavoz oculto en la máscara, resonó en el inmenso espacio. No tenía emoción. No tenía un atisbo de humanidad.
Vi cómo las personas comenzaban a moverse lentamente, congregándose en el centro del salón, donde no había camas. La mayoría parecían demasiado confundidos como para resistirse, otros simplemente seguían el instinto de grupo.
Yo, en cambio, me quedé quieta, de pie sobre una de las escaleras metálicas junto a las camas. Tenía una vista más clara desde ahí, y no tenía intención de perderla.
—Durante los próximos seis días —continuó el hombre de la máscara de cuadrado— participarán en una serie de juegos. Quienes logren superar los seis juegos, recibirán una cuantiosa suma de dinero en efectivo.
El silencio apenas duró unos segundos antes de que la gente empezara a murmurar.
—¿Qué clase de juegos? —preguntó un hombre con acento extranjero.
—¿Por qué están usando esas máscaras? —cuestionó otra persona, una mujer mayor con el ceño fruncido.
—¿Cómo podemos confiar en ustedes si prácticamente nos secuestraron? —espetó un... bueno, era una chica trans.
Pero entonces, como si la estupidez fuera contagiosa, escuché la voz del chico de cabello violeta.
—¿Y esta porquería? Yo tenia puesto calzado de edición limitada. ¡Difícil de conseguir! ¿Asumirán la responsabilidad si algo les pasan?
Algunas personas rieron, y otra voz femenina, chillona y llena de burla, se sumó a la conversación.
—Sí, exacto, a no me sienta bien este color, tal vez uno de sus lindos uniformes rosa me quedaría mejor.
Me giré un poco y vi a la chica que había hablado. Mechas rosas, piel clara, expresión petulante. No parecía precisamente preocupada por la situación.
Idiotas.
No entendían nada.
Yo me mantuve callada. Alerta.
Y aunque mi mente intentaba mantenerse firme, no podía evitar que una pregunta se filtrara entre mis pensamientos.
¿Qué tan peligroso era este juego realmente?
Y más importante aún...
¿En que diablos me había metido?
—Exijo que me devuelvan mi teléfono.
Una nueva voz resonó por encima del murmullo. Sonaba irritada, arrogante, como si todavía creyera que estaba en una reunión de negocios y no en una extraña competencia de vida o muerte.
Giré la cabeza y vi a un chico de unos veintitantos años, delgado, con el cabello peinado de forma impecable, como si incluso antes de ser secuestrado hubiese priorizado su imagen. Su traje verde con líneas blancas tenía un número bordado en el pecho: 333.
—Necesito seguir la bolsa de valores en vivo. ¿O piensan que el mercado se detiene solo porque me trajeron aquí?
Rodé los ojos. ¿En serio? ¿Eso era lo que le preocupaba?
El guardia con la máscara de cuadrado permaneció en silencio un segundo antes de inclinar levemente la cabeza, como si procesara la solicitud. Luego habló con la misma voz plana de antes.
—Jugador 333. Myun-Gi.
Al escuchar su nombre, el chico frunció el ceño.
El guardia presionó un pequeño control en su mano, y de repente, una pantalla gigante se encendió en la pared.
La sala entera quedó en completo silencio.
Al principio, la imagen era borrosa. Una cámara en un ángulo extraño, como si estuviera colocada sobre el cuerpo de alguien. Entonces, la imagen cobró nitidez.
Era un juego de Ddakji.
Vi cómo dos fichas de papel chocaban entre sí en el suelo, y cómo un hombre al otro lado de la imagen jugaba con el número 333.
El clip no duraba más que unos segundos. Mostraba cómo Myun-Gi fallaba varias veces, cómo recibía un bofetón tras otro. Luego, cuando finalmente lograba ganar una ronda, una mano surgía en la pantalla y le entregaba dinero.
Esa mano...
Mi corazón se detuvo un segundo.
No, no podía ser.
La imagen desapareció de la pantalla mientras el guardia con el cuadrado en la mascara hablaba, pero el vacío que dejó en mi pecho seguía ahí, enorme y aplastante.
Reconocí ese gesto, la forma en que los dedos se movieron apenas después de soltar el dinero. Era un tic sutil, un movimiento que había visto incontables veces a lo largo de mi vida.
Era la mano de mi padre.
No podía respirar.
Mi padre... ¿era quien los reclutaba? ¿Era él quien los había traído aquí? ¿Era él quien había metido a toda esa gente en este juego?
¿Qué demonios estaba pasando?
Me sentí mareada, las voces a mi alrededor sonaban lejanas, distantes.
¿Qué demonios me había estado ocultando todo este tiempo?
La pantalla continuaba encendiéndose y apagándose, cada vez mostrando un nuevo video.
Uno tras otro, como si fueran fragmentos de algún programa retorcido, revelaban las historias de las personas a mi alrededor. Cada video mostraba un encuentro similar al de Myun-Gi: jugadores enfrentándose al juego de Ddakji, perdiendo, recibiendo bofetadas, ganando dinero. Y, con cada victoria, aparecía esa misma mano, la misma que había visto en el primer video.
La mano de mi padre.
Cada video iba acompañado de una voz robótica que narraba los antecedentes del jugador: sus nombres, números de identificación y, sobre todo, sus deudas.
—Jugador 451. Jin-Ho. Deuda total: 1,270 millones de wones.
—Jugador 217. Hye-Sun. Deuda total: 850 millones de wones.
—Jugador 128. Min-Soo. Deuda total: 2,100 millones de wones.
Las cifras eran monstruosas. Cada vez que la voz revelaba una nueva cantidad, sentía las miradas de los otros jugadores clavadas en las pantallas, como si intentaran descifrar quién era quién.
Yo, en cambio, apenas podía prestar atención.
Mi mente seguía atrapada en una única imagen: la de mi padre, entregando dinero a esa gente. Mi padre, quien me había criado, quien me había enseñado a desconfiar de todos menos de él. El mismo hombre que me había dicho siempre que no existían los atajos en la vida, que todo se lograba con trabajo duro.
Mierda.
Mis pensamientos eran un caos. Estaba perdiéndome la explicación, el contexto, las preguntas que los otros lanzaban al aire. Pero, ¿qué importaba? Yo no estaba allí por las razones que ellos creían. Mi deuda no era económica. Mi deuda era de respuestas.
De repente, una voz profunda interrumpió el ruido.
—¿Qué se supone que significa todo esto? —Era un hombre, probablemente en sus cuarenta, de constitución fuerte y expresión desafiante. Dio un paso al frente, enfrentando a los guardias de rojo. —Nos trajeron aquí en contra de nuestra voluntad, nos drogaron, y ahora pretenden que confiemos en ustedes. ¿Quiénes son ustedes?
El guardia con la máscara de cuadrado levantó una mano, pidiendo silencio.
—Todos los que están aquí viven al límite. —Su voz era monótona, carente de emoción, pero cada palabra resonaba en la sala con peso. —Están agobiados por deudas que no pueden pagar, atrapados en un sistema que los ha llevado a la desesperación.
Hubo un murmullo en la sala, pero el guardia continuó.
—Cuando fuimos a buscarlos por primera vez, tampoco confiaban en nosotros. Sin embargo, se les prometió dinero, y ese dinero se les entregó. —Hizo una pausa, como si quisiera asegurarse de que todos lo entendieran. —Por eso confiaron en nosotros entonces, y por eso confiamos en que ahora querrán aprovechar la oportunidad que se les presenta.
Un hombre al fondo de la sala dejó escapar una carcajada sarcástica.
—¿"Aprovechar la oportunidad"? Nos trajeron aquí a la fuerza. Esto no es una elección.
El guardia giró la cabeza lentamente hacia él.
—Esto es, y siempre ha sido, completamente voluntario.
Las palabras flotaron en el aire como una amenaza.
Miré a mi alrededor. Las expresiones variaban entre la confusión, la ira y la resignación. Algunos parecían estar considerando sus palabras, mientras que otros simplemente estaban demasiado nerviosos para cuestionar nada más.
Yo, en cambio, sabía algo que ellos no sabían.
Ellos creían que estaban allí porque habían perdido el control de sus vidas. Que su desesperación los había llevado a aceptar este juego. Pero yo... yo era diferente.
Yo estaba aquí para buscar respuestas.
Para descubrir la verdad.
Para descubrir por qué mi padre, mi propio padre, estaba involucrado en algo tan macabro como esto.
Lo que me preocupaba era otra cosa. Si estos guardias sabían todo sobre las deudas de estas personas, si tenían acceso a sus vidas privadas, ¿sabían también que yo no era como ellos? ¿Sabían que no estaba aquí por dinero, sino por algo más?
Me quedé de pie, en silencio, al borde de las escaleras junto a las camas. Mi cuerpo estaba tenso, cada músculo alerta. No podía permitirme un solo error.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top