3
—Hemos recaudado para nosotros cinco mil ciento cuarenta y seis euros.
—¿Bromeas?
—En absoluto.
—¡Genial! ¿Y cuánto le has dado a cada uno?
—Se han conformado con doscientos euros. No está mal.
Javi cogió su parte del dinero y lo guardó apresuradamente entre las páginas de su cómic favorito de Spider-Man.
Jota, en cambio, lo esparció sobre el escritorio de su cuarto y apiló los billetes por cantidades, poniendo en primer lugar los billetes más desgastados y de mayor valor.
—Aún te queda uno por vender, ¿no? ¿Qué hay de ese?
—¿Ese? —Jota señaló el maletín negro que descansaba contra la pata de su escritorio.
—Sí.
—La verdad es que no vale nada. No sé ni por qué te has molestado en traértelo.
—Era fácil de llevar, no pensé más.
—Suponiendo que encuentre un comprador, no creo que me den mucho por él.
—Es igual. ¡Por cierto! Se me olvidaba decirte que he quedado con Mario en el Atri, ¿vienes?
—¿En el gimnasio viejo?
—Sí, vamos a boxear un poco.
—No se hable más, ¡vamos! —aceptó con gusto.
El gimnasio permanecía cerrado por reformas. Los albañiles estaban habilitando las diferentes salas, colocando parquet y acabando de pintar las habitaciones.
Mario escuchó el timbre y abrió la puerta del garaje para dejar entrar a Javi.
—¡Qué pasa, tío! —Golpearon sus nudillos a modo de saludo—. Te presento a Jota.
Mario sonrió y saludó efusivamente al susodicho.
—Sé quién es. Me alegro de conocerte.
Jota asintió.
—¡Qué guapo te está quedando todo! ¡Es una pasada! —Javi se alejó y fue a inspeccionar por su cuenta.
—Sí... estoy invirtiendo todos mis ahorros, así que por la cuenta que me trae ya puede quedar bien.
Mario se colocó delante de Javi y le guio hacia la única habitación que estaba acabada.
—Y este es el ring. ¿Qué os parece?
—¿Pero qué...? ¡Es asombroso!
Jota silbó y tocó las cuerdas azules que delimitaban el perímetro de boxeo.
—Es un buen espacio para entrenar —admitió.
—Bueno, ya sabéis que cuando esté acabado esta es vuestra casa, podéis venir siempre que queráis —hizo su oferta sin dejar de mirar a Jota, con la esperanza de verle aparecer con regularidad en su gimnasio.
—Bueno —Javi se quitó los pantalones largos y los colocó en un rincón de la habitación—, hemos venido a lo que hemos venido... ¿quién empieza?
Comenzó a dar saltitos de un lado a otro a modo de calentamiento.
Mario y Jota le observaron largo rato antes de reír al unísono.
—¿De dónde has sacado esos pantalones de deporte? —preguntó Jota, acercándose para verlos mejor.
—Estaban de oferta en el mercadillo—se excusó Javi.
—Joder tío, ¿Dulce & Galáctico?, no me extraña que estuvieran de oferta, es la imitación de Dolce & Gabanna más triste que he visto en mi vida.
—La marca no es lo importante, es que sean cómodos.
Jota volvió a mirar una vez más los pantalones de imitación y estalló nuevamente en carcajadas.
—Sinceramente, Javi, no creo que sea una pelea justa si llevas esos pantalones puestos.
Mario rio y negó con la cabeza tratando de volver al punto de partida.
—¡Vamos a empezar, chicos! Jota... ¿Te importaría pelear conmigo primero? Me han hablado mucho de ti y me muero de ganas de...
—Está bien—le interrumpió—, pero no creas todo lo que dicen por ahí...
Jota subió al ring y se colocó los guantes. Mario le miró sin perder detalle, estaba emocionado ante el reto que se le proponía. Jota no había recibido una instrucción, ni siquiera había demostrado una preferencia en particular por el boxeo, sin embargo, había ganado todas y cada una de las apuestas del polígono. En un uno contra uno, Jota siempre salía airoso. Era inevitable que algunos aficionados a ese deporte, cansados de escuchar mitos sobre él, acudieran en su busca para corroborar si era cierto todo lo que se decía. Hasta la fecha, nadie había conseguido desmentir el mito que precedía a su nombre.
Una vez dentro del ring y con las protecciones puestas, se retaron mutuamente a la vez que giraban en círculo buscando una brecha por la que entrar. Mario, algo impaciente, fue el primero en atacar. Lanzó un primer puñetazo al casco de Jota, pero él esquivó el golpe con rapidez y en respuesta, le golpeó el abdomen.
Mario retrocedió. No le había dolido, pues estaban luchando de forma amistosa, pero sí le había molestado profundamente el haber cometido un error de principiante. Al alzar el brazo para golpearle dejó un claro flanco que Jota había sabido aprovechar con rapidez.
Sorprendido por su destreza, continuó. Volvió a atacar. Otra vez lanzó el puño e inclinó su cuerpo para no cometer el mismo error que antes. Pero nuevamente su asalto fue esquivado, y esta vez, Jota le asestó un puñetazo en la cabeza.
Las contemplaciones se esfumaron.
La pelea comenzó a adoptar un matiz más duro, los puñetazos llovían por todas partes y no todos podían ser esquivados.
Jota recibió un golpe en la mandíbula. Su cuerpo retrocedió y aprovechando la inercia del movimiento, cogió impulso y embistió a Mario dejándole acorralado entre las cuerdas. Este último movimiento había sido decisivo para bloquear a su adversario, que pese a seguir peleando, había perdido posición y apenas podía moverse.
Quince minutos más tarde, Mario se arrodilló abatido por el enorme esfuerzo invertido. Alzó la mano derecha indicando su rendición.
—Eres muy bueno—admitió respirando agitadamente—, no tienes cuerpo de boxeador, pero eres rápido y preciso, dime solo una cosa: ¿Es cierto lo que dicen, que has aprendido a pelear así viendo los combates por televisión?
Jota se quedó en blanco unos segundos. Su mente retrocedió unos cuantos años, los suficientes como para verse en el salón de su casa con nueve años.
Su madre estaba en la cocina preparando la comida. Casi podía volver a oler la carne con patatas y oír los pequeños ruidos del aceite al chisporrotear en la sartén, o los platos al ser depositados sobre el mármol mientras esperaba en el sofá a que su madre le avisara para preparar la mesa. Le encantaba ver en la televisión campeonatos americanos de boxeo, lucha libre e incluso kick-boxing. Sin quererlo, analizaba cada movimiento y lo archivaba en su mente para, más tarde, practicar con sus muñecos todo lo aprendido.
No era una simple pasión la que le unía a la lucha. A diferencia de los niños de su edad, que jugaban a peleas en el recreo imitando a los héroes del momento, él solo quería aprender por un motivo: sentía la constante necesidad de defenderse. Pensaba que, tal vez, el boxeo le ayudaría en caso de que alguien viniese a por él.
Jota se quitó el casco y contestó con un simple sí a la pregunta de su compañero.
Estaba cansado. El sudor salpicó la tarima de madera mientras se retiraba el pelo mojado de la frente.
—Necesito una ducha—espetó mirando a Mario.
—¿Es que no vas a pelear conmigo? —preguntó Javi, ofendido.
—Creo que por hoy ya he tenido bastante... de todas formas con Mario vas a tener más que suficiente.
—¿Insinúas que no puedo contigo?
—No, no lo insinúo. Es un hecho —remarcó sonriente.
Mario rio y animó a Javi para que subiera al ring, pero Jota no se quedó a observar, se dirigió al vestuario arrastrando los pies. Sus cejas prácticamente se tocaron y como acto reflejo, cubrió su pecho con la mano, reproduciendo una mueca de infinito dolor.
Se quedó varios minutos remojándose bajo el agua de la ducha, sintiendo un hormigueo reconfortante en la punta de los dedos de las manos y los pies.
Durante el camino de regreso a casa, Jota no dijo ni una sola palabra. Su silencio no era algo desconocido para Javi, que ya entendía las ausencias de su amigo y sabía que formaban parte de él. Su mayor virtud era la consideración y el respeto que sentía hacia los demás. Él siempre aceptaba la compleja personalidad de las personas y jamás las sometía a constantes preguntas ni les exigía más de lo que estaban dispuestas a dar por voluntad propia.
Después de unos minutos, Javi decidió intervenir; quería desviar su atención, hacerle salir de su ensoñación transitoria y devolverle a la realidad para así recuperarle.
—El otro día recibí un mensaje de Pam en mi móvil. Olvidé comentártelo ―se excusó—, decía que no le coges el teléfono.
Jota cubrió su frente con la mano.
—Pam... —susurró con una nota de cansancio en la voz—. Mira que puede llegar a ser pesada...
Javi le miró con incredulidad.
—¿Me he perdido algo?
Jota rio.
El plan de Javi había funcionado, su amigo había vuelto a centrarse en el presente.
—Lo de Pam es algo complicado... he tenido que alejarme un poco, ya sabes, ha intentado dar un paso decisivo en nuestra "relación" —dijo entrecomillando la palabra con los dedos—, al parecer lo que teníamos no le bastaba...
Ambos se bajaron del coche y subieron las escaleras del taller hasta llegar a su vivienda.
—¡¿Cómo?! ¿Pam te ha propuesto una relación estable? —La sola mención de ese hecho le produjo un retortijón. La reacción de su amigo fue similar.
—Sí —admitió—. ¿Te lo puedes creer?
—Y... ¿Qué le has dicho exactamente?
Jota miró muy serio a su amigo, culpándole por atreverse a dudar la respuesta.
—Pues... que no.
Javi abrió mucho los ojos.
—No lo entiendo —respondió al fin.
Jota rio despreocupado.
—Siempre pasa igual, es la clásica castración masculina.
—¿Qué? —preguntó extrañado.
—Verás, te lo resumiré todo para que lo entiendas:
Chico conoce a chica. Ambos se caen bien, se gustan, es solo amistad y eso es precisamente lo que lo hace perfecto. Siguen adelante sin miedo porque ambos caminan en la misma dirección, pero de pronto, sin darse cuenta, el chico empieza a notar cierta presión y ese es el momento exacto de la relación en la que está a punto de meter la pata hasta el fondo. Progresivamente, la chica le va engullendo con su visión idílica de las cosas y empieza a exigir. No se conforma únicamente con lo que hay y quiere más y más. Si él no acata sus órdenes se convertirá en un mal tipo que no piensa por el bien de la pareja, ya sabes, que no es capaz de sentar la cabeza y comprometerse para que todo marche bien. Ella, con su manipulación típicamente femenina, le convencerá de que es eso lo que realmente quiere y el pobre sentirá la necesidad de caminar siguiendo sus pasos para no defraudarla. Es justo en ese momento cuando acaba de desprenderse de una parte de sí mismo por el camino, convirtiéndose en un hombre castrado, un títere en manos de una mujer y jamás volverá a ser el mismo; no nos engañemos, estas cosas suceden. La relación perfecta es echar un polvo con una tía y que se largue por iniciativa propia antes del amanecer. Créeme, es mejor tomar el café solo, porque si accedes a que pase la noche contigo y te prepare el desayuno... estás bien jodido.
Javi permaneció impasible durante todo el discurso.
—Joder, visto así... ―hizo una mueca.
Jota se encogió de hombros.
—Real como la vida misma.
—Lo único bueno de todo esto, es que algún día te enamorarás y tendrás que morderte la lengua; suerte si no te envenenas...
—¡No seas tonto, Javi!, ¿Quién quiere enamorarse cuando se es tan feliz estando libre y sin ataduras?
—En fin... puede que tengas razón, yo ya no sé nada... pero contéstame a una pregunta: ¿Nunca has pensado que renunciar a ciertas cosas no significa dejar de ser libre?
Jota le miró confuso.
—Si renuncias a algo por otra persona, no únicamente dejas de ser libre, sino que automáticamente te conviertes en un calzonazos.
—Interesante conclusión... —asintió Javi poco convencido.
Jota rio de la cara de su amigo y se encerró en su habitación mientras Javi seguía con el rostro desencajado tras la conversación.
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