"Help"

Alec rodó los ojos mientras pasaba la página con un suspiro de pesadez, la música electrónica retumbando a todo volumen en sus oídos. Presentaría un examen importante al día siguiente y necesitaba repasar sus conocimientos, pero por supuesto que sus estúpidos vecinos tenían que oficiar una ruidosa fiesta ese día; como cada fin de semana desde que se habían mudado allí, y de ello hacían ya dos años.

Al principio no les había dado mucha importancia, sólo un grupito de deportistas idiotas que disfrutaban de su nueva etapa universitaria; hacían fiestas, llevaban chicas y, a juzgar por el olor, fumaban hierba. Alec solía encerrarse en su habitación con los audífonos puestos y FOB a todo volumen mientras leía algún buen libro, pero desde hacía seis meses todo había cambiado. Tras un par de cursos infernales y exámenes interminables, había logrado entrar a la facultad derecho. Ahora, Alec tenía que matarse estudiando para que su promedio no bajara de cuatro, y poder así mantener la beca que la universidad le había otorgado.

Desde entonces, tenía que buscar un lugar tranquilo para poder estudiar los fines de semana, ya que en su propia casa resultaba imposible. Alec sabía que una de las ventajas de vivir a menos de un kilómetro de su universidad podía también interpretarse como una desventaja; en su edificio casi todos los apartamentos estaban habitados por estudiantes. Los estudiantes eran jóvenes, llenos de vitalidad y con ganas de divertirse; sus vecinos de enfrente eran una prueba de el. Alec estaría encantado de ir a la biblioteca, pero era noviembre y sin un auto, tendría que caminar ocho manzanas bajo aquél gélido clima. Escuchó como la canción que iniciaba era incluso más vulgar que la anterior y gimió de angustia, ¿cuándo habían cambiado la buena electrónica por ese asqueroso hip hop?

Cerró el libro de texto, se calzó sus converse viejas favoritas y salió de su casa decidido. El pasillo estaba más frío de lo que pensaba, se dio cuenta de que tiritaba mientras lo cruzaba y se dirigía hacia la puerta de enfrente. Golpeó la superficie de madera con los nudillos fuertemente, una vez, dos veces, tres veces, y no ocurrió nada. Repitió el proceso, enfadado, y a la séptima vez, la puerta se abrió de un tirón, dejando su puño a escasos centímetros del rostro enfurruñado de Dennis Turner.

- ¿Se te ofrece algo, princesa? -preguntó, recargándose contra el marco de la puerta.

Alec sintió náuseas cuando le observó esbozar una sonrisa ladeada, y estirar una mano para tocarle la mejilla. Dennis era el peor de los cuatro, el más patán, el más idiota y, por si fuera poco, también el más musculoso. Cerdo cargado de esteroides, pensó, disgustado, alejándose antes de que pudiera ponerle un dedo encima.

-Necesito estudiar, ¿podrías bajarle un poco a la música? -contestó, frunciendo los labios cuando le vio enderezarse.

- ¿Por qué mejor no te unes a la fiesta, eh? Ven, te sacaré a bailar.

Alec detuvo a Dennis colocando la palma de su mano sobre su pecho, tomó una profunda respiración y se alejó dando dos pasos hacia atrás. El joven castaño sonrió de nuevo, inclinándose para poder verle al rostro; Alec se alejó de nuevo. Hubo un tiempo en el que podía haber considerado algo con Dennis, es decir, era bastante guapo, con una sonrisa fácil y lindos ojos almendrados, pero eso había sido antes de comprender que el chico era un cerdo asqueroso. Ahora lo único que su cercanía le provocaba eran ganas de vomitar.

-No estoy interesado en ti, Dennis, ¿podrías bajarle a la música o tengo que llamar a la policía? -Intentó sonar intimidante, pero la voz le fallaba, el muchacho iba acercándose a él cada vez más y ya comenzaba a sentirse acorralado.

-Vamos, no te pongas arisca, sabes que te gusto. Además, la fiesta está muy buena -susurró, tomándole de las caderas.

Alec gruñó, revolviéndose entre sus brazos.

-Suéltame, no iría a tu estúpida fiesta ni aunque me pagaran.

Las manos del castaño estaban bajando por su espalda, apretaron sus caderas y luego lo tomaron por los glúteos.

– ¡Que me sueltes, joder! –exclamó, dándole una patada en la entrepierna.

El hombre soltó un jadeo de dolor y finalmente Alec pudo zafarse de su agarre.

–Maldita perra, ¿quién te crees que eres? –vociferó, iracundo.

Alec se quedó de pie en medio del pasillo, con la respiración agitada, observando como aquél grandullón se le acercaba de nuevo. Fue salvado por uno de los otros idiotas, un rubio que llegaba de la mano con una joven embutida en un corto vestido brillante. Jonathan se acercó a ellos, y tomó a su amigo por los hombros, antes de que pudiera echársele encima a Alec.

-Eh, compañero, calma ahí. ¿Qué sucede, niño? -preguntó, dirigiéndose a él.

Alec, todavía lleno de adrenalina, le lanzó una mirada venenosa.

-A ti qué te importa.

Dio medio vuelta, con las mejillas rojas, e ingresó en su apartamento antes de que Dennis descargase toda su ira sobre él. No solía ser tan grosero con las personas, pero estuvo a punto de ser obligado a hacer algo que no quería por Dennis, y eso le daba mucho coraje.

Alexander Thomas había asistido a una de las famosas fiestas de los idiotas de enfrente una sola vez en su vida. Había sido un movimiento muy tonto, pero él apenas había tenido dieciocho años, las hormonas alborotadas y vecinos muy guapos.

Lucas Davis lo había convencido de ir, alegando que las fiestas de aquellos chicos eran legendarias y que, ¡había sido invitado, por el amor de Dios! Jonathan Harrison había aparecido en su puerta la mañana del sábado, con una sonrisa de dientes blancos y una chaqueta de cuero negro, y le había dicho que realmente esperaba verlo allí esa noche. Así que Alec había elegido su atuendo cuidadosamente: jeans que resaltaban perfectamente la curva de su trasero, un ligero suéter color crema que le dejaba un hombro al descubierto, y había temblado bajo la mirada hambrienta de los chicos apenas entró al apartamento de enfrente.

Alec era consciente de su propia belleza. Siempre le habían dicho que tenía lindos ojos y cabello brillante, pero nunca se había sentido deseado por un hombre antes. Hasta esa noche.

Dennis Turner se había acercado a él, con una sonrisa amable y un vaso de cerveza, y había pensado que quizá él podría ser su primer novio. Le sacó a bailar, le susurró cosas al oído y, en cuanto estuvieron solos en su habitación, le obsequió con su primer beso que terminó en su primera vez frotándose contra otra persona. Le había acompañado hasta la puerta de su apartamento y le había vuelto a besar, y Alec se había ilusionado, pensando que el chico y él tendrían algo serio a partir de entonces. Pero una semana después, en la siguiente fiesta a la que ésta vez no asistió, Lucas le contó como Dennis se llevaba a otras dos chicas a la cama. Al mismo tiempo.

Entonces Alec había llorado durante tres noches seguidas, y las palabras de su madre habían resonado en sus oídos: "Nadie te ama, Alexander. Nunca lo han hecho y nunca lo harán."

Intentó despejarse con una ducha de agua fría que sólo consiguió calarle el frío muy adentro de los huesos, se hizo un sándwich para cenar y repasó el octavo capítulo de leyes penales antes de irse a dormir. Realmente tenía que dejar de pensar en las fiestas salvajes y los vecinos de enfrente, de lo contrario se volvería loco.

Dos semanas después.


Alec gimió de dolor cuando Casey Miller lo empujó contra la pared del pasillo, ella musitó una disculpa falsa y se marchó cuchicheando junto a sus amigas, batiendo las pestañas postizas y sacudiendo sus extensiones. Marie lo miró con pesar, colocándole una mano sobre el hombro bueno.

-Alec, ¿estás bien? ¿Seguro que puedes regresar a clases? Mira que sólo ha pasado un día.

Él hizo una mueca cuando su amiga le quitó la mochila del hombro, pues el alivio fue instantáneo. Lucas también lo miraba con preocupación, pues hacía menos de veinticuatro horas que había sido dado de alta del hospital.

-Estoy bien, chicos. Vamos a llegar tarde si nos tardamos más.

La verdad era que mentía. Alec no estaba bien, sino todo lo contrario. Tenía un brazo roto e inmovilizado en el cabestrillo, el hombro amoratado y las costillas lastimadas; y todo a causa de su torpeza. Había tropezado cuando bajaba con un montón de libros entre los brazos y había rodado escaleras abajo hasta el descansillo del segundo piso, en donde afortunadamente una chica había detenido su caída. Ella había sido tan amable que había llamado una ambulancia y se había quedado con él en el hospital hasta que sus amigos habían llegado. Le debía la vida a aquella joven pelirroja.

-Anda, no te quedes callado, cuéntanos. ¿Qué te ha dicho el médico?

Alec miró a Marie, sus ojos oscuros inundados de preocupación, y sonrió al saber que le importaba realmente a su amiga. Lucas escuchaba la conversación con avidez, pendiente de cada detalle.

–Seis semanas de completo reposo antes de quitarme el yeso, y rehabilitación por otras tres antes de poder utilizar de nuevo el brazo -recitó de memoria.–Necesito a alguien que me ayude con las tareas básicas durante ese tiempo.

Ése era el problema, Alec necesitaba de una persona que le ayudara y no tenía a nadie con quien pudiera contar. Marie frunció el ceño, mientras Lucas miraba su bolígrafo con las mejillas muy rojas, apenado. Alec intentó decirles a sus amigos que no se preocuparan por él, que ya encontraría a alguien, pues sabía que cada uno tenía sus propios asuntos en casa y no disponían del tiempo para auxiliarlo.

– ¿Qué hay de tus vecinos? –preguntó la chica.

Alec casi se atraganta con la saliva.

- ¿Los idiotas de enfrente? ¡No hablas en serio!

Marie le dedicó una mirada fría.

–Necesitas la ayuda, ¿o me equivoco? Además, no estoy proponiendo al cerdo de Dennis. Hablaba de alguien con más cerebro, como Lenny, o quizás Jonathan.

Lucas asintió ante esta posibilidad.

–Sí, él jamás se ha metido contigo. Y dicen que es muy atento y servicial con los demás, no puede ser tan malo, ¿o sí? Deberías hablar con él.

Alec se mordió el labio, inseguro.

–No lo sé, chicos, no estoy seguro.

Marie dio el asunto por terminado enviándole una de sus miradas peligrosas antes de llevarse las manos al cabello.

–Está decidido, hablarás con Jonathan. No tienes nada que perder.

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Alec se quedó de pie frente a la puerta durante un buen rato. Escuchaba algo de música reproduciéndose en un estéreo, pero estaba a un volumen razonable y además era jazz. Alec amaba el jazz. Siempre había querido aprender a tocar el saxofón, pero no contaba con el tiempo ni el dinero, así que, eventualmente, el sueño se evaporó. Armándose de valor alzó la mano derecha y le dio unos suaves golpecitos a la puerta con los nudillos.

La puerta se abrió, revelando a Jonathan Harrison en pantalones de pijama, descalzo y despeinado, como si hubiera estado durmiendo. Alec se ruborizó e intentó no mirarle el pecho desnudo por demasiado tiempo; hombre, quizás no fuera tan musculoso como Dennis, pero Jonathan era mucho más alto y guapo. La debilidad de Alec siempre habían sido los hombres más grandes, más altos y dominantes.

Se aclaró la garganta antes de hablar.

-Hola.

La voz le salió aguda, lo que lo hizo enojar. Escuchó como Jonathan disimulaba una carcajada, y eso no le gustó para nada. Se paró más recto, subió la mirada y fijó sus ojos azules en los del otro hombre; eran de un color verde esmeralda que le hacía sentir de alguna forma esperanzado. Aunque la mueca burlona de la boca desfiguraba aquél bonito rostro.

-Dime en qué te puedo ayudar -dijo, con un tono de voz tranquilo y libre de preocupaciones. -Dennis no está aquí, pero si quieres puedo decirle que viniste a verlo.

-Imbécil -escupió Alec, enojándose más a cada segundo que pasaba. Estaba seguro de que su cara tenía un brillante color rojo. -No estoy aquí por eso.

Jonathan alzó una perfecta ceja rubia, cruzándose de brazos. Alec se obligó a sí mismo a calmarse, pues el hombre se estaba irritando con su actitud y aún no le decía porqué estaba allí de pie.

- ¿Entonces qué quieres? ¿Viniste porque hay algo que realmente necesitas o simplemente querías insultarme en mi propia casa? -inquirió, en un tono de voz que no daba lugar a reproches.

-Tengo... Yo... -se maldijo a sí mismo por titubear en un momento así, Jonathan se limitó a alzar la otra ceja y mirarle como si intentara descifrar la clase de retraso que tenía. -Necesito pedirte un favor.

-Faltan tres semanas para que me quiten el yeso, -explicó, señalando su brazo izquierdo, que estaba oculto tras el abrigo que tenía. Jonathan le miró, inescrutable, sin quitar los ojos del cabestrillo. - y necesito un poco de ayuda en casa. No es... Solo hay un par de cosas que no puedo hacer por mí mismo y necesito a alguien. Por favor.

Había bajado el tono de voz hasta el punto en el que apenas era un murmullo, y su mirada seguía anclada al rostro de Jonathan, cuya expresión no dejaba discernir absolutamente nada.

Finalmente, el hombre rubio habló.

-Estás de broma.

- ¿Qué? No, no. ¡Por supuesto que no!

La mirada del hombre lo recorría de arriba abajo, indiferente, mientras hablaba.

-Tienes que estar de broma. Me odias, nunca me hablas en la universidad, me ignoras cuando te saludo en los pasillos, vienes a mi propia casa a insultarme y aún así quieres que te ayude. ¿Estás jodiendo conmigo? Porque eso es lo que parece.

En estado de shock, Alec sólo podía abrir y cerrar la boca como un pez fuera del agua. Jonathan rodó los ojos con fastidio y le cerró la puerta de su apartamento en las narices. Alec reaccionó.

- ¡Aguarda! Lo siento mucho, no estoy bromeando. Es en serio, necesito... Necesito tu ayuda, por favor -exclamó, discutiendo con la barrera de madera frente a él.

La puerta volvió a abrirse, y lejos de parecer molesto, Jonathan tenía un brillo malicioso en los ojos y una sonrisa divertida tirando de las comisuras de su boca hacia arriba.

- ¿Cuanto vas a pagarme? -le preguntó.

Perplejo, Alec dejó escapar un bufido.

-Nada. No tengo dinero.

Jonathan le miró como si le faltara un tornillo.

- ¿Entonces quieres que lo haga gratis? ¿Acaso no tienes amigos o algo? ¿Qué hay de la bonita morena con la que siempre estás, o el pequeño ratón de biblioteca que te sigue a todos lados?

Alec frunció el ceño, ya que no le gustaba para nada como el hombre se refería a sus amigos, mucho menos con ese tono lascivo que terminó la frase al referirse a Lucas.

-Lucas debe ocuparse de sus cuatro hermanos menores y Marie tiene un trabajo de medio tiempo para ayudar con los gastos de su casa. Eres la única persona con la que puedo contar, Jonathan, por favor -murmuró, mirándole directamente a los ojos sin poder evitar ruborizarse de nuevo.

Jonathan rompió el contacto visual, sosteniendo la puerta con una mano.

-También tengo cosas que hacer, así que lo siento, pero no. Habla con tus padres o pregúntale a algún otro amigo.

El hombre rubio señaló la puerta de su propio apartamento, indicándole que la conversación había terminado, pero Alec se encontraba desesperado, sin saber que hacer.

-Pero, Jonathan...

De nuevo, le cerró la puerta en las narices. Alec apoyó la frente contra la superficie dura y dejó escapar una lágrima solitaria, susurrando en voz baja "por favor".

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Alec comenzó a ver el fallo en su estrategia de tratar de ser autosuficiente y hacer todo él mismo. Sabía que sería difícil, pero no se imaginaba exactamente cuanto. Llevaba diez minutos intentando prepararse un emparedado de carne, pero con un sólo brazo no podía abrir el tarro de los pepinillos, rebanar los filetes ni cortar el pan; al final, cenó un simple sándwich de jamón y queso con algo de jugo de naranja directamente del cartón frente a la televisión. A la mañana siguiente, ocasionó un desastre en la ducha al intentar abrir la botella del shampoo, volvió a comer otro sándwich simple y no pudo atarse los cordones de las zapatillas. Alec comenzaba a sentirse inútil y, por supuesto, frustrado, pero aún así seguía adelante.

Marie le lavó el cabello en el lavabo de su casa, cuando quedaron para estudiar un día que tenían libre, e intentó animarle a pesar de lo mal que se encontraba.

– ¿Hablaste con Jonathan? Podrías decirle que es realmente importante, ya sabes, una cuestión de vida o muerte, y así no tendría de otra –propuso, secándole el cabello con una toalla.

Alec negó con la cabeza.

–Le dije, Marie, y apenas quiso escucharme. Tiene cosas que hacer. Además, no está tan mal, yo puedo hacerlo solo. –Rodó los ojos ante la seriedad que veía en el rostro de su amiga. –No es una cuestión de vida o muerte, Mary Joanne.

Ella ni se inmutó por su sarcasmo.

–Sí que lo es, Alec. Estás temporalmente incapacitado, no deberías estar solo. Podrías ocasionar algún accidente e incluso hacerte daño, y entonces, ¿quién estará ahí para ayudarte? Quizás debería tomarme unos días e ir a tu casa.

Ante esto, Alec abrió los ojos como platos e inmediatamente dijo que no. Sabía lo mucho que su amiga necesitaba ese trabajo, no la haría perderlo simplemente por no ser capaz de cuidar de sí mismo y tener que depender de alguien más. Estaba decidido, pensó, de ahora en adelante trataría de hacer las cosas con más ahínco y no dejaría que una sola queja saliera de su boca para preocupar a sus amigos.

–Estoy bien, Mar –dijo, esbozando una sonrisa amplia. –Créeme, no necesito ayuda.

Mentía.

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Jonathan amaba el jazz, el sonido del saxofón y cocinar para la gente que amaba. Por eso se sentía tan a gusto cuando su hermana menor pasaba algo de tiempo con él, traía su hermoso instrumento y le tocaba las partes de solista que inundaban el apartamento con su hipnotizante sonido.

–Aquí tienes –dijo, complacido con la expresión de su hermana al ver el trozo de tarta de chocolate que acababa de colocar frente a ella.

–Hm, Jon, esto está buenísimo –exclamó, con la boca llena de tarta.

Clarissa tenía dieciséis años y asistía a la escuela de arte más prestigiosa de la ciudad. La mensualidad era costosísima, pero su hermana era realmente buena con el pincel, talentosa en las clases de ballet y apasionada a su instrumento musical. Algún día, sería una gran artista, en cualquiera que fuera el campo en el que decidiera trabajar.

–Come rápido, que falta poco para que sean las seis –avisó él, recogiendo los trastes que había utilizado y amontonándolos en el fregadero.

Ayudó a su hermana a guardar cuidadosamente el instrumento en su estuche, le acomodó el cabello y le sonrió. Era su persona favorita en el mundo, la única en su familia que, de hecho, soportaba.

Clary se sentó junto a él en el sofá, constatando que aún tenía unos minutos antes de que tuviera que coger el coche y conducir de vuelta el largo camino hasta su casa.

- ¿Sabes? El otro día cuando me iba vi a un chico caerse por las escaleras -le contó Clary.

Jonathan abrió los ojos en señal de sorpresa.

- ¿En serio?

Ella asintió.

-Se veía bastante joven, como de dieciséis o diecisiete -prosiguió ella, relatando el suceso. -De cabello oscuro y ojos muy azules. Me quedé con él hasta que sus amigos llegaron al hospital, y me dio las gracias estando semiinconsciente, pero nunca supe su nombre.

Jonathan se quedó pensativo.

-Creo que te refieres a Alec, es el chico que vive enfrente.

Ella asintió, distraída, hasta que miró la pantalla de su teléfono móvil y pegó un brinco en el sofá.

- ¡Oh, Dios, mira la hora! Está tardísimo, papá va a matarme. Mejor me voy -dijo, recogiendo sus cosas y saliendo apurada.

Jonathan le dio un beso en la mejilla, le ajustó el abrigo y la vio correr escaleras abajo. Se quedó en la puerta durante un buen rato, pensando en que quizás no debería haber sido tan duro con Alec. Después de todo, el chico había sufrido un accidente y se había tragado el orgullo para pedirle un favor. En medio de sus cavilaciones escuchó un golpe seco, el sonido de algo de vidrio haciéndose añicos y luego una sarta de maldiciones de lo más variado.

- ¡Maldita sea! -vociferó Alec.

Jonathan pudo escucharlo a la perfección, por lo que, preocupado, cruzó el pasillo y tocó a su puerta. Tardó unos largos minutos, pero abrió la puerta, cansado y ojeroso.

-Jonathan.

La voz de Alec sonaba irritada, pero aún así insistió.

- ¿Estás bien? Oí un estruendo, quería saber si todo estaba en orden.

Alec se mordió el labio, debatiendo si debía dejarlo pasar o no, pero al final se rindió y lo dejó pasar.

-Cuidado con tus pies. Estaba intentando abrir el frasco de los pepinillos, pero me tropecé y lo dejé caer. Ahora me tengo que encargar de este desastre -suspiró, cerrando la puerta tras ellos.

Jonathan observó detalladamente el lugar, que lucía bastante limpio y hogareño. Los gabinetes de la cocina eran de madera clara, y la mesada de granito, y estaba atiborrada de ollas y platos sucios; notando el desorden, Alec se ruborizó. Jonathan fijó su mirada en él, estaba en cuclillas, recogiendo los trozos de vidrio con la mano buena.

-Deja eso, te vas a cortar.

Alec lo miró desde su posición en el suelo, y Jonathan observó como el filoso trozo de vidrio que tenía en la mano se deslizaba, cortando su piel.

- ¡Auch! -gritó él, perdiendo el equilibrio.

Jonathan corrió hacia él antes de que cayera sobre el suelo cubierto de vidrios rotos. Le ayudó a levantarse, vio las lágrimas acudir a su pálido rostro e intentó acercarse a él; Alec retrocedió como un animal herido, acunando la mano lastimada contra el costado. Con la mirada, Jonathan examinó el apartamento, la sala de estar estaba al fondo, un pasillo se extendía hacia la derecha y al lado izquierdo había una puerta de madera clara. La distribución del espacio era exactamente la misma que la de su apartamento, por lo que caminó hacia allí y abrió la puerta que daría al baño de invitados. Abrió el gabinete que se hallaba sobre el retrete, sacó algunos implementos médicos y salió del baño. Alec estaba sentado en uno de los sofás de la sala de estar, respirando profundamente, con la mano todavía presionada contra el cuerpo; Jonathan notó que la camiseta se le estaba comenzando a manchar de rojo.

Lo miró como si hubiera olvidado por completo que se hallaba allí, aún quedaban rastros de humedad sobre sus mejillas.

- ¿Qué estás haciendo? -preguntó, con la voz ronca.

Jonathan siguió en lo suyo, acomodando los implementos médicos que había encontrado sobre la mesita de centro. Se giró hacia él y extendió ambas manos, dándole una mirada amable.

-Necesito examinar la herida -le dijo, a lo que Alec reaccionó retrocediendo. Jonathan suspiró.-Alec, está bien, estudio medicina. Tengo que ver la gravedad de la herida. Confía en mí.

Lo miró fijamente a los ojos, asombrado del profundo color azul de los iris. Reticente, Alec cedió su mano a Jonathan, quien cuidadosamente la abrió para examinar el daño.

-Oh, Dios -susurró Alec, al ver la cantidad de sangre.

Jonathan mantuvo la calma, acostumbrado a ver cosas peores sin alterarse, la sangre era bastante escandalosa. Se levantó, fue a la cocina y volvió con un trapo húmedo con el que limpió la piel sangrienta; la herida estaba justo en la palma de la mano, y se extendía por unos tres centímetros. Había parado de sangrar, pero aún tenía un violento color carmesí y lucía bastante desagradable; sin embargo, parecía superficial.

–Está bien, Alec, vas a estar bien. Sólo debo desinfectar el corte, tan solo unos días y comenzará a cicatrizar. Dime, ¿te duele mucho?

Alec negó con la cabeza.

–Ya no tanto, creo... Creo que solamente me asusté, pensé que tendría que volver al hospital –musitó, estremeciéndose.

Jonathan, terminando con el procedimiento, dejó la mano herida cuidadosamente sobre el regazo del joven.

–Es superficial, no necesitas puntos de sutura. ¿Estarás bien? Si necesitas algo, cualquier cosa, no dudes en avisarme –le dijo, con seriedad.

Cohibido, Alec negó con la cabeza, ruborizado.

–Pensé que tenías cosas que hacer –susurró.

Entonces, Jonathan se sintió un ser humano despreciable. Colocó una mano sobre el hombro bueno de Alec y apretó un poco, sonriéndole lentamente.

–Pueden esperar. Estoy hablando en serio, Alexander, cualquier cosa. Lo que sea. Sólo tienes que decirlo y estaré aquí para ayudarte, ¿de acuerdo? Así sea solo un tonto frasco.

Alec asintió.

–Así sea sólo un tonto frasco –susurró, con una pequeña sonrisa.

Aquella era la sonrisa más pura e inocente que Jonathan hubiera visto en mucho tiempo.

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La música electrónica fluía desde los altavoces a todo volumen, retumbando dentro de las paredes del apartamento. Habían una docena de jóvenes adultos bailando en el centro de la sala, en diferentes estados de ebriedad; para ser tan temprano, algunos ya andaban pasados de copas. Jonathan suspiró cuando su mejor amigo Leonard le pasó un vaso de cerveza.

–Luces irritado, ¿qué anda mal? –le preguntó, escrutándole el rostro con avidez.

Él se limitó a observar el vaso plástico como si este contuviera los secretos del universo.

–Es Alec, me preocupa.

Leonard se ajustó las gafas al puente de la nariz, se recargó en la pared y agitó una mano en el aire. Iba vestido con vaqueros viejos y una camiseta de cuadros rojos; las converse negras remataban su outfit.

–Se niega a que le ayude, y no sé qué hacer. Pienso que, si no le hubiese dicho todas esas cosas la primera vez que me habló de ello, quizás sería diferente.

Lenny asintió, pensativo.

–Si el chico se niega a que le ayudes probablemente sea por una buena razón. Tal vez no quiere ser visto como alguien débil o le gusta hacer sus propias cosas, ¿no crees? Deja de pensar tanto en ello; no tiene importancia ofrecer tu ayuda a una persona que no la quiere.

Jonathan estuvo a punto de debatir, porque Alec sí que necesitaba de él, si lo sucedido con el tarro de los pepinillos había sido un claro indicador, y simplemente estaba reticente a aceptar su ayuda porque desde un principio Jonathan le había dicho de una manera muy grosera que no quería hacerle el favor. Pero no tendría caso discutir con Leonard, él era relajado, nunca se estresaba y no les daba mucha importancia a las cosas que la mayoría de las personas sí. El castaño le tendió la caja de los cigarrillos y Jonathan cogió uno, convenciéndose a sí mismo de que Alexander era un hombre de veinte años, hecho y derecho que no necesitaba a alguien que tomara las decisiones por él. Tenía que saber cuidarse solo.

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Oficialmente, estaba acabado.

Sus exámenes habían concluido ése mismo día, a tiempo para comenzar las vacaciones de invierno, y Alec sabía que estaría acabado antes de Año Nuevo. Las calificaciones serían enviadas por correo poco después de nochebuena, cuando la universidad notara que su precioso promedio de 4.4 cayó en picada Alexander Thomas estaría completa y totalmente acabado. Le quitarían la beca total, por lo que tendría que retomar su trabajo de medio tiempo en la grasosa hamburguesería del centro, entonces llegaría a casa muy cansado y no tendría el suficiente tiempo para dedicarle al estudio, por lo que bajaría su rendimiento académico y terminaría abandonando la carrera. Ya lo veía venir, las imágenes se reproducían en cámara lenta en su cerebro, atormentándolo hasta el punto de casi agonizar.

–No pudo haber sido tan malo –bufó Mary Joanne Stensen, a través de la línea telefónica.

Alec se mordió el labio, apretando el móvil contra su hombro para mantenerlo justo sobre su oreja. Estaba sentado en su escritorio, buscando trabajos en línea mientras hablaba con su amiga. Sabía que tenía que esperar a que pudiera volver a mover el brazo para poder comenzar a trabajar, pero según sus cuentas todavía faltaban seis semanas para eso y, aunque tenía dinero ahorrado para cualquier emergencia, se estaba quedando corto. Necesitaba encontrar algo que pudiera hacer.

Alec rodó los ojos.

–No pegué ojo en toda la noche, Marie, además me quedé dormido durante algunos minutos sobre el examen. Créeme, voy a reprobar.

La chica refunfuñó.

–Eso aún no lo sabes, tienes que esperar a que lleguen las notas. Lo cual, no pasará hasta dentro de otra semana, así que solo relájate y descansa. Lo necesitas –se oyeron voces, y luego una pausa.–Han llegado mis tíos. Lo siento, debo irme. Pero me llamas si necesitas algo, ¿de acuerdo?

–Sí, adiós –susurró él, antes de colgar. 

Había encontrado un par de cosas que no estaban tan mal y no necesariamente implicaban actividad física. Les echaría una ojeada luego, porque por los momentos tenía que hacerse la cena y tomar una ducha; no sabía cuál de las dos sería más problemática, pero sinceramente esperaba poder con ello.

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Jonathan estaba fumándose un cigarrillo en el pasillo cuando lo olió; un intenso olor a quemado. Y luego lo vio, el humo gris saliendo por debajo de la puerta del apartamento de enfrente. Inmediatamente supo que Alec estaba en problemas, tocó a la puerta un par de veces, y conforme pasaban los minutos y nadie atendía, supo que debía actuar con rapidez.

– ¡Alec!

Palpó la parte superior de la puerta de madera hasta encontrar un pequeño objeto metálico escondido en un recodo; metió la llave en la cerradura. La sala de estar estaba llena de humo, por lo que corrió hasta la cocina para ver de dónde provenía. Había algo quemándose en la sartén en llamas, algo que parecía arroz chino o quizás carne. Jonathan usó el extinguidor del pasillo para apagar el fuego y abrió la ventana de la cocina para ventilar la habitación.

– ¡Alec! –gritó nuevamente, luchando para poder ver algo que le advirtiera de su paradero.

A medida que el humo se iba disipando también parecían aclararse sus sentidos, pues sobre el ruido de su corazón palpitante Jonathan escuchó el rumor de la ducha. Salió corriendo hacia la habitación principal, encontrándola bastante ordenada, y se dirigió hasta el baño.

–Oh, Dios mío –susurró, alarmado, intentando no perder la compostura.

Como médico (o estudiante de medicina) veía cosas así todos los días: diapositivas sangrientas de gente siendo atravesada por enormes barrotes de acero, hasta bomberos con quemaduras de tercer grado, pero esto era diferente. Era Alec, su vecino de enfrente, el introvertido chico de sonrisa radiante que últimamente lo traía confundido, tirado en el suelo del cuarto de baño, totalmente desnudo y con la cabeza sangrándole. Jonathan se apresuró a cerrar la ducha, y a tomar cuidadosamente al muchacho más joven entre sus brazos y levantarlo del suelo. Le cubrió de la desnudez con una toalla, tratando de mantenerse concentrado y no quedarse mirando de más aquel cuerpo de piel pálida. Lo sentó sobre el borde de la cama matrimonial e intentó sacarlo del estado de inconsciencia. Sus párpados revolotearon varias veces, y a continuación Jonathan estaba siendo observado por un par de profundos ojos azules.

–Alec... Alec, escúchame. Necesito saber qué te pasó, ¿qué es lo último que recuerdas?

Confundido, el muchacho de ojos azules se llevó una mano a la cabeza; cuando retiró los dedos impregnados en sangre se alarmó, intentando levantarse. Jonathan evitó que se hiciera daño, tumbándolo con suavidad sobre la cama.

–Detente, vas a hacer que sea peor.

Le limpió la sangre frotando la piel herida con la toalla húmeda que lo cubría, Jonathan evaluó los daños con ojo crítico y, al mismo tiempo, trató de calmar al joven.

–Está bien, está bien. Ahora estoy aquí, estás a salvo –susurró, acariciándole la mandíbula con los nudillos.

Los ojos de Alec estaban muy dilatados, lo cuál no podría ser una buena señal, viéndose más salvajes y azules que nunca. El joven comenzó a temblar, su piel estaba pálida y los labios azules y temblorosos. Jonathan volvió la mirada a la herida de la cabeza y acabó con su evaluación, limpiando nuevamente la sangre que volvía a supurar.

– ¿Qué haces aquí? –preguntó el más joven, con la voz igual de inestable que su cuerpo. – ¿Qué sucedió?

Jonathan lo miró fijamente a los ojos, el chico parecía demasiado asustado, así que intentó infundirle seguridad.

–Tu cocina estaba a segundos de incendiarse, al parecer dejaste algo cocinándose en el fogón. Cuando entré te encontré tirado en el suelo del baño, ¿puedes decirme qué es lo último que recuerdas? Sujeta esto con fuerza.

Esbozando la misma mueca de desconcierto con la que lo había mirado apenas despertó, Alec asintió, presionando el trozo blanco empapado en sangre contra su frente. Jonathan observó la habitación, actuando con rapidez, y abrió cajones al azar mientras buscaba algo de ropa para el muchacho.

–Estaba... Yo estaba haciendo la cena, pero cuando terminé de calentarla apagué el fogón y me metí a la ducha. Recuerdo... Recuerdo que me estaba enjabonando cuando perdí el equilibro, creo que sólo resbalé y caí –murmuró Alec, restándole importancia. –No es nada serio, me pasa siempre.

Jonathan lo miró como si le hubiese crecido un tercer brazo de repente, le lanzó algo de ropa limpia al regazo y lo urgió a que se vistiera. Cuando se levantó, el mundo empezó a darle vueltas.

–Los accidentes en el baño son la causa número uno de muertes, Alexander, debes ser más cuidadoso. –Jonathan se encontraba en pleno sermón cuando el lindo muchacho pestañeó un par de veces antes de vaciar el contenido de su estómago sobre los zapatos de cuero italiano que el rubio llevaba.–Eh, tranquilo allí, te ayudaré, vamos.

El rubio le limpió las comisuras de la boca con la manga de su camisa, y lo ayudó a entrar en un par de calzoncillos limpios antes de secarle el pecho mojado y colocarle una sudadera gris sobre los hombros. Por suerte, esta tenía una cremallera y era fácil de subir, con la herida en la cabeza Jonathan no quería arriesgarse a tener que quitar la improvisada venda para pasarle una camiseta por encima. Alec protestó cuando intentó colocarle los jeans, demasiado mareado como para mantenerse en pie por un solo momento más.

–Vamos, Alec, necesito que te vistas para  llevarte al hospital.

–No, no quiero... Quiero dormir, Jonathan –protestó, frotándose los ojos.

Jonathan prosiguió luchando con la terca tela vaquera hasta que los ajustados pantalones cubrieron las piernas del muchacho, y para cuando terminó, como no oía las protestas de Alec, se giró a verlo. El muchacho yacía nuevamente inconsciente sobre el colchón, preocupando al rubio.

– ¡Alec, despierta!

Lo zarandeó un par de veces, hasta que renuentemente el chico abrió sus brillantes ojos azules. Resignado, Jonathan tomó al chico en brazos y, tras pasar un momento por su apartamento a coger las llaves del coche, se dirigió al hospital.

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Tras un par de horribles horas esperando en la incómoda silla de plástico de la sala de estar del Gigham's Hospital Center, Jonathan por fin pudo respirar cuando el doctor le dio el diagnóstico de Alexander. Había sido más explícito con él al tratarse de una persona con conocimientos médicos, pero Jonathan aún no decidía si eso era mejor o peor. Mejor, porque sabía exactamente lo que había ocurrido y cómo cuidar propiamente de Alexander cuando volviera a casa; peor, porque sabía qué tan cerca de la muerte había estado el chico moreno. Unos centímetros más abajo, y el golpe contra la cerámica del baño habría impactado en toda su sien, causándole la muerte instantánea. Jonathan se estremeció, sintiendo un frío que lo calaba hasta los huesos al pensar en que nunca vería de nuevo a su introvertido vecino.

El doctor McCormack, de ojos marrones y sonrisa amable, lo sacó de sus cavilaciones.

–El paciente se encuentra dormido, pero si quiere puede pasar a verlo.

Jonathan asintió mientras seguía al doctor de guardia hacia la sala de emergencias. Alec se hallaba acostado, con las manos a cada lado del cuerpo y una expresión pacífica en el rostro. Jonathan observó como la enfermera le cambiaba el suero, conectado a su cuerpo mediante una vía intravenosa, por uno nuevo.

Le habían cogido tres puntos de sutura para detener el flujo de sangre, pero debido a los síntomas que Jonathan había descrito (el mareo, las náuseas y el vómito, la visión borrosa) el doctor McCormack había decidido hacer unas cuantas pruebas y también una tomografía, para estar seguros de que todo estaba bien. Al parecer, Alec tenía una contusión y un par de costillas lastimadas; pero nada demasiado grave, por lo que posiblemente sería dado de alta en la mañana. La única razón por la que seguiría esa noche en el hospital, era porque el doctor McCormack quería tenerlo bajo observación por cualquier posible traumatismo cerebral que las pruebas pudieran haber pasado por alto. Jonathan no podría haber estado más de acuerdo.

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Cuando Alec se despertó, se encontró con una imagen extraña. Era Jonathan Harrison, dormido en la posición seguramente más incómoda del planeta: sentado en una silla de plástico ubicada junto a su camilla, con la cabeza torcida en un extraño ángulo y la mano sosteniendo la suya. Alec se ruborizó cuando llegó la enfermera a chequear sus signos vitales, desenredando su mano de la de Jonathan.

La enfermera, una joven treintañera de cabellos castaños, le sonrió mientras señalaba al rubio con la cabeza.

–Vaya suerte la tuya, chico. Se nota que es uno de los buenos, no se despegó de tu lado en toda la noche –le dijo, mientras le tomaba de la mandíbula para quitarle el cabello de la frente y poder evaluar los puntos de sutura.

Ruborizado a más no poder, Alec negó con la cabeza, lo cuál fue una mala idea ya que le provocó náuseas.

–Nosotros no somos nada –logró decir, conteniendo las ganas de vomitar.

La enfermera le dio una sonrisa cómplice antes de irse, prometiéndole un delicioso desayuno cuando volviera. Alec observó todo a su alrededor, asustándose cada vez más. Estaba en lo que parecía ser una habitación privada en el centro hospitalario más cotizado de la ciudad, tras pasar toda una noche recibiendo atención personalizada, y con la promesa de un desayuno balanceado en la cama. Eso sólo podía significar una cosa: dinero. Cosa que Alec no tenía en demasía.

Al despertarse, lo primero que hizo Jonathan fue revisar la herida de su frente y, a continuación, sus signos vitales. Como si verlo allí sentado, con todas las partes de su cuerpo intacto no fuera suficiente prueba de que se encontraba totalmente bien. Alec se ruborizó cuando le tomó el rostro entre las manos y le acarició la mejilla suavemente.

– ¿Cómo te sientes, dulzura? –le preguntó, en un suave tono de voz.

–Bien, estoy bien –susurró Alec, evitando sus ojos.

Al parecer, algunas cosas habían cambiado desde la noche anterior, como la manera en que Jonathan le hablaba y le miraba. Había algo en sus ojos que Alec no podía comprender totalmente. Le sonrió y se ruborizó aún más cuando la enfermera volvió, encontrándolo entre los fuertes brazos del hombre rubio.

–Aquí tienes, procura comer despacio y beber largos tragos de agua –le dijo, enviándole un guiño travieso. –El doctor McCormack vendrá a verte dentro de poco, y si todo sale bien serás dado de alta.

El estómago de Alec rugió al ver la bandeja que la enfermera había dejado sobre la mesita auxiliar antes de retirarse, Jonathan la había acercado hasta la cama y  esperaba a que comiera con una expresión expectante. Comió los alimentos en silencio, y como era de esperarse, todo estaba muy bueno. Bebió el zumo de naranja con lentitud, sentía las mejillas rojas, pero no podía evitarlo.

–Deja de mirarme de esa manera –susurró, irritado, atrayendo la atención del hombre.

Jonathan se le quedó viendo fijamente.

– ¿A qué te refieres con eso, de qué manera te estoy mirando? –preguntó, contrariado.

Alec soltó un bufido de frustración, alzando la voz.

–Me estás mirando como si significara algo para ti.

Tras unos segundos de silencio, la expresión de estupefacción de Jonathan le dio paso a una de serenidad.

–Tú significas mucho para mí, Alexander.

El más joven se quedó con las palabras en la boca, Alec observó como el doctor McCormack entraba en su habitación privada (eso costaría mucho dinero) y chequeaba sus signos vitales. También revisó los puntos de su frente, examinó sus ojos y oídos y luego de advertirle sobre el peligro de los pisos resbaladizos, firmó el documento que le dejaría salir de allí. Se quedó con la boca abierta cuando Jonathan le dio ropa limpia (su propia ropa, nada más y nada menos) y salió de la habitación para que pudiera cambiarse. Alec lo hizo cuidadosamente, pues luego de casi un mes con el yeso ya le tenía el truco a eso de vestirse con un solo brazo; seguía algo atontado cuando salieron del hospital, Jonathan le ayudó a subirse a su coche y condujo hasta el edificio en que ambos vivían.

Cuando llegaron a su apartamento, Alec pensó que Jonathan le desearía buena suerte y se iría a su propia casa, a seguir con su vida; más no pudo disimular su sorpresa cuando, tras dejarlo cómodamente instalado en el sofá de la sala de estar, el rubio comenzó a sacar cosas del refrigerador y a tararear una vieja canción de los Beatles mientras encendía fogones.

– ¿Qué demonios se supone que estás haciendo? –inquirió en una voz muy aguda, que arregló al aclararse la garganta.

Sin dedicarle siquiera una mirada, Jonathan respondió, vertiendo algo de aceite en un sartén.

–El almuerzo.

Alec pestañeó varias veces, mirando a su alrededor, e incluso se pellizcó en el brazo bueno para convencerse a sí mismo de que todo lo que sucedía era real. Síp, así era. Seguía sentado en el viejo sofá de su sala de estar, mirando hacia el frente, a la pantalla apagada de la televisión, mientras Jonathan Harrison, su atractivo e inalcanzable vecino cocinaba el almuerzo en su vieja cocina de gas. Todo era tan inverosímil.

–Estoy confundido, ¿por qué lo haces?

Alec se fijó en las manos pálidas y de dedos delgados de Jonathan, la izquierda sostenía un trozo de cebolla firmemente mientras la derecha manejaba un cuchillo filoso con habilidad.

–Pues porque estás en pleno proceso de recuperación y necesitas comida sana, hecha en casa, y no las porquerías que tienes en congelador.

–No me refería a eso y lo sabes.

Jonathan dejó el cuchillo a un lado de la tabla de cortar, se lavó las manos bajo el grifo y caminó lentamente hasta el sofá. Se sentó junto a Alec, mirándolo con fijeza; éste se obligó a sí mismo a soportarle la mirada.

–Porque la verdad es que me importas, Alec.

Él negó con la cabeza, suspirando.

–Claro que no.

Jonathan asintió, sonriente, tomándole delicadamente el rostro entre las manos.

–Por supuesto que sí, dulzura, créeme –murmuró, besándolo suavemente.

Aquél beso fue tan suave, tierno y especial que Alec quiso considerarlo su primer beso real; no el que le había arrebatado un idiota borracho en alguna estúpida fiesta. Tan sutilmente como lo inició, Jonathan deshizo el contacto entre sus labios, acariciándole la mejilla. De pronto un olor a quemado les hizo arrugar la nariz, y el rubio dejó salir un gemido bajo.

–Ah, mierda, el arroz.

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Almorzaron pechuga de pollo a la plancha con ensalada y arroz blanco, un menú bastante saludable según Jonathan. Alec no podía dejar de darle vueltas al cambio de actitud del hombre rubio, pensando en qué lo habría provocado y si cuando sus heridas estuvieran totalmente sanadas volvería a ser su irritable vecino y nada más.

–Ésta es –dijo en un murmullo, con la mano en el picaporte de la puerta de la habitación de invitados.

Jonathan le había dicho que hasta que pudiera valerse por sí mismo se quedaría allí con él, para ayudarlo con las actividades básicas como cocinar y limpiar. Alec había estado de acuerdo, aunque le pareciera tonta la idea de que Jonathan tuviera que “mudarse” ya que su apartamento quedaba justo enfrente.

–Genial, me iré a la cama temprano, así que buenas noches –contestó Jonathan, sonriéndole.

Esa sonrisa de dentadura perfecta le arrancó un furioso sonrojo, a lo que el hombre reaccionó soltando una carcajada.

–Buenas noches –susurró Alec, yéndose a su propia habitación antes de hacer alguna otra tontería.

Pero justo cuando iba a abrir la puerta de su habitación, se encontró rodeado por un par de fuertes brazos recubiertos de fino vello rubio. Jonathan lo apretó contra su pecho, cuidadoso con el brazo lastimado, acercó sus labios a la oreja de Alec y plantó un beso húmedo allí antes de soltarle e irse.

Genial, ahora tampoco iba a poder dormir sin pensar en eso.

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La televisión estaba encendida, y en el canal puesto había una vieja película cómica navideña. Alec y Jonathan estaban tumbados en el sofá, la cabeza de Alec colocada sobre el pecho del hombre rubio, y los brazos de Jonathan alrededor de su pequeño cuerpo. Estaban en pijama, con suéteres de lana y cubiertos con una manta; era algo que se habían acostumbrado a hacer durante los últimos días. Alexander no podía quejarse, pues aunque la relación con Jonathan fuera reciente le encantaba sentirse rodeado de los fuertes brazos del hombre. Simplemente le encantaba. Cuatro días llevaban “juntos”, Jonathan era atento, siempre preguntándole si sentía mucho dolor, le recordaba  tomarse los analgésicos a la hora determinada y le hacía arrumacos en el sofá. Jamás se imaginó que un hombre tan grande y masculino como Jonathan disfrutara de cosas tontas como acurrucarse, pero así era, él era dulce y atento, mucho más de lo que Alec creía merecer.

–Jonathan... –murmuró Alec, con el rostro enterrado en su duro pecho.

Al no oír respuesta, el moreno miró hacia arriba, deleitándose con el rostro relajado del hombre mientras dormitaba. Él era todo ángulos. Desde hacía un tiempo, Alec había pensado en tomar la iniciativa en cuanto al contacto físico; pues desde su primer beso el día en que llegó del hospital no se habían besado más. Abrazos y caricias superficiales y eso era todo. Alec se incorporó con cuidado, ya que no quería golpearse en el brazo enyesado, y comenzó a repartir pequeños besos ligeros sobre su rostro. Le dio un par sobre las mejillas, en la frente, sobre la nariz, y cuando volvió a sus labios finos estos se abrieron, tomándolo desprevenido. Jonathan volvió el beso más profundo, llevando sus manos hasta la cintura de Alec y atrayéndolo hacia su cuerpo. Se separaron con un chasquido húmedo al quedarse sin aire, Alec jadeaba, pues el beso había sido mucho más intenso y caliente de lo que él había planeado en un principio. Jonathan le miraba con los ojos de un verde oscuro, tan diferente a su usual color esmeralda, y una sonrisa tirándole de las comisuras de la boca sonrosada.

– ¿Me despertaste para una sesión de besos? –le preguntó con la voz ronca.

Alec negó con la cabeza, tragando saliva audiblemente. Jonathan se encogió de hombros, cerró los ojos y volvió a dormir, pero mantuvo sus brazos alrededor del pequeño cuerpo recostado en su regazo. Alec puso su cabeza contra el pecho del hombre nuevamente, tranquilizándose al oír el rítmico golpeteo de su corazón. Últimamente hablaban mucho, o más bien dicho Jonathan hablaba y Alec escuchaba; Alec sabía que Jonathan tenía tres hermanos, que sus padres eran un par de reconocidos médicos cirujanos y que lo mantenían bajo mucha presión para que siguiera sus estrictos ideales. También sabía que la chica pelirroja que le había ayudado cuando se cayó por las escaleras era Clarissa, su hermana menor y la única con la que de hecho tenía una buena relación. Alec nunca hablaba de su vida privada, así que sentía que le debía algo de información al hombre.

–Soy huérfano –dijo en voz baja, sintiendo como el hombre que lo sostenía entre sus brazos se tensaba.

Jonathan le acarició la mejilla, mirándolo a los ojos.

–Lo siento mucho, Alec, no sabía. Realmente no tienes que hacer esto.

Alec negó con la cabeza.

–Está bien, yo quiero... Quiero que sepas todo acerca de mí. Jamás le he contado esto a nadie –murmuró, tragando saliva.

Jonathan se recostó contra el sofá y Alec se acomodó en su regazo, colocando la cabeza sobre uno de sus fuertes hombros. Sabía que si iba a hacer esto, no podría mirarlo a la cara si no quería echarse a llorar en medio del relato.

–Era poco más que un infante cuando mis padres murieron, así que no tengo recuerdos de ellos. Sé que fue un accidente automovilístico, que yo estaba en la guardería y nadie me fue a buscar. Pasé a ser responsabilidad del estado entonces, estuve en muchos hogares adoptivos, algunos mejores que otros. Tuve mucha suerte, la verdad, he escuchado casos terribles de niños abusados. Nunca fui violado, ni maltratado ni obligado a aguantar hambre. –Jonathan lo apretó más contra él, y Alec le plantó un suave beso bajo la oreja.–Pero tampoco rodé con la suerte de encontrar una familia que me quisiera, por lo que estuve en ocho hogares de acogida en menos de diez años. Cuando cumplí quince, fui asignado a esta señora mayor, Claudia, y sinceramente no pensé que fuera a durar mucho... Pero finalmente fue ella quien obtuvo mi custodia legal.

Alec paró de hablar durante un segundo, tomó algo de aire y volvió a abrazar el cuerpo fuerte y musculoso de Jonathan.

–Era una buena mujer. Seguro, era huraña, grosera y no muy cariñosa, pero realmente llegué a cogerle cariño. Me cuidó durante cuatro años de mi vida, pero era vieja y enfermó –se detuvo para sollozar–. Me dejó seiscientos dólares en la cuenta bancaria y esta casa. Y eso fue todo, Claudia se había ido y yo estaba solo en el mundo de nuevo.

Su voz tembló, el joven se aferró al hombre rubio y rompió en llanto.

–Oh, Alec –musitó Jonathan, sintiendo una punzada dolorosa en el pecho. El pobre chico había sufrido demasiado ya, no se merecía todo lo que la vida le estaba arrojando–. Tranquilo, dulzura, estoy aquí. Estoy aquí para ti y siempre voy a estar, Alec, te lo prometo. Ya no estarás solo nunca más.

Siete semanas después.

– ¿Comida china y maratón de GoT? –preguntó, con los ojos brillantes.

El hombre rubio rodó los ojos, colgándose su mochila y la de Alec al hombro. Ambos salieron del estacionamiento discutiendo sobre los planes para ese fin de semana. Alexander iba dando pequeños saltos, gesticulando con las manos y hablando con voz cantarina. Jonathan lo observó mientras ambos subían las escaleras hacia el apartamento, un par de semanas atrás le habían quitado el yeso del brazo, justo a tiempo para la vuelta a clases de las vacaciones de navidad. Todavía tenía las costillas ligeramente resentidas, y la cicatriz de la cabeza tardaría un tiempo más en desaparecer, pero aparte de eso no quedaban más estragos de aquella fatídica noche.

Alec lo miró con sus ojos azules expectantes. Jonathan se encogió de hombros.

–Realmente solo quiero pasar un fin de semana tranquilo junto a mi hermoso novio.

El chico se giró con rapidez, pero Jonathan pudo verle las mejillas rojas. Era viernes
por la tarde, Jonathan había ido a buscar a Alec a su trabajo nuevo en la biblioteca de la universidad y ambos pasarían un relajado fin de semana entre comida para llevar y arrumacos tiernos. O al menos eso era lo que el moreno creía.

Alec se detuvo y rebuscó entre los bolsillos de sus jeans por las llaves del apartamento, pero al introducir la llave dentro de la cerradura la puerta se abrió sola y una pequeña multitud gritó a todo pulmón:

¡Feliz cumpleaños!

Alec, sorprendido, se volteó a mirar a Jonathan, preguntándose si todo esto había sido idea suya. El rubio solo se encogió de hombros, empujándolo hacia delante para que entrara. La casa había sido evidentemente decorada: habían globos de colores, serpentinas alrededor de la columna central e incluso un enorme cartel pegado a la pared que decía “Feliz día, Alec”.

–Feliz cumple, Alec, espero que no te moleste la idea de una pequeña fiestecilla para celebrar tus dos décadas de vida –dijo una emocionada Marie, luciendo un suéter
púrpura nuevo y maquillaje natural.

Él contuvo las lágrimas y abrazó fuertemente a su amiga.

–Esto es... Es increíble, de verdad, no teníais que haberos molestado.

–Tonterías, si te lo mereces. Además, fue todo idea de Jonathan, así que si vas a agradecérselo a alguien, que sea a él –dijo en un susurro, guiñándole un ojo.

Alec se sonrojó violentamente, y balbuceó un insulto en voz baja mientras era tomado en brazos por su novio.

–Anda, a disfrutar de tu día especial –le dijo al oído, antes de besarle la mejilla.

La pequeña fiesta fue una celebración muy sencilla. Jonathan había preparado una lasaña para la cena y había invitado a los amigos más cercanos de Alec, Lucas y Marie, a su hermana Clarissa y a su mejor amigo Lenny, a quien Alec no conocía muy bien, pero que parecía estar haciendo migas con Lucas. Si por hacer migas se refiere a ligar. El muchacho rubio se reía, se sonrojaba y no podía quitarle la vista de encima al musculoso hombre. Hubo buena  música y risas cálidas durante toda la velada, y aunque apenas eran media docena de personas, fue la mejor fiesta a la que Alec asistió jamás. Todos le llevaron un regalo, bebieron varias copas de vino y comieron pastel luego de cantarle el feliz cumpleaños. Y más tarde, cuando todos se habían ido y solo quedaban Jonathan y él, recogiendo la basura y lavando los platos, Alec le susurró a su novio al oído:

–Quiero hacer el amor por primera vez.

– ¡Ah! –exclamó Alec.

Jonathan, que había estado lavando los platos sucios, cerró el grifo y se giró hacia él con una rapidez casi inhumana. Tomó a Alec entre sus brazos fuertes y le acarició los labios con las yemas de los dedos. Aún tenía las manos mojadas, y el tacto frío hizo que el joven se estremeciera. Podía ver la llama de la pasión ardiendo en los ojos color verde esmeralda.

– ¿Estás seguro? –inquirió Jonathan, caminando hacia la habitación de Alec.

Él asintió, tragando saliva.

–Quiero hacerlo, solo... Ten cuidado.

Jonathan sonrió antes de besarlo suavemente en los labios.

–Jamás te haría daño, Alexander.

El hombre rubio lo depositó sobre el colchón con suavidad antes de atacarle el cuello con su boca. Inmediatamente Alec comenzó a gemir, sintiendo su cuerpo calentarse solo de pensar en lo que estaba a punto de hacer. Durante un buen rato se besaron, Jonathan de vez en cuando dejando los labios de Alec para mordisquear su blanco cuello, y poco a poco las prendas de ropa fueron quedando tiradas en el piso de la habitación. Jonathan fue despacio, tentándolo poco a poco, y Alec no pudo hacer mucho más que admirar su perfecto cuerpo desnudo con la boca abierta durante todo el rato. Aquél hombre era enorme, musculoso, pálido y perfecto, y le haría el amor por primera vez. Alec gimió cuando Jonathan se recostó sobre él, la fricción entre sus cuerpos desnudos se sentía deliciosa, y cuando no pudo soportarlo más estalló sobre sus vientres con un grito extasiado. Recobró la consciencia cuando sintió al hombre rubio acomodándose entre sus muslos, Jonathan le sonrió y acarició con lentitud su entrada dilatada. Alec se estremeció cuando lo observó aplicar más lubricante, y su corazón comenzó a latir con rapidez cuando lo sintió frotarse contra sus tensos glúteos.

–Relájate, mi amor, déjame entrar –susurró él, alzándole las caderas.

Alec asintió, destensando los músculos, concentrándose en los ojos verdes oscurecidos de Jonathan. Él le sonrió otra vez, sosteniéndose sobre él con una mano para no aplastarlo con su peso, aferrándole firmemente la cadera con la otra.

Alec tomó aire y se relajó.

---

Se empujó en el apretado calor húmedo que lo recibía como un puño de terciopelo poco a poco, lentamente pero sin detenerse hasta que estuvo completamente adentro. Jonathan respiró con dificultad, conteniendo las ganas de empezar a embestirle como un animal. Miró hacia abajo, hacia el chico que se encontraba bajo su cuerpo, con las mejillas rojas y las uñas clavadas en sus hombros.

–Santa Madre –gimió, cuando Jonathan se empujó hasta la empuñadura.

Él observó los ojos azules brillantes, consciente de ser el responsable de arrebatarle la inocencia. Alec tenía la boca y los ojos tan abiertos que parecía un personaje de caricatura, en un claro esfuerzo de controlar las fuertes emociones que lo embargaban.

– ¿Cómo te sientes? –le preguntó, consciente de su voz grave y rasposa.

Le tomó un par de segundos ser capaz de hablar, su voz era aguda y temblorosa.

–Lleno. Tan... Demasiado... Jodidamente lleno –gimió, buscando sus labios.

Satisfecho con la respuesta, Jonathan se inclinó para besarle cariñosamente. Sabía que su tamaño era mucho más grande que el promedio, y aunque realmente creía en la frase “no importa cuánto le mide sino cómo lo usa”, estaba contento de poder complacer al pequeño chico en ese sentido.

Se retiró del apretado canal y volvió a introducirse, lentamente, y repitió la acción pero esta vez con un poco más de fuerza. Alec dejó escapar el primer sollozo de placer, y Jonathan no pudo resistirse a arremeter con mucha más fuerza esta vez. Quería que la primera vez de Alec fuera perfecta, hacerle el amor con gentileza y lentitud, pero no podía controlar las ganas de empujar con fuerza. Aceleró el ritmo y la fuerza de sus caderas hasta que la cama se sacudía violentamente y el cabecero golpeaba contra la pared; Alec era un desastre bajo él, sollozaba audiblemente, aferrándose a su cuerpo como mejor podía.

–Ah, ah, Jon... Por favor –murmuraba, sin sentido.

Él tragó saliva ante la sensual imagen de Alec con las piernas muy abiertas, clavándole las uñas en los hombros y arqueando la espalda para encontrarse con sus empujes. Jonathan, deleitado con la vista, le cogió de los muslos blancos con fuerza y se sentó en el borde de la cama, sosteniéndolo sobre su regazo.

El gemido que se escapó de los labios rosados le puso más duro aún.

–Es más profundo de esta forma –explicó, recuperando su agarre en las caderas del joven.

–Sí, lo noto –suspiró.

Jonathan se fijó en el rostro de Alec, que tenía una expresión de placer extrema y aumentó la velocidad de sus caderas, haciéndolo gemir más agudo. No pasó mucho tiempo antes de que Alec estuviera gritando su segunda liberación, explotando y pintando el estómago de Jonathan. Él abrazó el cuerpo lánguido del chico con fuerza, embistió un par de veces más y se corrió dentro de él.

–Te amo, Jonathan –susurró en su cuello. –Te he hecho daño, lo siento mucho.

Jonathan ignoró el escozor de los rasguños sangrientos que le había dejado el chico en la piel de los hombros y la espalda, y prefirió concentrarse en sus palabras.

–Me amas –afirmó Jonathan, enderezándose, con el rostro serio y la tez pálida.

Le dio una mirada al joven en busca de una explicación, pero Alec, envuelto en las sábanas verdes luciendo muy satisfecho, sólo le dio una sonrisa dulce.

–Te amo –repitió, con honestidad, sus labios hinchados y sus ojos brillando.

Jonathan no pudo resistir el impulso, se metió entre las sábanas de la cama y comenzó a besar a Alec. En poco tiempo lo tenía jadeando y pidiendo, le dio la vuelta hasta dejarlo a cuatro patas sobre la cama y volvió a penetrarlo. Alec gimió, arqueando la espalda, sorprendido por el violento asalto; Jonathan esperaba realmente no haberle hecho daño, pero no pudo contenerse y empezó a embestir nuevamente.

–Dilo –jadeó en su oído, poniendo las muñecas sobre su cabeza y dejándolo allí sujeto. –Vamos, hazlo. Dilo de nuevo.

Alec tenía el rostro hundido en la almohada, por lo que los deliciosos sonidos que hacía eran inaudibles.

–Te amo, Jonathan. Te amo, te amo, te amo.

Jonathan hundió los dientes en la tierna carne del hombro de Alec, arrancándole un gritito agudo. Luego de unos empujes más se corrió nuevamente, y se relajó contra la espalda pálida del chico.

–Yo también te amo, Alexander.






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