Holy Diver - Parte 2
«¿Por qué me siento mejor aquí?»
El cuerpo del joven rubio iba descendiendo a las profundidades del agua. Su visión se nublaba y la luz de la superficie comenzaba a oscurecer. Hasta que no escuchó más.
Un golpe en el corazón lo trajo en sí. Sus pulmones expulsaron el agua que había entrado al ahogarse y el aire los infló, dotando a Dio de la vida que casi se le va.
—Ese joven —indicó un hombre con una ropa ligera y con pies llenos de arena—, ese joven a salvado a ese chico.
—¡Oh, vaya!
—¡Es maravilloso...!
—¡Y apuesto!
—¿Estás bien, Dio? —preguntó su hermano mayor, Apolo, ignorando a la gente y con una mirada llena de preocupación.
Dio podía escuchar como las personas alrededor aplaudían a Apolo. Eso lo llenaba de rabia. No solo por impedir su muerte, sino porque detestaba que halaguen a Apolo como lo hacia su padre, quedando él como un estúpido inútil.
—Suéltame —dijo Dio, levantándose del suelo.
Las personas miraron extrañamente a Dio. Cuando este se alejó, se acercaron a Apolo y lo felicitaron.
—Era lo de menos, es mi hermanito menor —alcanzó escuchar Dio de la boca de Apolo, mientras que varios "owww" opacaban sus palabras.
Dio volvió a ver el risco por donde se había lanzado. Vio como el sol se ocultaba por la punta de la falla geográfica, hasta que su rostro se ensombreció por la falta de luz que provocaba la obstrucción de ese pedazo de roca. Sentía que él era como ese sol, pero su hermano lo opacaba. Desde siempre lo hacía. Se retiró de la playa sin mayor ánimo.
Al día siguiente, mientras leía los apuntes que había hecho en la academia de leyes, escuchó a un hombre que acompañaba a su padre.
—Para la fortuna de tu hijo, había un periodista en esa playa y hoy ha escrito una crónica acerca de Apolo. ¡Está teniendo mucha popularidad! Si sigue así, podrá ser un gran político. ¡Incluso hasta ser Primer Ministro! Podría sacarlos de esta miseria —dijo el hombre.
—¡Oh, mi muchacho Apolo! —exclamó Dionisio Brando, con el respectivo acento alcohólico—. Sabía que algún día me haría rico.
—¡Ajá! Pero si se une a mi partido, podríamos acelerar las cosas —se escuchó unas monedas dentro de una bolsa.
A Dio le interesó lo que pasaba y asomó la cabeza para ver lo que sucedía.
Dionisio cogió la bolsa y vació su contenido sobre la mesa. Sus ojos se iluminaron como faros al ver la enorme cantidad de monedas de oro.
—Este es el adelanto. Espero a Apolo mañana temprano para la Asamblea de bienvenida, ¿de acuerdo, señor Brando? —dijo el hombre, sonriendo mientras que Brando abrazaba al cerro de monedas como si fuera su esposa.
—C-Claro... ¡Hip! Claro.
El hombre se marchó rápidamente pues le daba asco esa casa.
Dio volvió a sentarse mientras que su padre besaba cada moneda que le habían dado. Tomó un libro y leyó compulsivamente todas las líneas. Lo hacía para disimular los celos que le generaba saber que Apolo estaba por empezar una carrera exitosa como político.
«¿Por qué? ¿Por qué él y yo no? —pensó Dio mientras lloraba por la frustración»
Las semanas pasaron y Apolo ganó mucha popularidad. A pesar de tener descendencia extranjera, los españoles quedaron admirados por el carisma de Apolo. Su rostro lo hacía ver como un hombre confiable y honrado.
Dio sabía que Apolo era todo lo que pensaban y eso lo enfurecía, pues era el ideal que la gente buscaba. Era un hombre al que se podía admirar.
Un día, Dio y Apolo fueron al hospital pues se enteraron que su padre se había caído del caballo, lo que provocó que se rompa la pierna. Las enfermeras y algunos pacientes sonrieron cuando Apolo pasó por los pasadizos, ignorando a Dio. Solo una chica tuerta notó la presencia de Dio, pero solo fue para estornudar.
—Achú.
Los médicos le dieron un bastón a Dionisio, pues su pierna izquierda estaría sensible hasta el día de su muerte.
Un carruaje los llevó a casa y ambos hijos ayudaron a su padre a caminar.
—¡Ah! ¡Déjenme que no soy un viejo inútil —reclamó el anciano.
«No. Eres un viejo de mierda —pensó Dio»
—Papá —dijo cortésmente Apolo—, te ayudamos porque sino te puedes caer.
—T-Tienes razón, hijo mío —dijo Dionisio.
Dio solo seguía caminando.
Cruzaron la puerta y dejaron a su padre sentado en el mueble.
—Ese caballo de porquería. Se sobresaltó cuando pasamos cerca de un conejo —dijo Dionisio, enojado y apretando su bastón.
—Seguramente estabas borracho, como siempre —masculló Dio.
—¿Qué dijiste? —preguntó enfurecido.
—Papá... —intervino Apolo.
—No, no. Déjalo que lo diga. ¡Repítelo!
Dio solo lo miraba.
—Papá, será mejor que descanses...
—¡Repítelo, inútil!
—¡Seguro te caíste por borracho! —exclamó Dio, recibiendo un bastonazo en la mejilla. Lo que provocó que sangrara.
—Si tan solo tuvieras ese mismo valor para hacer algo por la familia, serías igual que tu hermano.
Las palabras de su padre no tenían efecto en él, pues desde que era niño los escuchaba. Tan solo salió por la puerta, en medio de la oscuridad de la noche.
Deambuló por el bosque. No sabía a dónde ir. Nunca tenía un lugar a donde refugiarse cuando su padre lo lastimaba. Se apoyó en un árbol y se recostó, tratando de conciliar el sueño.
Empezó a recordar cuando su madre, ebria y con harapos, salió en medio de una nevada noche para no ser vista hasta dos semanas después, cuando fue encontrada muerta detrás de unos arbustos. Recordó que no sintió tristeza alguna por aquella mujer que nunca lo defendió de su padre. Apolo lloró por varias semanas y su padre comenzó a embriagarse casi todos los días.
Dio quería tener ese mismo final. Una muerte sin razón y casi como un bálsamo para su frustración
«Solo quiero reconocimiento. ¿Es tan difícil tenerlo? ¿Por qué no me pasa lo mismo que a mi madre? Estoy detrás de unos arbustos, ¿cuando llegará la muerte? Espero que pronto. No queda nada por hacer en este mundo... En este mundo que solo alaban a algunos y al resto lo desechan como a mí. Si tan solo no estuviera opacado por Apolo, estaría mejor... Opacado... Si Apolo no estuviera, ¿ocuparía su lugar? Sí... Él tiene la culpa de mi situación. Él y mi padre. En especial mi padre. Apolo se llevó su admiración y creció con eso, por eso los demás lo admiran y me dejan de lado. Debo acabar con él y con todos los que me opacan. ¡Desde siempre lo han hecho, porque el destino sabe que seré grande! — pensó Dio, levantándose»
—¡Yo, Dio, nací para tener a todos bajo mis pies, pero me dieron un padre que me humilla, una madre indiferente y un hermano que me arrebata lo que es mío! ¡El destino lo ha puesto a él como una burla hacia mí, pero yo se lo arrebataré al destino!
Un par de días después, Dionisio Brando fue hasta las caballerizas para beber con sus amigos. Como solían jugar naipes y apostar, decidió entrar al juego.
—Si te gano esta mano, me das ese caballo —pidió Dionisio.
—No creas que porque tu hijo es alguien importante vas a tener todo lo que quieras —le respondió.
—Entonces tienes miedo de perder —dijo Dionisio, incitándolo a jugar.
—¡No tengo miedo!
Luego de unos minutos, Dionisio resultó ganador y fue a reclamar su premio. Lo montó y cabalgó con él.
Como estaba ebrio, no podía recordar el camino, asi que se desvió y llegó hasta las vías del ferrocarril.
—¡Ay! ¿Dónde estoy? ¡Hip! —dijo Dionisio en su caballo y con el bastón en la mano.
—¿Quieres que te ayude a bajar, padre? —preguntó Dio al lado del caballo y disparando a su padre en el hombro, haciendo que este caiga.
—¡Ah! ¡Maldito hijo desagradecido! Te doy todo en la vida y tratas de matarme ¡Hip! —dijo Dionisio, arrastrándose en el suelo para huir de Dio.
—¿Todo en la vida? —el rostro de Dio se desfiguró de la rabia—. ¡Solo me haz humillado! ¡No hubo día en que me dijeras que soy un inútil y aún así dices eso!
Volvió a disparar, pero esta vez en la pierna izquierda, provocando un dolor infernal a su padre.
—¡Bastardo! ¡Déjame en paz! ¡Por más que me mates, no conseguirás nada en la vida! —exclamó Dionisio, arrastrándose hasta llegar a las vías del ferrocarril y dejando su sangre en el suelo.
Dio quería disparar una vez más, pero el sonido del ferrocarril lo heló, pues estaba muy cerca.
—¿Qué fue eso? —preguntó el viejo, asustado y sintiendo el frío metal en su cuerpo—. ¡Aaahhh! ¡Maldición! ¡Sácame, Dio!
Dio vio a su padre y guardó la pistola, inmutándose y solo viendo el final de su padre.
—¡Diiiiiooooooo!
El ferrocarril pasó rápidamente, destrozando el cuerpo de su padre. El suelo vibraba con el paso de la enorme máquina, pero Dio seguía inmutable.
El caballo que había ganado Dionisio se marchó, dejando a Dio con los trozos de su padre.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja! —Dio comenzó a reírse histéricamente y llevando sus manos a su cabeza, tocándose el cabello al asimilar lo que había pasado—. ¡Enfrento a los insultos del destino y este comienza actuar a mi favor, matando a mi padre! ¡Este camino es el correcto! ¡No puedo detenerme! ¡Debo acabar con todo lo que se interpone en mi camino hacia la grandeza!
Un día después, Apolo recibió una carta. Este lo abrió y el contenido lo dejó helado. Al abrir el sobre, cayó un ojo y había una manuscrito dentro, escrito con sangre donde decía:
"Este ojo es de tu padre. Sus pedazos han sido quemados. El próximo será tu hermano. No habrá nadie cercano a ti".
—¡Maldición! ¿Quién hizo esto? Debo buscar a Dio y protegerlo.
Apolo junto a sus asistentes buscaron a Dio por toda la ciudad, pero no lo encontraron.
«¿Lo habrán asesinado? —pensó Apolo, con el corazón en la boca por la preocupación»
A pesar de ser admirado por toda la ciudad, tenía algunos enemigos políticos. Lo que no sabía es que tratarían de lastimar a su familia.
—Oh, Dio... ¿Dónde estas?
Cuando llegó a casa, encontró una carta. Era de Dio y decía:
"Querido hermano. Me he enterado sobre una conspiración por parte de tus enemigos para carcomer tu voluntad y tu confianza. Han asesinado a padre y casi lo hacen conmigo. Ve a verme al risco cerca por donde me salvaste aquella vez. Quema esta carta y no le digas a nadie a donde vas, pues hay infiltrados trabajando cerca de ti. Ven al risco a las 4 de la mañana. Te espero... Con afecto, Dio"
Apolo quemó la carta como pidió su hermano y salió de casa en la madrugada. Tapando su rostro con una capucha oscura, cabalgó en la oscuridad hacia el punto donde lo había citado su hermano.
«¿Qué querrá Dio? Seguramente sabe quienes fueron los asesinos de nuestro padre. Será de mucha ayuda para terminar esta persecución mortal»
Llegó al risco cuando el sol empezaba a iluminar el horizonte. Una figura encapuchada esperaba en el risco, mirando hacia el mar.
—¿Dio? —preguntó Apolo, acercándose lentamente.
El encapuchado giró y mostró su rostro. Era Dio, pero tenía una expresión dura, que lo hacía ver enojado.
—¡Me alegra que estés bien! —exclamó Apolo, saltando hacia él y abrazándolo. Dio ni se movió—. Qué bueno que estés vivo, Dio. Ha sido una pena lo que pasó con padre, pero me alegra que estés bien.
Apolo dejó de abrazarlo y lo miró con alegría. La luz del sol naciente iluminó sus húmedos ojos.
—Yo también me alegro, Apolo.
—¿Por qué me citaste aquí?
Dio lo ignoró y giró a ver el horizonte infinito sobre el mar.
—¿Sabes qué tan grande es el mundo?
—¿Eh? —exclamó Apolo—. No lo sé, no soy un matemático.
—Mira el horizonte y lo sabrás, Apolo. Míralo bien.
Apolo se adelantó un poco más al risco y vio el horizonte junto a su hermano.
—Es tan grande que el horizonte no cabe en mi campo visual.
—Pensé lo mismo, Apolo —respondió Dio.
—Es hermoso, en realidad.
—Solo alguien como tú puede ver eso, ¿no es así?
Apolo giró a ver a su hermano, con una sonrisa en el rostro. Fue ahí que Dio se dio cuenta. Apolo no solo había crecido siendo admirado, sino que emitía una sensación agradable. Generaba confianza y eso genera admiración. Aunque tanto Dio como Apolo eran apuestos, aquella sensación le daba mucha ventaja a Apolo.
—¿Por qué me citaste aquí? ¿Sabes quién asesinó a nuestro padre?
—Si —dijo Dio, sacando un objeto de su bolsillo—. Yo lo hice —mostró el ojo de su padre.
—¡¿Quééé? —exclamó Apolo horrorizado.
—¿Sabes por qué conservé los ojos? Pues para sus ojos, tu eras perfecto y yo solo era un estorbo. Crecer de esa forma solo me hizo pensar que no servía de nada, pero cuando lo maté, me di cuenta que no era así. Soy tan peligroso que el destino me hizo crecer con ustedes, para impedir que tome al mundo como mi propiedad. Ahora solo debo deshacerme de aquello que se opone en mi camino.
—¡Dio! ¿Qué pretend...? ¡Aaghhhh!
Dio se impulsó hacia adelante con un cuchillo en la mano, clavándolo en el cuello de su hermano.
—Tu exceso de confianza hizo que vengas sin arma. Nuevamente, el destino está a mi favor.
Apolo regurgitó y escupió sangre sobre su barbilla. Dio pateó el moribundo cuerpo de su hermano hacia el mar, con todo el odio que sentía.
—Nada se interpone. ¡Seré grande y el mundo será mío!
Levantó los brazos en señal de triunfo, mientras que la luz del sol lo bañaba por completo, haciéndolo ver gigante sobre el risco
Pero un gritó lo alertó. Un grupo de gendarmes estaban acercándose.
—¿Cómo? —preguntó Dio, pero vio como unos pescadores que estaban cerca habían alertado sobre la situación—. ¡Maldición! ¡Debo huir de aquí!
Dio subió al caballo de su hermano y corrió lo más lejos posible. Los gendarmes lo siguieron rápidamente, pero no lo identificaron.
Al llegar al puerto. Dio se mezcló entre los comerciantes que traían especies marítimas en grandes barcos. Pero ahora los gendarmes habían alertado a los guardias para buscarlo. No tenía más escapatoria que tirar la capucha y entrar a un barco.
Saltó sobre un cargamento de barriles y se escondió detrás de uno al ver a un par de guardias merodear cerca. Cuando se alejaron, Dio dejó su escondite y entró a la embarcación.
—Eso estuvo cerca —resopló cuando el barco comenzó a alejarse—. No me queda de otra que comenzar desde cero. Lejos de aquí. Pero, ¿a dónde irá este barco?
—¡Eh, chabón! ¿Quién sos? —dijo un hombre barrigón y con la voz rasposa.
—Soy el nuevo ayudante —respondió Dio, rápidamente.
«Si el destino sigue de mi lado —pensó Dio—, el panzón se creerá la mentira. De otro modo, me echará por la borda»
—¡Ah, ya veo! —respondió el hombre, rascándose la cabeza—. Tomá esa escoba y limpiá por ahí. Ya veremos luego qué más harás.
El hombre se marchó y Dio suspiró aliviado. El viento rozó su rostro con un aroma salado, flameando la bandera de Argentina que colgaba del poste.
Próximo capítulo: Holy Diver - Parte 3
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