El reto de Christine Rosenvinge
—¿Cómo? —repuso Chayanne.
—Esa es una buena pregunta —afirmó Christine. Cogió una botella de ron de una de las mesas y la puso sobre su cabeza, pero colocándola boca abajo.
Todos se impresionaron al ver como la botella se mantenía en equilibrio sobre el cabello esponjoso y naranja de la chica.
—¿Puedes hacerlo, hombre? —preguntó Christine con los brazos cruzados y con una sonrisa llena de confianza.
Chayanne hizo un gesto de bostezo y se sentó en la banca frente a la barra.
—Dame una botella de...
—¡¿Quééé?! —gritó Christine enfurecida—. ¡¿Me estás ignorando?! ¡Te estoy retando! ¿Acaso no eres un descerebrado hombre?
—No, niña. Tengo sed así que vete a tu casa.
—¡Ajá! —exclamó, apuntándole con su dedo—. ¿Crees que por ser mujer debo ir a casa, verdad maldito varón? ¡Yo ganaré la Andes Speed Run! ¡Mi rostro estará en los diarios de todo el mundo! ¡Mi nombre será pronunciado por miles de lenguas alrededor del globo! ¡Y tú dices que me vaya para mi casa, gilipollas! ¡Debería cortart... aaahhh!
Christine se sobresaltó, dando unos pasos hacia atrás cuando Chayanne se levantó de golpe y la miró fijamente. Se puso en guardia de inmediato para fingir que no tuvo miedo, pero no pudo ocultar su asombro cuando se dio cuenta que sobre la cabeza de Chayanne estaba una botella boca abajo con tres vasos sobre la base.
—¡Oooooh! —exclamaron todos, excepto Christine.
—¿Sorprendida, niña? —dijo Chayanne, regalándole un guiño.
Christine estaba enfurecida y con el rostro enrojecido.
—¡Deja de llamarme así, gilipollas! ¡Tengo 25 años!
—¿Y qué? —repuso Chayanne extendiendo sus manos.
Christine agarró otra botella y la puso sobre la base de la que tenía en la cabeza.
—Nada sorprendente —dijo Chayanne bostezando.
Volvió a enojarse con Chayanne así que se puso de puntitas, resistiendo todo el peso de su cuerpo en los dedos de sus pies.
—A-A ver cuánto resistes, gilipollas —dijo, esforzándose para no caer.
—¡Perfecto!
Chayanne estiró su cuerpo, parándose en las puntas de sus pies. Los demás estaban concentrados viendo como ambos luchaban por mantener su posición y no quedar en ridículo, pero la que padecía más dolor era Christine quien cerraba sus ojos, resistiendo el dolor de sus pies.
—¿Te rindes, niña? —Chayanne estaba con los brazos cruzados y se mostraba muy tranquilo. Hasta Joe estaba impresionado por la resistencia que mostraba.
Las articulaciones y los huesos de los pies de Christine comenzaban a entumecerse. Su cuerpo estaba temblando y tenía el rostro y las manos enrojecidas. Su sudor caía por su frente hasta sus hombros.
—¡Yiiiaaaah! —gritó Chayanne, cayendo de espaldas. La botella y los vasos se rompieron al chocar con el suelo.
Al ver ello, Christine dejó la posición y su cuerpo cayó al suelo por el cansancio, pero Joe se acercó y la ayudó a levantarse.
—Suéltame —repuso Christine, agotada y enfurecida. Joe se sonrojó al ver el hermoso y sudoroso rostro de Christine viéndolo de reojo.
Joe se alejó y Christine se puso de pie, aunque con dificultad.
—Ya ves que lo demostré. ¡Ja! —exclamó.
Rápidamente, Joe ayudó a Chayanne a ponerse de pie. Christine frunció los labios y giró hacia la puerta.
—Los veré en la meta —dijo y cruzó la entrada.
Chayanne se recompuso con normalidad, algo que Joe no esperaba.
—¿Q-Q-Qué pasó, señor Chayanne?
—Salvé a esa chica —dijo Chayanne—. Estamos rodeados de criminales y escorias similares. Si le ganaba frente a todos ellos, la tomarían como alguien débil y le harían daño. Es mejor que se vaya de esta ciudad antes que alguien la rete de verdad.
—Y-Y-Ya veo —respondió Joe.
Ambos se sentaron en la misma mesa de Redbone. Al rato llegó Juan Gabriel, pateando la puerta.
—¡Ajajajajajay! ¡Ya llegó el aventurero!
Pidieron una botella grande de ron y cuatro vasos. Se sirvieron la bebida y tomaron a la misma vez. Debido al ardor, Joe escupió el ron cuando este tocó su garganta. Tosió por diez minutos hasta que con un vaso de agua se le pasó el ardor.
—¡Quiero más! —presumió Juan Gabriel tomando todo el resto de la botella.
Al mismo tiempo, un hombre con el traje de los asistentes de la carrera entró al establecimiento.
—El señor Blades no vendrá. Tal parece que está ocupado con otros asuntos de suma importancia.
Juan Gabriel escupió al suelo y se sentó sobre la silla, poniendo los pies sobre la mesa.
Llegada la noche, se retiraron con sus caballos. Redbone cargaba a Juan Gabriel que estaba dormido por tanto alcohol que tomó.
—¡Ay, ay, ayayay! ¡Canta y no lloreeeeees!
—Sería bueno acampar cerca. Podría caer de mi caballo —dijo Chayanne tratando de mantener el equilibrio.
—Lo mismo digo —respondió Redbone. Joe estaba en silencio y más sobrio que reverendo en domingo. Desde la tarde, no podía olvidar esa mirada despectiva de Christine, pese a ser un rostro que mostraba fastidio, de alguna manera, lo fascinó.
Varios kilómetros al sur, Christine estaba acostada sobre una gruesa manta y cubierta con una sábana de pies a cabeza. Dancing Queen estaba a su lado, durmiendo y recuperando energías. Christine veía el cielo estrellado que iluminaba las montañas. Sostenía una pequeña rama que cogió cuando hizo una fogata y desde entonces, la pasaba entre sus dedos.
—Ese sujeto... ¡la pagará! —partió la ramita al formar un puño con su mano. El dolor de las astillas no era tanto comparado a la visible victoria regalada.
Próximo capítulo: Aguas turbulentas
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