El día de mi suerte - Parte 2
La cantina había estado llena de jinetes durante la mañana, pero entrada la tarde, solo quedaba un hombre melancólico que había entrado a la carrera solo para olvidarse de su gran tragedia.
Gustavo Aguado era un bandolero de Venezuela que era parte de una red de extorsionadores de hacendados. Uno de esos días, y el que lo haría retirarse, entraron a la hacienda de un anciano venido a menos, la cual estaba en medio de dos montañas pertenecientes a los Andes. Este les debía varios meses de paga ya que sus tierras estaban tan infértiles como él, y como no tenía dinero para pagar trabajadores, sus diez hijas hacían las labores, pero no se daban abasto.
Al entrar, irrumpieron la modesta cena del anciano y quemaron los pocos vegetales que habían sembrado. Gustavo estaba ayudando en eso, hasta que el jefe de los bandoleros ordena que lleven a todas las hijas fuera de casa y es ahí donde Gustavo ve que el jefe mata al anciano y ordena abusar de todas las mujeres.
Algunas de ellas eran niñas, y los actos que hacían sus compañeros le parecieron tan aberrantes que vomitó varias veces. Nunca antes los había visto tan eufóricos y agresivos, ya que normalmente solo mataban al hacendado deudor.
Pero en medio de esa vorágine, el anciano se levanta. Algo que a él le heló la piel ya que nadie se daba cuenta. Escuchó que decía algunas palabras y volvió a caer.
Gustavo quiso acercarse para ver si estaba muerto o no, pero la fugaz sombra de un ave gigantesca movió el aire tan fuerte que casi lo hace caer.
Los otros bandoleros dejaron a las hijas casi muertas en el suelo mientras se reían como poseídos. Uno de ellos continuaba copulando con una de las jóvenes que estaba casi muerta, hasta que esta abrió los ojos y cogió su cuello para perforarlo y sacarle la lengua a través del agujero. El resto sacó su arma y disparó al cadáver de la joven pero una de sus hermanas le tomó su mano y formaron una masa de brazos, piernas y dos cabezas que siguió uniéndose a las otras hermanas.
El asustado de Gustavo se quedó petrificado al ver como esta masa deforme iba por cada uno de los bandoleros y les perforaba el estómago o decapitaba sin detenerse por los disparos. Cuando acabó con todos, vio a Gustavo con todos los ojos de las hijas. Lo señaló y supo que era la señal para huir rápidamente de ahí.
Cuando estuvo a cien metros vio que la gran masa se había separado, volviendo a ser los cuerpos inertes de las jovencitas.
Ese momento quedó marcado en la mente de Gustavo y por ello decidió irse de Venezuela y participar en la carrera.
Visitaba cada cantina que veía, probando todo el alcohol que pudiera para borrar de su mente aquel extraño suceso.
—Veo que tienes buen gusto. El ron Viejo de Caldas es el mejor que he probado —dijo una voz femenina a su lado.
—Es mi favorito desde que vine a Colombia.
—Sí, ya me parecías forastero. Tu acento es ligeramente diferente al de los lugareños.
Gustavo volteó a ver a su acompañante, encontrándose con una chica muy hermosa, con un cabello ensortijado con las puntas amarillas como el sol. Sus cortas prendas hacían ver su vientre y sus piernas torneadas y firmes.
—¿Qué haces? ¿Eres una especie de escultor que examina mi cuerpo para replicarme en mármol?
—Para nada —mintió Gustavo—, solo que es imposible no comprobar que los ángeles existen al tener a mi lado a uno.
La chica se sonrojó y sonrió, bebiendo un sorbo de su vaso lleno de ron.
—Entonces, ¿qué eres?
—Solía hacer cosas malas —confesó Gustavo, teniendo recuerdos relampagueantes del asesinato de las hijas del hacendado. Bebió otro sorbo, tratando de omitir esas imágenes y continuó—. Demasiado malas.
—Oh, un criminal.
—Sí, señorita. ¿Tú también lo eres?
—Digamos que sí.
Estuvieron un momento en silencio, mientras bebían el ron. El silencio de la cantina aumentaba más esa ausencia del sonido.
—Mi nombre es Shazelle, pero puedes llamarme Shakira.
Gustavo casi escupe el sorbo que había tomado.
—¿Por qué te pusiste un apodo tan brusco teniendo un nombre tan tierno?
—Ay, es que... ¡Je, je, je! No quiero que me vean como una doncella en peligro. Además, es una fusión entre mi nombre y mi apellido.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu apellido? —preguntó bebiendo su vaso.
—Kira.
Una punzada helada en su nuca terminó por entumecerlo. Sentía como una especie de mano posarse en esa zona.
—No te muevas —advirtió Shakira, murmurando cerca a él—. Tengo un alfiler en mis dedos y están apuntando en una vértebra específica de tu nuca. Si lo introduzco unos centímetros más, todo tu cuerpo quedará inmóvil pero tú seguirás despierto.
—«¿Su mano? Pero si sus brazos están con ella. ¿Acaso tiene magia como ese anciano?» —el sudor de su frente era cada vez más notorio.
—Por si te lo preguntas... —Shakira levantó ambos brazos, pero solo uno de ellos tenía una mano.
—¡Aaaahhhh!
Gustavo soltó el vaso, derramando el ron en la mesa, pero la mano de Shakira hundió el alfiler, dejándolo inmóvil mientras caía al suelo.
—¡Ya ves! ¡Te lo advertí!
—¡Shazelle! —interrumpió una voz conocida para ella.
Shakira se cruzó de brazos al escucharlo.
—Qué bueno verte, Yoshikage.
Yoshikage Kira cruzó la puerta de la cantina y se dirigió hasta Shakira, pasando por encima del inmóvil Gustavo. Shinobu estaba acompañándolo y, para no incomodarlos, se sentó en una de las sillas alejadas.
—Deja de jugar y ve por más incautos. Debemos tenerlos listos antes de llegar al punto de reunión.
Shakira frunció los labios. Detestaba la idea de que le dé ordenes y por ello, se alejaba cuanto podía de Yoshikage.
—Eso es lo que hacía. ¿No ves a ese infeliz?
—También ten en cuenta ser reservada con tu identidad. Blades quiere máxima discreción y ser discretos es nuestro trabajo.
—Oh, sí. Papá lo decía todo el tiempo y aún así estaba orgulloso de mi talento.
Yoshikage enmudeció por unos segundos.
—Recuerda que haber vivido bajo el mismo techo no nos hace hermanos —aclaró. Se agachó y le quitó el alfiler a Gustavo. Este se puso de pie lo más rápido posible y se dirigió a la entrada.
—¿Lo dejarás ir? —su rostro estaba aguantando la risa—. Papá se enojaría mucho si viera este acto de compasión.
Una figura humanoide con orejas de gato se desprendió del costado de Yoshikage.
—De hecho, Killer Queen ya tocó esa puerta.
En el preciso instante en que Gustavo tocó la puerta para abrirla, el stand de Yoshikage apretó el accionador, lo que hizo que Gustavo estalle abruptamente en fuego y polvo, hasta que se desvaneció por completo.
Joe sintió como un nudo en las piernas y manos. Estaba tan confundido y asustado que no sabía qué hacer. Volteó a ver nuevamente a Celia, viendo que todavía estaban seis botellas sobre la mesa.
Tomó un poco de aire y comenzó a hacer lo que Chayanne le había dicho: inhalar y exhalar. De hecho, no había dejado de hacerlo desde que despertó, pero le pareció buena idea realizar los ejercicios aunque todavía no podía invocar una onda Hertz.
—«¿Q-Qué d-d-debo hacer? ¿I-Irme lo más ráp-pido po-po-posible? ¿Me seguirá si esca-ca-capo? ¡¿Por qué me pasa esto?!»
—Hey, JoJo —exclamó Celia—. No te quedes ahí parado que aún faltan muchas Químbaras por vender.
Joe pasó saliva y continuó buscando clientes con la frente sudorosa.
Como era hora del almuerzo, la gente salía de sus trabajos y se iban a los restaurantes a comer. Por lo que toda la plaza estaba llena de personas, algo que Joe le aterraba pues no sabía qué decir ni como comportarse frente a la multitud.
Se acercó a una señora que se ventilaba con un abanico, pero se quedó congelado viéndola. La mujer se dio cuenta y lo señaló.
—¡Un ladrón!
—¡Ah! —exclamó Joe al mismo tiempo que un silbato de un guardia civil anunciaba su presencia.
Joe tampoco sentía que podía correr. Sentía tanta presión en su cuerpo como fuera de este. ¿Debía pedir ayuda? ¿Dejar las Químbaras y huir? ¿Seguir vendiendo? Pero cómo. No sabía cómo hablar con las personas. Vio a su alrededor y parecía un monstruo de mil cabezas dispuesto a devorarlo por partes.
—¡Qué pillo ladrón!
La mano del guardia se posó sobre el hombro de Joe para evitar que escape, pero este temblaba como gelatina en primavera, algo que el guardia notó por lo que aprovechó.
—Vendrás conmigo a la comandancia.
—Y-Y-Y-Yo... A-Aaaah...
Mientras era arrastrado por el guardia, vio de lejos a la señora Celia vender varias botellas, teniendo en su mesa solo dos botellas. Algo que perturbó a Joe fue que un par de manos salieron del bolsillo del delantal de Celia, colocando más Químbaras sobre la mesa mientras que los clientes bebían la soda.
—«¡¿U-Un stand?!»
La mesa tenía seis botellas de nuevo y lo raro era que nadie lo notó.
—«¿E-Es un bolsillo i-i-infinito? ¿Me hará ve-ve-vender millones de botellas?»
La preocupación de Joe acrecentaba pues el guardia lo estaba alejando más de Celia. Por su mente pensó que lo acusaría de ladrón al llevarse dos Químbaras, lo que haría que lo condenen a cientos de años de cárcel y, por consecuente, que su madre muera por soledad.
Movió su cabeza para aclarar sus ideas, era un momento crítico, pero nunca antes había estado en una situación tan apretada.
—«¿Q-Qué hago? El señor Ch-Chayanne no está aquí. ¡Me pudriré en prisión!»
Las lágrimas no demoraron en salir. Joe estaba resignado ante tal situación, pero al ver al suelo, notó que tenía dos Químbaras en sus manos. Algo en su interior estaba germinando. ¿Qué significaba eso? ¿Qué tenía que hacer? Sintió que debía levantar los brazos y decir algo. ¿Pero qué debía hacer?
—«¡Eso es!» —Joe se arriesgó a hacerlo.
—Se-Señor, no s-s-soy ningún ladrón. E-E-Estaba vendiendo estas Q-Q-Químbaras. Si quiere pue-puede qued-d-darse con ambas a cambio que me deje ir.
El guardia se detuvo y vio de reojo a Joe. Soltó su camisa y tendió la mano para recibir las botellas. Joe le entregó una muy tímidamente y el guardia procedió a beberlo. Sus ojos saltaron por el dulce y refrescante sabor de las Químbaras. Cogió la otra y la guardó en su bolsillo, viendo a todos lados.
—Vete, chico. No nos conocemos ni nos hemos visto —se alejó rápidamente.
Joe estaba asimilando lo que pasó. Hasta que se le ocurrió otra idea. Estaba muy emocionado que uno de sus planes haya funcionado como esperaba.
Se paró en medio de la plaza y tomó aire. Era la primera vez que haría algo así por lo que estaba muy nervioso. Colocó sus manos alrededor de su boca y preparó su garganta para gritar:
—¡Bebidas en oferta! ¡Pague uno y lleve dos! ¡Aproveche la oferta! ¡Se acaban! ¡Se acaban! ¡Pase al puesto de doña Celia! ¡Se acaban! ¡Se acaban!
Gritó lo mismo para los cuatro puntos cardinales. El escándalo llegó a todas las personas cercanas así que se acercaron al puesto de Celia y compraron las bebidas.
—¡Momento, chicos! —exclamó nerviosa—. No tengo para todos, pero creo que... —se agachó por debajo de la mesa y una mano que salió de su delantal le pasó dos botellas—, ¡abajo tengo más!
Las botellas desaparecieron en menos de un minuto y Celia no podía hacer el mismo truco varias veces por lo que se rindió y dejó que los clientes se fueran al ver que no había más Químbaras.
Celia suspiró agotada y al abrir los ojos, Joe estaba frente a ella con los brazos cruzados.
—D-Dígame, ¿ti-ti-tiene un stand, ve-ve-verdad?
—¿Stand? ¿De qué hablas, chico?
—¡Hablo de estas manos!
Joe saltó hacia Celia, metiendo las manos en los bolsillos del delantal que la mujer llevaba. Esta se impresionó tanto que no pudo contener a Joe hasta que este atrapó dos manos y las jaló. Fue ahí que Celia reaccionó y empujó a Joe, quien cayó el suelo.
—¡Si jalas a uno de mis hijos, romperás el delantal, tarado!
—¿Hi-Hijos?
Celia se sacudió el delantal y se sentó sobre la silla que tenía. Se veía tan agotada que Joe se apenó por ella.
—Pareces saber lo que tengo, JoJo. Realmente considero que fue el día de mi suerte aquella vez.
»Mi esposo y yo éramos talentosos tejedores, pero un día él falleció y tuve que cargar el trabajo junto a mis 12 hijos. Las cosas eran muy duras en Cuba por lo que un día, mientras tejía descubrí que metiendo una mano por un delantal, salía por el otro. Justamente eran las últimas prendas que mi esposo había tejido. Y me pregunté: ¿esto cómo me ayudaría a ganar dinero? Se me ocurrió una gran idea y me puse manos a la obra. Enseñé a mis hijos como gasificar el agua, hervir el azúcar hasta que quedé como una masa y combinarlo junto a unas especias. Yo me encargaría de venderlo por las ciudades y eso es lo que hacemos desde hace 5 años.
—Y ust-t-ted puede viajar ligeramente ya que sus hijos le pasarán las Químbaras que hagan por el delantal —concluyó Joe.
Los bolsillos del delantal se abrieron un poco, mostrando un par de rostros que veían a Joe con curiosidad. Al ver que no presentaba un peligro, sacaron sus manos para saludar.
Celia suspiró apenada.
—Por eso te pido, chico, que no le digas a nadie sobre esto. ¡Es la única manera de ayudar a mis hijos!
Joe se secó las lágrimas y asintió.
Llegada la noche, se hospedaron en un cómodo hotel de Popayán. Habían tenido bastantes ganancias ya que Joe ayudaba a venderlo eficazmente. Convencía a cualquiera de comprar las Químbaras y Celia sacaba con cuidado varias botellas para venderlas.
Al día siguiente, Joe avisó a Celia de que iría a las montañas para dar aviso a sus amigos. Celia le compró algunas cosas que necesitaría y, tomando una Químbara, Joe corrió sin cansancio hasta un cerro lejos de Popayán, cercana a la ruta de la carrera.
Reunió madera y hojas húmedas y encendió el fuego. Cubrió la fogata con una manta y, cuando vio que estaba formándose un humo denso debajo de la manta, la batió dos veces.
Levantó la mirada y vio en el cielo a tres volutas de humo, tal como lo había hecho Redbone. Sonrío satisfecho y, conmovido por sus últimos logros, recordó a su madre sin poder reprimir las lágrimas nuevamente.
—¡Funcionó!
Próximo capítulo: En las montañas de la locura - Parte 1
Nombre de usuario: Familia Cruz
Nombre de stand: Químbara
Stats
Poder destructivo: Ninguno
Durabilidad: A
Velocidad: Ninguno
Precisión: Ninguno
Rango: S+
Potencial de aprendizaje: Ninguno
Habilidades
Son dos delantales con bolsillos conectados. Funcionan normalmente a pesar de los kilómetros de distancia en que se encuentren.
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