¡A volar!
Habían pasado varios años desde la última vez que Christine había piloteado.
Debido a que era hija del jinete más rápido de Barcelona, Alex Rosenvinge, sentía la obligación de ser igual de buena en las carreras de caballos. Sin embargo...
—¿Crees que es un juego, Christine? —reclamó su vigoroso padre al ver a la pequeña Christine estar montada sobre un caballo de madera.
—¿Hice algo mal, papi?
—Sí —dijo—. Nacer mujer.
La cargó para ponerla a un lado y luego romper el caballo que le habían regalado a uno de sus hermanos.
—Eres una mujer, Christine. Tu deber es aprender a cocinar y limpiar la casa.
Christine asintió apenada.
Sus dos hermanos mayores se burlaron de ella cuando se enteraron.
Pasados los años, cuando Christine tenía 11 años, fue llevada a un convento por orden de su padre. Mientras que él mismo instruía a sus dos hijos varones en el deporte de la equitación, Christine recibía lecciones de cómo ser una buena señorita.
—Lección número 12688. Siempre mirar a los ojos a tu marido cuando llegue a casa. Esto es muy...
La aburrida clase de la monja había hecho que la libreta de apuntes de Christine se llenará por completo. Fue ahí que se dio cuenta de algo muy importante.
—«¿Por qué tengo que aprender todas estas reglas? Mis hermanos se divierten con los caballos y yo estoy aquí sentada desde hace horas»
Era la primera vez que sentía la furia en su corazón. Las venas de sus ojos se marcaron, siendo notados por sus compañeras y la monja.
—¿Acaso tiene conjuntivitis, señorita Rosenvinge?
Unos días después, encontró una salida secreta del convento.
El ruido de los motores llamó su atención. Al ver el cielo azul, vio cruzar a un par de avionetas.
—Son libres como el viento. Yo también quiero ser libre —estiró sus manos, tratando de alcanzar las avionetas con su mente.
Luego de unas horas llegó a la base de las avionetas. Pertenecían al ejército español y las que había visto estuvieron en la Gran Guerra.
Cuando preguntó la manera de aprender a conducir una avioneta, le negaron el ingreso.
—No se admiten mujeres.
Desilusionada regresó al convento. Hasta ese entonces reparó que siendo mujer tenía pocas oportunidades de hacer las mismas cosas que los hombres.
—¿Y qué tal si...?
A la semana siguiente, un menudo muchachito solicitó trabajo de limpiador. Fue aceptado rápidamente ya que el trabajo era pesado debido a que el piso se llenaba de una espesa capa de aceite oscuro.
El muchachito aprendió rápidamente la rutina de limpieza. Todos veían al pequeño chico esforzarse para sacar el aceite del suelo con un pañuelo y una escoba, sin saber que por dentro estaba una valiente niña con ganas de superarse.
Pasados los años, Christine seguía con su disfraz de chico. Esto le ayudó a permanecer en el área de limpieza, la cual aprovechó para observar a los pilotos y el funcionamiento de las avionetas.
Pero tarde o temprano, la verdad se descubrió. La fuerza aérea le impidió el ingreso luego de descubrir que era mujer, debido a que sus pantalones se mancharon de sangre. Por otro lado, su padre descubrió sus constantes salidas del convento y los reclamos no se hicieron esperar.
Estaba tan enojado luego de que sus dos hijos varones hayan terminado en prisión después de haber robado un banco para pagar unas deudas conseguidas por apostar. Tanto tiempo invertido en ellos se había esfumado, pero fue Christine quien recibió las peores críticas.
—Mañana tengo una carrera importante. Te quedarás el resto de tu vida aquí. Tal vez te case con un hijo de algún diputado o del mismo rey.
—Pero papá...
—¡Silencio!
—No quiero escucharte más. Quédate con tus hijos, yo me voy.
Saltó por la ventana y cayó al suelo sin ningún rasguño. Esto sorprendió a su padre, pero también lo llenó de rabia.
Dicha rabia fue su perdición, ya que en una carrera de caballos en Cataluña, cayó de su caballo, perdiendo las piernas horas después.
Mientras tanto, Christine volvió a la base y retó a los comandantes a pasar una prueba. Si aprobaba, le permitirían seguir piloteando, de otro modo, jamás volvería a acercarse a un avión.
Los comandantes, con el afán de burlarse y deshacerse de la mujer que tenían delante, aceptaron y fue así que Christine subió una avioneta y puso en práctica varios años de mera observación.
Pudo mantenerse en el aire un prolongado tiempo y hacer un aterrizaje casi perfecto.
Como había pasado la prueba, por poco, tuvieron que permitirle el acceso. La designaron a transporte de recursos como medicinas y alimentos para hospitales y orfanatos. Fue así que Christine puso empeño en sus prácticas, convirtiéndose en una excelente piloto luego de meses de vuelos constantes en el cielo español.
Luego de un tiempo, se enteró de la condición de su padre y fue a visitarlo.
El hombre a quien había llamado padre estaba irreconocible. Tenía la barba extensa y blanca, llena de pulgas y piojos que deambulaban en cada vello blanquecino.
—¿Vienes a burlarte de mí? —dijo su padre.
—Solo quería saber cómo estabas.
—Pues ya me ves, gilipollas. ¿Eres estúpida o qué? Si fueras hombre, no harías preguntas estúpidas.
Christine retuvo las ganas de golpear el rostro de su padre.
—Estoy arruinado. Hay una importante carrera en los Andes y jamás podré estar ahí.
—Yo podría cruzar esas montañas con mi avioneta.
—Las avionetas son para los maricas, los hombres usamos caballos.
—¿Usamos? —dijo Christine en tono sarcástico.
Esto solo despertó el enojo de Alex.
—Por más que lleves mi apellido, sería imposible que cruces la cordillera. ¡Morirías en el intento y tampoco pasarías de la primera etapa!
Las venas de los ojos de Christine se marcaron al escuchar las palabras de su padre.
—¿Eso crees? Eres un gilipollas. Manejo un avión, que es más difícil que tu puto caballo.
—Te reto a que vayas a esa carrera de mierda. Apuesto a que mojarás tus pantaloncitos cuando veas a miles de jinetes compitiendo por ese premio. ¡Vamos, Christine! ¡Hazlo y termina de hundir el apellido Rosenvinge para siempre!
Esas fueron las últimas palabras que escuchó de su padre. Con el paso de los días, su mente era una tormenta.
—«Solo le importa el apellido. Nunca le importe. ¿Acaso me cree inútil? ¡Mierda! Esto no se va a quedar así. Iré a esa carrera. Ganaré el premio y se lo escupiré en la cara»
Fue así que Christine compró a Dancing Queen y tomó lecciones para aprender a montarla. Tardó alrededor de dos meses aprender y se inscribió en la carrera Andes Speed Run para ganar el premio y mostrar a su padre que ella también podía ser igual de buena que él.
Pero en la situación actual, estaba nuevamente en una avioneta, acercándose cada vez más al frío suelo.
—«He estado pensando en mi padre todo este tiempo que he olvidado lo que soy en realidad» —se puso los anteojos y ajusto la correa alrededor de su cabeza—. ¡Yo soy la aviadora Christine Rosenvinge!
Joe había recobrado el conocimiento e hizo una red con la cola de Dark Latin Groove para evitar que alguien se caiga.
—¡Oigan, ustedes!
—¿Qué sucede? —dijo Chayanne.
—Pueden crear calor, ¿verdad? Necesito que lo hagan ahora o moriremos.
—¿Para qué lo necesitas?
—Miren las alas de la avioneta. Hay ausencia de presión debajo de ellas por lo que estamos en caída libre. El clima de este lugar es frío, si logran crear calor por debajo de las alas, el choque de aire cálido y frío creará presión artificial lo que me ayudará a estabilizar el vuelo.
—¿Lo lograrás? —dudó Chayanne.
—¿Dudas de mí por ser mujer? —preguntó Christine enojada.
—Eso no me preocupa, lo preguntó porque estamos cerca de chocar.
—¡Claro que sí funcionará, maldición!
Solo estaban a cien metros y en cuestión de segundos chocarían con la rocas de la laguna aledaña al castillo.
—¡Joe! ¿Puedes ayudarme?
—Claro que sí, señor Chayanne —dijo Joe con mucha confianza y viendo de reojo a Christine.
—Esto es lo que haremos. Acercarás tu mano con la onda hacia la parte baja de las alas y luego jalarás tu brazo. Con esos movimientos calentaremos el aire, pero debes hacerlo de manera continua para que funcione sino el calor se disipará.
—De acuerdo —contesto Joe.
Dark Latin Groove estiró su cola, enredándola alrededor del abdomen de Joe y Chayanne como un arnés, de esta manera pudieron conseguir mayor cercanía a la parte inferior de las alas.
Chayanne formó una onda Hertz del tamaño de su mano, mientras que Joe apenas logró una onda del tamaño de su dedo.
—¡Es de vida o muerte que funcione, Joe! ¡Confío en ti!
Joe tomó aire y aumentó el tamaño de la onda, aunque no era del mismo tamaño que el de Chayanne, bastaba para la misión.
Estirando y jalando el brazo, lograron crear la presión artificial que buscaba Christine.
—¡No se detengan! —exclamó Christine.
Joe y Chayanne aceleraron sus movimientos. La ráfaga de aire raspaba su piel como una fría cortina de metal. Eso no amilanó su fuerza, consiguiendo una sincronización y, por lo tanto, un aumento de la temperatura debajo de las alas.
—¡Ay, mamá! ¡Ya vamos a chocaaaaar! —gritó Juan Gabriel.
Christine encendió el motor. Las hélices se movieron lentamente, indicando que los motores demorarían en calentarse, pero era lo que necesitaba.
—¡Sujétense! —exclamó Christine mientras elevaba la punta de la avioneta hacia el cielo, para bajar inmediatamente.
Repitió las volteretas dos veces más. Los gritos de los chicos no se hicieron esperar, pues con cada giro podían ver las rocas puntiagudas debajo de ellos.
El cuarto giro fue tan cerca del lago, que el viento que provocó el giro hizo que el agua salpique sobre ellos.
Jaló la palanca, resistiendo la turbulencia que, aunque era menor que antes, podía romper el metal del fuselaje o de la misma palanca y el timón.
La pelinaranja resistió con lo que pudo, hasta que la turbulencia se detuvo.
—¿Qué pasó? —preguntó Chayanne.
—¡A volar!
La avioneta rozaba el agua con sus pequeños neumáticos. Joe y Chayanne mantenían la presión artificial, logrando que Christine eleve la avioneta de manera estable en el cielo.
—Listo, señores. ¡Muy sencillo! —se regodeó Christine.
Al contrario de la felicidad, Juan Gabriel sentía el corazón en la boca.
—¡Bien hecho! —exclamó Joe.
Chayanne levantó el pulgar, siendo correspondido por Christine.
Luego de unos minutos, Joe y Chayanne se sentaron en el enorme asiento junto a sus compañeros.
—¿Cómo se te ocurrió todo eso? —pregunto Joe.
—Verán —comenzó Christine—. Mientras caíamos me di cuenta que la turbulencia podía romper las alas del avión, así también la palanca y el timón. Si forzaba la palanca para cambiar de dirección, esta se rompería y chocaríamos con el suelo. No había otro resultado ya que la velocidad en la que caíamos nos iba a matar de todas maneras. Es por ello que se me ocurrió la idea de calentar el aire y ejercer presión por debajo de las alas, lo que me ayudaría a elevar la avioneta y dar giros para disminuir la velocidad y caer de forma diagonal y no vertical como lo estábamos haciendo. Luego de 4 vueltas, pude estabilizar la avioneta, aunque por poco caemos al agua.
—Vi mi vida pasar por mis ojos —susurró Juan Gabriel.
—Volvamos a Loja, nuestros caballos deben estar ahí —dijo Chayanne—. Usé la ecolocalización del Hertz y no encontré a los caballos en el castillo.
—Deben estar en los establos del hotel —acotó Dolton.
—Vale —dijo Christine—. Próxima parada: Loja.
El día comenzó a volverse gris. Las nubes oscuras se posaron sobre la ciudad de Loja, siendo la premonición de algo siniestro.
—El cielo se está nublando, parece que va a llover —comentó Juan Gabriel.
Aterrizaron en una calle extensa de Loja, evitando destruir casas o algo que haga estallar la nave.
—¿No vendrás con nosotros? —preguntó Joe.
—Somos oponentes, Joe Arroyo. Esta carrera aún no ha terminado.
Justamente Dancing Queen llegó a ella. Christine la abrazó y acarició su cabeza. Subió sobre la yegua y giró, dándole la espalda a Joe y los demás.
—Lo hicimos muy bien, chicos. Me alegra conocerlos –levantó el pulgar y, antes de irse, vio a Joe—. Nos veremos luego.
Agitó las riendas de Dancing Queen y se marchó a gran velocidad.
—Ya la tienes, galán. Grrr —dijo Juan Gabriel codeando a Joe.
—¡Ah! Ya no aguanto.
Joe dio pequeños saltitos mientras presionaba su vientre.
—¿Qué pasa, Joe? —preguntó Chayanne.
—E-Es que... quiero ir a orinar.
—Pues mea ahí —indicó Juan Gabriel a un poste.
—No quiero, me da vergüenza que me vean. Iré a la vuelta de la calle. Vendré en seguida.
Así como el viento, se fue corriendo.
Estaban a escasos metros de la entrada del hotel, cuando Emmanuel también comenzó a dar pequeños saltitos.
—¿También te haces la pis? —preguntó Chayanne.
—N-No es eso —respondió Emmanuel muy nervioso—. Pienso que deberíamos quedarnos en la puerta para evitar que entre alguien de la banda de Kira, señor Chayanne.
Lo meditó unos segundos hasta que aceptó.
Antes de decirlo, usó el Hertz para escanear al menos veinte metros a su alrededor, pero no encontró nada extraño.
—Nos quedaremos en la puerta— dijo Chayanne—. Redbone, ve con Dolton y Juan Gabriel. Traigan los caballos para largarnos de una vez.
Redbone asintió.
El interior del hotel estaba oscuro y silencioso. Llegaron a un punto en que casi no se podía ver lo que estaba cerca de sus rostros.
—Creo que por aquí estaban los establos —dijo Dolton.
Siguieron el sonido de sus pasos hasta llegar al patio trasero donde se hallaba una pequeña cabaña donde salían relinchos de caballo.
—¡Ahí deben estar! —exclamó Juan Gabriel.
—Correcto —dijo Dolton, encendiendo un cerillo el cual lanzó a la puerta del establo.
El fuego se expandió tan rápido que los caballos gritaron de miedo.
—¿Qué demonios?
Dolton sonrió de forma malévola, con un contraste amarillo y gris en su rostro.
—Hasta aquí llegaron, club de los Andes.
Mientras esto pasaba, Chayanne se dio cuenta que Emmanuel temblaba. Tal vez sea por el frío, pensó.
—Emmanuel, ¿qué es lo que tienes en el brazo?
—N-N-Nada, señor Chayanne.
—No conozco a ningún insecto que te haga una picadura de esa manera.
—Y-Yo t-t-tampoco sé, je, je.
—Luego buscaremos un ungüento, ¿de acuerdo?
Emmanuel asintió.
Chayanne se apoyó en la pared y descansó los ojos. Emmanuel se dio ligeramente la vuelta, sacando un pequeño espejo de su bolsillo, el cual apuntó a Chayanne de manera sigilosa.
Dicho espejo estaba en una posición que fácilmente podía reflejar el varonil rostro de Chayanne, en cambio, se veía la punta de una flecha que estaba tensada en un arco.
Las delicadas manos que sostenían el arco tenía las uñas pintadas.
Eso es porque Shinobu trataba con mucho cuidado sus manos. Eran las cosas que tanto adoraba Yoshikage Kira de ella.
Él se encontraba recostado a su lado, en una silla mecedora mientras bebía un vaso de vino de 1899. Permanecía sereno y tranquilo. Los planes de Rob habían salido tal como lo indicó.
—¿Lo tienes?
—Sí —respondió Shinobu—. El chico está llevando a cabo el plan a la perfección.
—Entonces llegó el momento de ejecutar.
La sombría figura de un gato humanoide se acercó a Shinobu. La mano cubierta por un guante con la figura de un cráneo con orejas se estiró hasta tocar la punta de la flecha.
—Adiós... Chayanne.
Próximo capítulo: Killer Queen - Parte 1
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