27. En el Palacio de los Elementales - parte V
«¡Tenanye!, ¡Jerónimo! ¡Oigan!», gritaba Cristóbal. Se aproximaba junto con el Doctor Cupido que caminaba a paso lento para no agitarse.
—¡Oh!, ahora sí que sí, Jerónimo. ¡Estás completo! —el niño mostró su emoción, apenas lo vio tendido en el cesped y con la cabeza apoyada en la falda del hada—. Y a usted, Tenanye, le crecieron las alas.
—Sí, y le salieron justo cuando me dio el beso —bromeó el fantasma.
—¡Oye tú! —reclamó el hada, dándole una palmadita en el estómago.
—Gracias, Cri —Jerónimo retomó con seriedad—. Ni Tenaye ni yo lo habríamos logrado sin tu ayuda.
—Pero si no logré ayudar en nada.
—¿Cómo que no? Sacaste lo mejor de nosotros, eres nuestro héroe. Tienes que sentirte orgulloso de lo enorme que eres por dentro —esperó hasta verlo sonreír—. Gracias a usted también, Doctor (Cupido se mostró satisfecho). Estoy demasiado cansado y como alma necesito reposo. Creo que me tomará unos días aclimatarme a mi cuerpo. Pero, Cristóbal, déjame decirte lo siguiente antes que regreses a tu hogar: cuando vuelvas a hablar con Camila, y te sientas tan nervioso que lleguen a temblarte las piernas, piensa en mí y de cualquier forma me las arreglaré para echarte una mano. Nada más que el miedo no te paralice si vas a exponer tu corazón. Por mucho que se te rompa una y otra vez, no permitas que se endurezca.
Ahora te toca a ti. Ve por Camilita, amigo. Ve por ella, galán.
—Mi Cris, yo también te quiero ayudar el día en que tú estés con ella. ¿Me lo permites? ¿Podría estar ahí? —preguntó Tenanye, recibiendo una respuesta más que afirmativa—. Este bosque y yo te agradeceremos por siempre el que hayas venido hacia nosotros. De veras gracias.
—Ahora Jerónimo tiene que descansar —intervino el Doctor Cupido—. Mi reina Tenanye, en el palacio hay una reunión que ya se encuentra con bastante retraso. La decisión que usted tome para el bosque será lo correcto, de eso estoy seguro.
—Ya no me llame por reina, Doctor. De ahora en adelante su reina será el hada Titania.
—Así lo decide, así será —después se dirigió a Cristóbal—. Es hora de volver a tu casa, pequeño. Seré yo el que te guiará al muro: caminaremos con la compañía de las cuatro hadas y algunos guardias. Ya es demasiado tarde y lo más seguro es que tus padres deben estar histéricos —el niño mostró un ápice de pena—. Oye, volverás para despedirte de Jerónimo, te lo aseguro; pero por ahora él necesita estar descansando. Tiene que asimilar su cuerpo.
Había llegado el fin de la aventura de Cristóbal en el bosque. Eran las diez y media de la noche, y la luna llena los alumbró de camino al muro.
En el trayecto Cristóbal, conforme avanzaba y departía con el Doctor, fue conociendo a un viejo más blando de lo que imaginaba. Aquel anciano era un incomprendido en un sinfín de dimensiones. En varias ocasiones hasta despreciado. Y es porque que él jamás actuaba o se pronunciaba de forma populista. Sí, hacía cosas en nombre del amor, pero las ejecutaba sin ocupar palabras hermosas. Sus frases no eran prefabricadas, no las emperifollaba. No se esmeraba en engañar ni mucho menos se desvelaba por aparentar ser alguien sabio o, poco menos, un iluminado espiritual. Daba a los demás lo que necesitaban, no así lo que querían. Tal vez uno podía definirlo como alma libre porque le gustaba hacer pilates y también porque cuidaba de su dieta, lo que a veces puede formar una idea errada. Más allá, él era un hombre sencillo. Y su manera de proceder era pocas veces entendida. Por ejemplo, con el caso de Músculos de Acero en Ciudad Nervuda.
Así, viéndolo someramente, Músculos vendría siendo un homosexual de closet puesto que nunca pudo aceptar el amor hacia Calugas de Hierro, su compañero de andanzas. Allí estaríamos hablando del morbo instantáneo de muchos, de la primera deducción. Es más, hasta se podría celebrar a Cupido con ese actuar que, más bien, es propio de un discurso populachero. Sin embargo, no era lo que se daba a entender. El Doctor apuntó la flecha encantada hacia Calugas porque aquel jovenzuelo se encontraba angustiado por no poder confesarle la verdad a su compañero de la justicia. Musculitos jamás sintió ni sentiría atracción por el mismo sexo, y Calugas tampoco estaba enamorado de él. Entonces, ¿cuál era el problema con los dos? Pues que tarde o temprano tendrían esa conversación, aunque con reacciones forzadas, como si nada sería capaz de afectar la relación y las cosas seguirían viento en popa. Pero, con el pasar de los meses, las diferencias se irían acentuando. No se produciría un dialogo honesto entre los paladines, y terminarían cortando la dupla del peor modo. Por lo tanto, lo que el anciano vio, fue que ellos dos necesitaban experimentar un lance súbito y traumático. Lo más efectivo era que revelaran el verdadero carácter de golpe y porrazo; no obstante, por increíble que parezca, era ese mismo golpe lo que lograría que ambos se auto cuestionaran. Músculos de Acero tendría que reconocer y curar su homofobia, mientras que a Calugas de Hierro le tocaría tener que eliminar el resentimiento después de ser discriminado por aquel al que siempre le había demostrado lealtad. Una prueba de fuego que con el tiempo los terminaría convirtiendo en mejores héroes. A fin de cuentas la justicia los necesitaba.
«Si Músculos me hubiese dejado decirle que la flecha era de efecto transitorio, lo más probable es que ahora yo no estaría revelándote esta historia», dijo el Doctor Cupido. «Es más, ocurrió hace tanto tiempo que hoy me resulta raro contarla y, sobre todo, explicarla. Pero, hijito, lo de Ciudad Nervuda es una de mis experiencias menos peligrosas; en otras dimensiones hasta le han puesto precio a mi cabeza.»
El ser bromista del Doctor no era más que un envoltorio. Aceptaba que se le viera de dicha manera para ahorrase dar explicaciones. En realidad su forma de obrar era simple y directa. Tanto, que llegaba a ser incomprensible. En suma, Cupido era un octogenario sensible a los insultos pero se lo guardaba. Se afectaba cada vez que recibía odio e incomprensión. Sin embargo, por experiencia, sabía canalizar sus penas. Al final le agradeció al niño el haberle devuelto la libertad, la de poder habitar en un lugar seguro para él, como lo era el bosque; pero ahora con la tranquilidad de opinar, de pensar libremente y sin que otros busquen acallarlo como en las tiranías o, en el peor de los casos, se le castigue, así como lo hacen las dictaduras.
—Una última cosa, Doctor —Cristóbal decidió quitarse una duda—: cuando vi por primera vez a Camila sentí que había recibido un flechazo de... Cupido. ¿Era usted?
—No, no fui yo. Lo que sentiste por Camilita fue natural. Además, ¿cómo, si en todo este tiempo he estado en el bosque? —tomó un respiro y continuó—: El día que estés con ella para corregirlo yo no podré ayudarte porque... ¿con qué fin lo haría, si ya veo que aprendiste lo que te tocó aprender acá? Pero tienes mi apoyo moral. Nada más te aconsejo que no pierdas la cabeza si es que algo sale mal.
Cristóbal, tu valentía se encuentra en tu corazón. Es tu forma de expresarte, de sentir las cosas, de comprenderlas y de cómo vives cada momento, lo que hizo que yo te estimase como el indicado para entrar en el bosque. Por eso busqué atraerte con el imán de poliuretano; y si es que ahora me permites completar la frase, podré decirte que he guardado desde ayer lo que en la mañana estabas buscando —no esperó por llamar a las hadas Besola y Ambriane que cargaban la mochila del niño. La llevaban tomada de los tirantes, y en el interior de esta se encontraba un esférico—. Te pido disculpas por haberte hecho pasar un mal rato con tus amigos.
—Oh, me estaba olvidando de mi mochila —luego la abrió—. ¡La pelota! ¡Verdad que están hechas de esas esponjas, po'! Gracias. O sea, no se preocupe.
—Ya no hay más por caminar, hijito. Durante los primeros días no te recomiendo ingresar en el bosque para despedirte de Jerónimo; tu familia se verá rodeada de policías y periodistas. También tendrás que contestar algunas preguntas de las autoridades, y tus padres deberán protegerte del asedio de la prensa. Solo di que viniste a buscar la pelota y que te perdiste. Así que espera unos dos meses para venir a este lugar, cuando el revuelo comience a calmarse. Si lo quieres, y si necesitas que alguien más sea testigo de lo que viviste, puedes traer a tus amigos.
—¿Y cruzarán el muro como yo lo hice? Doctor, tendrá que volver a usar el imán de poliuretano.
—¿Te das cuenta de tus palabras? A ti el muro no te impidió entrar al bosque.
—Pero a otros sí —pensó un poco más—. Supongo que usted me está poniendo a prueba. De acuerdo, el bosque y la ciudad deben estar unidos otra vez; aunque este deseo no lo pido por mí.
—¿Aun cuando los humanos tratan mal a la naturaleza?
—También hay quienes la respetan, Doctor.
—Si afirmas que ustedes pueden hacerse cargo... —sonrió complacido— entonces que así sea. ¡Ya no habrá muro divisor entre San Romeo y el bosque! Apenas te encuentres con los habitantes de la ciudad, tanto los guardias como las hadas y yo, desapareceremos. No es bueno que nos dejemos ver. Ya lo sabes: regresa en unos dos meses, cuando este lugar deje de estar abarrotado de policías y periodistas. Ah, y que el miedo no te paralice cuando estés frente a Camila. Nada se pierde al decir lo que sientes. Sea cual sea la respuesta, quedarás tranquilo de haberlo hecho.
El Doctor Cupido lanzó un chistido a las hadas liliputienses. Al segundo Ambriane, Arie, Besola y Abonda, se apegaron al muro y comenzaron a recorrerlo por todo lo extenso de la ciudad. Volaban a una velocidad vertiginosa, y con las alas expulsaban estelas doradas de polvos mágicos que iban desintegrando ladrillo por ladrillo. De un momento a otro el bosque se vio rodeado de un fulgor de oro. Lo siguió un aparatoso estruendo y, finalmente, el muro acabó cediendo por completo.
Cristóbal intentó mirar a través de la polvareda. Una potente luz lo encandilaba: eran los focos de los autos policiales, de los bomberos, de la ambulancia y también de las cámaras de periodistas que tenían cubierto el lugar. A lo lejos pudo notar las cintas de precaución y, a centímetros de estas, columbró las siluetas de los infaltables curiosos. Estaba frente a ellos y solo. Nadie se encontraba tras su espalda.
«¡Encontré la pelota!», la enseñó con el brazo derecho alzado. Fue lo único que se le ocurrió decir.
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DICCIONARIO CHILENO
-Echar una mano: ayudar.
PALABRAS DEL AUTOR
¡Ya estamos en la recta final de "Jerónimo sin cabeza"! Nada más sigue disfrutando la novela.
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Muchas gracias por leerme y... ¡un abrazo!
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