trente et un.

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CAPÍTULO NARRADO I

POR FIN NOS VEMOS

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Los murmullos constantes y los comentarios groseros que le lanzaban de vez en cuando alguno de los magos varones que se encontraban en el local hacían que Cléa mantuviese el ceño fruncido y el cuerpo tenso. El fuerte olor de algo que se había derramado en el suelo y que aún no había sido limpiado, no ayudaba para nada a tranquilizarse. No es que el Caldero Chorreante fuera un mal establecimiento, pero quizás aquel no era uno de sus mejores días. Cléa quería marcharse de allí a toda prisa. No quería tener que seguir soportando aquel ambiente. Sin embargo, no podía porque había quedado con alguien allí para que la recogiese y la llevase a cierto lugar.

Movió el café con la cucharilla. Habían pasado diez minutos desde que lo había pedido y aun abrasaba. Estaba por sacar la varita y lanzarle algún hechizo para enfriarlo. La espera la estaba matando; pero no solo la espera a que el café tomara una temperatura más normal, si no la espera a que la persona que debía recogerla llegara de una vez. 

Ojalá que ya hubiese ido antes a la casa de la familia Weasley para poder aparecerse sin problemas. Habría sido mucho mejor que estar perdiendo un tiempo tan valioso allí. Sin embargo, la idea que se le había ocurrido para remediar que no podía aparecerse simplemente, tampoco era mala. En realidad, podría hacer que cierto pelirrojo se sorprendiera mucho más.

Observó de reojo la maleta y la mochila que había dejado sobre el suelo, asegurándose de que siguiesen allí. Algunos de los magos que estaban en el local no tenían muy buena pinta y no se fiaba en absoluto de ellos. Aunque Tom, el dueño, estaba tratando de controlarlos para que dejasen de molestarla. El hombre se había escusado varias veces con ella, diciéndole que es que no estaban acostumbrados a ver a una bruja francesa tan guapa por allí. Y sabían que era francesa porque habían notado el acento en su voz cuando había pedido el café.

—¡Cléa! —escuchó que alguien la llamaba de pronto.

Tan rápido como el viento, su rostro se giró para encontrarse a un chico pelirrojo, delgado y alto, acercándose a ella con una amplia sonrisa. No era exactamente el pelirrojo que ella se moría por vez, pero eso no quitaba que le hiciese feliz tenerlo allí, así que una gran sonrisa también apareció en sus labios.

—¡Freddie!

Se levantó de la banca de madera donde estaba sentada para justo después ser atrapada por aquel chico en un cálido y fuerte abrazo que ella no dudó en corresponder. Fueron un par de minutos los que se mantuvieron así, abrazados. 

Sinceramente, la rubia también había echado de menos a aquel pelirrojo. Habían compartido buenos momentos juntos el año que ella había pasado en Hogwarts. Aunque ni la mitad de los que había pasado con el gemelo menor del susodicho. Era por eso que el contacto con él había sido limitado, a diferencia de con su gemelo; casi siempre que quería decirle a algo a él, lo escribía en una carta dirigida a George para que éste se lo dijese. Solo en las últimas semanas se había comunicado directamente con él para preparar su estancia en la Madriguera. Habían acordado que él la recogería y que no le dirían nada a George para que fuera una sorpresa.

—¡Cuánto tiempo! —exclamó tras separarse del abrazo.

—¡Y que lo digas! —respondió el otro con media sonrisa—. ¿Sabes que estás mucho más preciosa que el año pasado?

Una de sus cejas se alzó y lo miró como diciendo «¿en serio, Freddie?». El pelirrojo sólo encogió los hombros ante ello.

—No empecemos, eh, que te conozco —le advirtió.

—Vale, vale, dejaré que sea George quien te diga todos los halagos —murmuró para después guiñarle un ojo—. Seguro que te hará más feliz que te los diga él.

Cléa carraspeó, avergonzada. Cierto rubor había cubierto sus blancas mejillas. Le molestaba que el contrario pareciese conocer tan bien los sentimientos que tenía hacia su gemelo. Puede que alguna vez le hubiese dicho que prefería a George en vez de a él, pero entonces ni siquiera había mantenido contacto alguno con George, así que Fred debería saber que solo lo había dicho para librarse de él. Sin embargo, Fred no había olvidado esas palabras y con el tiempo, aunque cuando se las dijo no fueran en serio, se fue dando cuenta de que se hacían realidad. A la rubia le había comenzado a gustar su gemelo, pero no tanto como a éste le gustaba ella.

—Me alegra verte de nuevo, idiota —dijo después.

—Por supuesto que te alegras, es obvio —murmuró con suficiencia.

—No me seas engreído, Freddie.

—No quieres que te halague no quieres que sea engreído... Me estás prohibiendo muchas cosas, Cléa.

—Y más te voy a prohibir si no me llevas ya a la Madriguera —replicó.

Fred soltó una pequeña carcajada. Podía notar la impaciencia de la que hacía la gala la contraria. Estaba claro que quería encontrarse ya con su gemelo y la verdad es que él también quería que se encontrasen. Sabía mejor que nadie cuando la extrañaba George y estaba seguro de que se moriría de felicidad nada más verla.

—Bien, entonces, vayámonos —el chico tomó la maleta que había en el suelo y dejó la mochila para que ella la llevase.

—Espera.

Se giró hacia la mesa y tomó la taza de café que se bebió de un solo trago. Se abrasó un poco, pero le dio igual. Ya no iba a perder más tiempo. Cogió la mochila y se la colocó en el hombro antes de tomar la mano que Fred le tendía. Justo antes de desaparecerse, con la mano libre, se despidió del dueño del local.

En cuestión de segundos se encontraba en el descansillo de una casa que ella dedujo que tenía ser la de los Weasley. Soltó la mano de Fred automáticamente y cuando éste comenzó a indicarle que caminase con sigilo, se movió hasta lo que parecía el salón de la casa mientras lo miraba todo con ojos curiosos; le hacía ilusión saber cómo era el hogar de George. Lo que más le llamó la atención de toda la estancia fue un cuco reloj que había en un pared. Se inclinó para observarlo mejor y se fijó en las manecillas con las fotografías de los miembros de la familia. La gran mayoría apuntaba a casa, pero había unas cuantas, como la del señor Weasley, que apuntaban al trabajo, lo que significaba que estaba en el Ministerio de Magia y no lo conocería hasta más tarde. Una pena porque quería ver como se encontraba después del ataque que había sufrido en las navidades y por el cual ella seguía preocupada.

—¡Oh! —la rubia se enderezó en cuando escuchó aquella voz femenina y al darse la vuelta, se encontró a una mujer pelirroja mirándola con una sonrisa—. ¡Tú debes de ser Cléa! He escuchado tanto de ti desde que conseguí sonsacarle a George de quien eran las cartas —contó mientras se acercaba para darle dos besos que ella recibió con gusto.

—Es un placer conocerla, señora Weasley —le dedicó una pequeña sonrisa—. Espero que solo os haya contado cosas buenas —bromeó y dejó escapar una suave risa.

—¡Pero qué acento más bonito! —comentó la señora.

—¿Verdad? Y encima tiene muy buena pronunciación —añadió Fred, quien las observaba.

—Me gustan los idiomas, así que empecé a estudiar inglés desde muy pequeña —mencionó la rubia—. Aunque todavía hay palabras que dudo como se pronuncian.

—Si tienes dudas, entonces pregunta. Te ayudaremos a mejorar el idioma, encantados, así no tendremos problemas de comunicación —dijo Molly.

—Muchas gracias —se limitó a decir ella.

Sólo habían pasado unos minutos, pero ya le pareció un encanto de mujer la madre de los gemelos. Al menos era mucho más agradable que la suya.

—Debes de estar deseando ver a George —mencionó la mujer y después miró a su otro hijo—. ¿Por qué no la acompañas a vuestra habitación para que se vean? Luego tendremos tiempo para conocernos mejor —añadió lo último regresando la mirada a ella.

—Me parece una gran idea —corroboró Cléa con una sonrisa.

Fred le hizo una señal y ella lo siguió después de haber dejado la mochila sobre el suelo. No quería ir cargando con ella para el momento en que abrazase a George.

—Tenéis una madre encantadora —comentó mientras subían las escaleras.

—Solo cuando no se cabrea.

La rubia no pudo evitar reírse, pero se vio obligada a taparse la boca con las manos cuando Fred le lanzó una mirada de advertencia. Si se reía demasiado fuerte, George podría escucharla y se destrozaría toda la sorpresa.

—Entraré yo primero —anunció el pelirrojo y ella asintió.

Mientras veía como él giraba el pomo de la puerta y entraba en la habitación, ella se ocultó para que no fuese vista desde el interior.

—Tenemos visita —dijo Fred mientras miraba a su hermano.

George se encontraba en esos momentos sentado frente a un escritorio lleno de cachivaches, mientras escribía en un pergamino con suma concentración, como si temiera cometer algún error gramatical y tuviese que ensuciar el papel con un manchón de tinta para corregir el error. Detestaba que una carta que iba dirigida a Cléa no le quedase presentable.

—¿Ha venido Lee? —preguntó tras alzar la cabeza del pergamino. Era la primera persona que se le había venido a la cabeza. Y si no fuera Lee, quizás sería Harry.

Fred iba a contestar, pero fue interrumpido.

—Creo que no me parezco en nada a Lee —aquel acento francés y aquella voz melosa embriagaron los oídos de George al instante—. No es por ofender, pero creo que soy mucho más guapa que él.

Cléa acababa de entrar en la habitación y sus ojos se habían dirigido automáticamente hasta el lugar donde se encontraba George. Sentía la emoción y la ilusión, por verlo, recorrer cada fibra de su ser. Por fin, después de un larguísimo año, podía volver a verlo. Por fin, lo tenía a tan solo unos escasos centímetros. Por fin. Quería terminar de acercarse y abrazarlo, pero algo se lo impedía. Quizás eran los nervios que también la estaban invadiendo. 

Los ojos de George se habían abierto de par en par, al igual que su boca. Era como si no diera crédito a lo que veía. Como si estuviese alucinado. Cléa no podía estar allí, es decir, debía estar en Francia. Pero no, allí estaba, frente a sus ojos, tan hermosa como la recordaba, aunque juraría que su cabello rubio había crecido en ese tiempo, a diferencia del suyo que había sido cortado a mediados del verano pasado.

—¿Cléa? —susurró todavía sin creérselo.

—Hola, Georgie —una sonrisa comenzó a asomar en sus labios.

Esa sonrisa tan encantadora y resplandeciente que lo había dejado anonado la primera vez que la vio. Esa sonrisa que George amaba con locura. Esa sonrisa que lo hacía feliz de solo verla. Esa sonrisa que hacía que tuviese ganas de besarla. Esa sonrisa que lo había enamorado.

Se levantó de la silla tan deprisa que acabó haciendo que se cayese al suelo, pero eso era lo que menos le importaba; en realidad, ni siquiera se dio cuenta. Con una sola zancada, se posicionó delante de la rubia y antes de que ella pudiera decir algo más, la abrazó. Sus brazos rápidamente rodearon el cuello de Cléa y la atrajeron hasta pegarla contra su cuerpo. Notó casi al instante como los brazos ajenos lo rodeaban también y él solo apretó el abrazo. Dejó descansar su cabeza sobre la de ella, enterrando la nariz en aquel sedoso cabello y aspirando ese agradable y dulce olor a perfume que ella siempre llevaba. Olía a frambuesa y vainilla.

Una lágrima se le escapó en algún momento. Estaba sumamente feliz de tenerla allí. De poder abrazarla de nuevo. De poder sentir su calidez. La había extrañado muchísimo, más de lo que jamás había extrañado a alguien. Había extrañado su calor, su aroma, su acento, su presencia... Absolutamente todo. ¡Por Merlín, cuánto deseaba que ese momento durara para siempre! No quería soltarla ni quería dejarla ir de nuevo. Quería verla todos los días. No soportaba el hecho de que estuviese tan lejos de él y de no poder ir a buscarla siempre que le entrasen ganas de verla. Y eso sería los trescientos sesenta y cinco días del año –o los trescientos sesenta y seis si era año bisiesto, claro–.

Escuchó un suave sollozo e imaginó que a ella también se le había escapado alguna que otra lágrima. Probablemente, ella estaba igual de feliz que él de estar allí. Apretó aún más el abrazo y enredó una de sus manos en aquel cabello rubio que tanto le gustaba, mientras sentía confortables caricias recorriendo su espalda. Podría morirse en ese mismo instante y no le importaría, porque lo moriría feliz. 

No se dieron cuenta de que en momento Fred había salido de la habitación, pero cuando se separaron ya no estaba y la puerta estaba cerrada. Sin embargo, ninguno le dio demasiada importancia porque preferían estar centrados el uno en el otro. La distancia entre ellos seguía siendo bastante corta y una de las manos de Cléa estaba aferrada a la camisa de George. El pelirrojo deslizó una mano sobre su mejilla, limpiando una traviesa lágrima; pese a esas lágrimas que salían de vez en cuando, ella tenía una hermosa sonrisa en los labios y sus ojos tenían el mismo brillo de felicidad que tenían los de George.

—Por fin nos vemos —murmuró Cléa.

—Sí, por fin nos vemos —confirmó él—. Te he echado muchísimo de menos, Cléa.

—Y yo a ti, estaba deseando que esto sucediese, volver a verte y tenerte cerca de nuevo.

La sonrisa de George se amplió y sintió ganas de besar los labios ajenos. Se arrepentía muchísimo de no haberlo hecho el día que se despidieron, pero Fred y Lee los habían interrumpido justo cuando iba a dar el paso. Pero, quizás, había sido mejor así. Si la hubiese besado en ese momento, la habría extraño mucho más. Se habría vuelto loco si confirmaba que ella lo correspondía y que aun así, tenía que dejar que se marchase lejos de él.

Cléa fue la primera en separarse del todo y George no protestó, solo se dedicó a seguirla con la mirada mientras ella recorría la habitación y a recoger la silla que había tirado al suelo.

—Así que esta es vuestra habitación —comentó al cabo de unos minutos.

—Así es, ¿cuál crees que es mi cama?

—Hm, diría... —miró alternadamente una cama y otra—, que la de la izquierda.

—¿Por qué lo piensas?

—Por las fotografías que hay colgadas en esa pared.

Los ojos de ambos se dirigieron hacia allí. Colgadas en la pared mediante chinchetas, se encontraban una serie de fotografías. Había muchas en las que salían los gemelos y Lee, alguna que otra del equipo de Quidditch de Gryffindor y varias en las que ellos dos salían juntos, incluso un par donde estaba solo ella; una era de la noche del baile de Navidad y la otra era la que ella le había enviado meses atrás, aquella que se había tomado con la cámara muggle.

—Me gusta tenerlas en un lugar donde pueda verlas —explicó George.

—Yo tengo una nuestra en mi mesilla de noche, así que puedo entenderlo.

—Oh, qué interesante —dejó escapar una risa de satisfacción. Le alegraba no ser el único que tenía alguna foto de ellos cerca.

—¿Estabas escribiendo una carta? —inquirió al volverse hacia el escritorio y al ver el pergamino.

—Sí, en realidad, estaba escribiendo una carta para ti —contestó—. Habría sido gracioso si la hubiese llegado a enviar cuando estás aquí.

—Tu pobre lechuza se volvería loca —rio.

Tomó el pergamino y lo leyó para terminar sonriendo. El poco contenido que a George le había dado tiempo a escribir, era básicamente él diciéndole que la echaba de menos y que quería verla. Pues su deseo se había cumplido sin ni siquiera haber tenido que enviar esa carta.

Entonces, sus ojos se fijaron en el cajón abierto del escritorio y se encontró una buena cantidad de cartas atadas juntas.

—¿Mis cartas? —quiso saber.

—Las conservo todas —dijo como respuesta.

—Yo también, las tengo guardadas en un baúl de madera en mi habitación.

—Ya veo.

George se acercó hasta a ella y pasó los brazos por delante de su estómago, rodeándola y abrazándola por detrás para después apoyar la barbilla en su hombro. Cléa no dijo nada, pues no le incomodaba que lo hiciera, pero sí notó como su corazón se movía a un ritmo vertiginoso. Sería extraño si George no se daba cuenta de ello al estar tan pegado. Sin embargo, si se dio cuenta, no lo dijo. Quizás, porque su corazón estaba igual de acelerado.

—Se siente bien estar así —susurró recargando su espalda sobre el pecho ajeno.

—Muy bien.

Los labios del pelirrojo besaron la parte al descubierto del hombro de la rubia, consiguiendo que todo su bello se pusiese de punta al recibir una especie de descarga eléctrica ante aquel contacto. Sonrió al percatarse de ello y nuevamente, dejó otro beso, pero esta vez sobre su cuello y escuchó como ella dejaba escapar un suspiro. Puede que se estuviera pasando, pero le encantaba poder tocarla ahora que la tenía cerca. Se sentía totalmente en paz solo de tenerla entre sus brazos y de poder sentir su calor.

—Cléa —susurró en su oído.

—¿Hm? —sus ojos se habían entrecerrado, embriagada ante aquellos besos y las caricias que George iba alternando sobre uno de sus costados.

—Gracias por estar aquí, por haber venido.

—¿Qué haces dándome las gracias? —cuestionó ella y él se sintió confundido por una milésima de segundo—. Sólo vine por mi sentimiento egoísta de querer verte.

—Entonces, se lo agradeceré a tu egoísmo, porque estaba a punto de ir a Francia un día de estos —depositó un beso sobre su oreja y su característica risa melosa llegó a las suyas.

Sí, definitivamente estaba encantado de tenerla allí y no estaba seguro de si iba a permitir que se fuera cuando llegase al momento. 

La verdad era que todo sería mucho más fácil si viviesen en el mismo país, pero quizás, en el futuro, conseguían que fuera así.  Quizás conseguían que alguno de los dos se mudase a su país y así se podrían ver más a menudo. O aún mejor, quizás, conseguían compartir una casa y vivir juntos. Eso, según ambos, sería sencillamente perfecto. Y puede que ninguno de los dos lo decía, pero ambos se morían de ganas por tener una vida, juntos.


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¡Aquí lo que habéis estado esperando con tantas ganas, el capítulo narrado! Es el primero de unos cuantos que habrá a lo largo de la historia. Espero que os haya gustado. <3

Por cierto, el ¿Gléa? es amor –aun indecisa sobre el nombre del ship–. (?)

Marie Weasley.

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