thirty-nine.

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CAPÍTULO NARRADO IV

EL MEJOR CUMPLEAÑOS

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¡Merde! ¡Merde! No puedo creer que me haya quedado dormida —dijo cierta rubia mientras se movía de un lado a otro de su habitación.

George llegaría a París en menos de veinte minutos y ella ni siquiera estaba cerca de estar lista. Cléa no podía dejar de reprenderse en su cabeza por haberse quedado dormida y no haber oído el despertador. Aunque, probablemente, había sucedido por los nervios que recorrían cada poro de su ser desde que el pelirrojo le había confirmado que iría a verla para su cumpleaños y que le habían impedido pegar ojo hasta bien entrada la madrugada.

Se deshizo de la camiseta ancha de un grupo de música muggle del que era fan, la cual usaba como pijama durante el verano, y comenzó a vestirse con lo primero que pillo. Dio un par de saltitos para subir el vaquero de azul claro con rotos hasta su cintura con mayor facilidad, pero debido a las prisas que llevaba, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse. Una vez que se estabilizó, prosiguió a ponerse un sujetador de encaje negro que había comprado recientemente y después una simple camiseta de manga corta que tenía una calavera dibujada.

No se molestó en peinarse, sólo pasó varias veces las manos por su lacia caballera rubia y se echó unas gotas de su perfume favorito, ese que de frambuesa y vainilla que hacia su aroma tan característico. Salió de la habitación a toda prisa mientras se ponía unas sandalias negras con una pequeña plataforma y nuevamente, estuvo a punto de caerse, pero consiguió evitarlo al apoyarse en la pared. Esquivó al perro de su amiga que se cruzó en su camino y fue hasta la cocina del apartamento, donde sabía que ella estaría.

¡Flora, me voy ya! —anunció la rubia.

¡E-Espera un momento! —exclamó la mencionada, dejando su taza de café sobre la mesa de hermosa madera negra y levantándose.

¡No puedo! Voy a tarde, a este paso George llegará y yo no estaré allí para recogerlo —se mordió el labio inquietamente. ¡Como si pudiera hacer esperar al pelirrojo!

Lo sé, lo sé, sólo será un segundo —Flora ya se había acercado hasta Cléa y apoyó ambas manos en los hombros ajenos para después mostrar una sonrisa encantadora—. ¡Félicitations, Cléa!

Ah...

Fue ahí cuando la rubia recordó que era su cumpleaños. ¡Ya tenía 19 años! Como pasaba el tiempo de tiempo, era sorprendente. Cualquiera diría que hacía dos días había ingresado en Beauxbatons con 11 años y había conocido a la rubia frente a ella. Una sonrisa se formó en sus labios y se fundió un fuerte abrazo con su amiga. Un abrazo que apenas duró unos segundos por la prisa que tenía Cléa de irse; sin embargo, a Flora no pareció importarle.

Anda, vete, ya te daré tu regalo cuando vuelvas —mencionó Flora. Cléa asintió.

Justo después se desapareció y apareció en el lugar donde debía recoger a George. Miró hacia a todos lados, pero no había rastro de él, así que había tenido suerte, no había llegado tarde. Se mordisqueó el labio inferior y dio vueltas de un lado a otro mientras esperaba, ansiosa. Quería verlo. Quería ver su sonrisa, sus ojazos marrones, sus adorables pecas, su forma tan atractiva de revolverse el pelo... Simplemente, quería volver a tenerlo frente a sus ojos. Puede que no hubiera pasado demasiado tiempo desde la última vez que se habían visto, pero, para la rubia, sólo un segundo ya se le hacía una eternidad. No importa cuántas veces soñara con él o cuantas cartas le escribiese, no era suficiente para compensar la distancia. Quería verlo todos los días, aunque fuese sólo por un segundo cada día, pero sólo con eso estaría satisfecha.

Escuchó una exclamación de sorpresa y giró la cabeza, encontrándose al joven británico tratando de establecerse por la fuerte aparición que había tenido con el traslador. Los ojos de la francesa se iluminaron y una sonrisa apareció en sus labios al instante. El mismo instante en que George elevaba la mirada y la encontraba.

—¡Cléa! —la llamó con alegría.

Sin responder siquiera, la mencionada corrió y saltó sobre él, enroscando sus largas piernas alrededor de la cintura ajena mientras rodeaba su cuello con los brazos. La mochila que el pelirrojo cayó de su hombro, pero no le importó o más bien, ni se dio cuenta de ello. Rápidamente deslizó los brazos por detrás de la chica hasta abrazarla y apoyar la cabeza en su hombro. ¿Y la felicidad que ambos sentían por estar en los brazos del otro? ¿La felicidad que sentían por poder verse? ¿La felicidad que sentían por poder estar juntos?

Pasaron dos minutos hasta que Cléa se separó un poco para poder mirarlo a los ojos y una de sus manos se deslizó a la mejilla ajena, acariciándola con infinita ternura. George sonrió y entrecerró los ojos ante aquel embriagador contacto.

—Estás aquí —susurró ella.

—Estoy aquí —respondió él—. Felicidades, rubia.

—Gracias, pelirrojo —rio melosamente—. A penas ha empezado, pero creo que este va a ser un gran cumpleaños.

—¿Por qué? —quiso saber el otro con una ceja alzada.

—Porque tengo el mejor regalo del mundo justo aquí —pese a que Cléa era un persona directa y no demasiado vergonzosa, todavía se ruborizó ante sus propias palabras y a George eso le pareció lo más adorable que había visto en tiempo.

—Si soy el mejor regalo del mundo, espero no llegar a defraudarte —bromeó.

—No lo harás.

La rubia dejó de mantener la cintura del pelirrojo rodeada con sus piernas y puso de nuevo los pies sobre el suelo, después terminaron de separarse. George recogió la mochila y volvió a colgarla en su hombro, mientras Cléa le comenzaba a contar que se había quedado dormida y había creído que llegaría tarde para recogerlo.

—Así que deberíamos irnos pronto, ni siquiera he podido dejar que Flora me diera su regalo con las prisas —se sentía un tanto mal por su amiga.

George asintió y murmuró un «pues vámonos». Cléa le tendió una mano justo después y ambos se desaparecieron para aparecer en el apartamento. La rubia lo guio lentamente por el lugar mientras el pelirrojo iba curioseando todo, quería saber en qué clase de lugar vivía la chica de la que estaba enamorado después de haberse ido de casa.

El pequeño perro de Flora se les cruzó y tras que George preguntara su nombre y le diera un par de caricias, continuaron hasta llegar al coqueto salón-comedor de la casa. Flora se encontraba allí, colocando lo que parecía un pastel de chocolate con frambuesas y letras de vainilla decorándolo, sobre la mesa, y se sorprendió bastante al darse cuenta de la presencia de la «pareja». La pobre había sido descubierta terminando la sorpresa que tenía preparada para su querida amiga por su cumpleaños.

—¡Oh! ¿Esa es mi tarta de cumpleaños? —preguntó Cléa con una amplia sonrisa.

—¡Se suponía que tenía que ser una sorpresa! —se quejó la otra—. ¿Por qué has regresado tan pronto?

—Encima que lo he hecho porque me sentía mal de no haber dejado que me dieses el regalo y agradecerte apropiadamente —refunfuñó como respuesta.

—Pues... —Flora no continuó aquella frase al percatarse del pelirrojo que la miraba con media sonrisa—. Ah, bienvenue à Paris —dijo en francés.

—Muchas gracias —respondió rápidamente George—. Es un placer verte de nuevo, Flora, y gracias por dejar que me quede aquí por hoy.

La mencionada asintió, pero no correspondió a aquellas palabras. El brillo de sus ojos había disminuido desde que había visto al británico, como si no le gustase que estuviese allí, y había disminuido aún más al ver como Cléa y él tenían las manos cogidas. Pero no se podía evitar, pese a que lo había intentado, no había sido capaz de negarse a la petición de su amiga de dejarle pasar la noche allí por su cumpleaños.

—¡Bueno! —exclamó Cléa, notando una extraña tensión en el ambiente—. Acompañaré a George a mi habitación para que deje sus cosas mientras que tú terminas aquí.

Sin más, apretó la mano de George y tiró de ella para que comenzara a seguirla de nuevo. No tardaron mucho en llegar a la habitación, donde el pelirrojo volvió a mirar todo con curiosidad, deteniéndose especialmente en las fotos que la rubia tenía puestas por allí. La primera en la que se fijó y le hizo sonreír fue una que estaba sobre la mejilla donde estaban los dos haciendo el tonto con el cabello de ella. Después, se fijó en aquellas que estaban colocadas con adhesivo en la pared encima del cabecero de la cama; muchas de ellas no estaban en movimiento lo que significaba que Cléa las había hecho con la cámara muggle. En la gran mayoría de ellas, únicamente aparecía la rubia, en otras salía con Flora y supuso que otros de sus amigos y en el resto siempre salía él, ya fuese solo o con ella –o Fred y Lee–.

Cléa se había apoyado en el tocador mientras observaba a George y una sonrisa se había ido formando en sus labios.

—Tienes una habitación muy bonita —comentó él.

—Gracias, aunque no está del todo decorada como quisiera ya que al final esta no es mi casa —comentó. Además, no quería cambiar demasiado las cosas ya que tarde o temprano se iría de allí.

George recorrió una vez más la estancia con la mirada y entonces se encontró con la camiseta que Cléa usaba de pijama tirada por allí. No puedo evitar reír. Imaginaba que debido a las prisas que la chica había tenido al creer que llegaba tarde, se había olvidado de guardarla, ya que normalmente era bastante quisquillosa con el orden. Señaló la camiseta con la cabeza y cuando ella llevó la mirada hasta el lugar que indicaba, se separó tan rápido del tocador que las cosas sobre él se tambalearon y la guardó inmediatamente en el armario. Aunque no sabía porque estaba tan avergonzada si de todas maneras por la noche la iba a ver con ella, pues que para el pelirrojo no durmiese en el sofá, había decidido que sería más cómodo que él durmiese aquella noche con ella. Y no creía que él fuera a tener problemas con ello teniendo en cuenta que el último día que estuvo en la Madriguera, George se coló en la habitación que ocupaba para pasar las últimas horas que le quedaban juntos durmiendo con ella.

—Ah, cierto, tengo un regalo para ti —murmuró George mientras comenzaba a rebuscar en su mochila.

—Espera, pensé que habíamos dejado claro que no tenías que regalarme nada ya que ibas a venir aquí —se apresuró a decir Cléa, algo confusa.

—Por favor, Cléa, como si pudiera no hacerlo —bufó el otro.

Sacó un paquete rectangular envuelto en un bonito y elegante papel de regalo azul marino con un listón blanco en forma de flor como adorno. La rubia lo cogió y nada más hacerlo, únicamente por el tacto, averiguó que era. Lo desenvolvió con cuidado y en efecto, era lo que esperaba, un libro. Sin embargo, el título de este fue algo que no se esperó. «Como convertirse en un buen periodista» decía la portada en letras color cielo. Su risa resonó por la habitación.

—¿Dónde lo has comprado?

—En una librería muggle, por supuesto —contestó como si fuera obvio—. Aunque Hermione tuvo que acompañarme porque no tenía ni idea de dónde encontrar una.

—No me sorprende —nuevamente rio—. Muchas gracias, George. Me encanta y encima me será muy útil para el trabajo.

Después de aquello, ambos regresaron al salón, donde Flora los esperaba con todo ya preparado. La deliciosa y bonita tarta, que Cléa estaba segura que había hecho su amiga, ya tenía las velas puestas y encendidas, así que en cuanto George y Flora se pusieron de acuerdo en que idioma cantar el cumpleaños feliz, lo hicieron. La rubia sopló las velas cuando terminaron con una gran sonrisa, pidiendo un deseo que quería que se cumpliese más que nada, aunque tardase en hacerlo. Pidió poder vivir con George algún día en el mismo país.

Flora le tendió su regalo y comenzó a cortar tres trozos de la tarta con cuidado para luego depositarlos en unos pequeños platos. George fue el primero en probarla, pues Cléa estaba demasiado concentrada desenvolviendo el regalo, y quedó fascinado con el sabor tan delicioso que tenía; definitivamente, la amiga de la rubia tenía un gran talento para la repostería.

Cuando Cléa consiguió deshacerse del papel de regalo y la caja donde iba metido el presente, se encontró con una preciosa y delicada figurita de puro cristal. Una figurita de un castillo que brillaba ligeramente, pues estaba encantado para tener luz propia. Era tan hermoso y mágico que parecía sacado de uno de los cuentos de hadas que tanto gustaban a las niñas muggles. Hasta George quedó encantado con él cuando lo vio. Era precioso, sin dudas.

—Es precioso —fue lo único que pudo decir, pues no sabía bien como describirlo de lo maravilloso que le resultaba. Iba a atesorarlo mucho.


Un par de horas más tarde, después de que Cléa se cambiase pues antes había escogido la ropa de prisa y corriendo –aunque a George le pareció que estaba muy guapa así–, salieron a la calle y comenzaron a caminar por el barrio mágico de Paris, donde se encontraba situado el apartamento. El pelirrojo había insistido en que lo primero que quería ver, más que la Torre Eiffel o la catedral de Notre Dome, era la oficina de la revista de la rubia, «C'est la vie». Quería conocer su lugar de trabajo, el lugar donde ella permanecía más tiempo desde su fundación, y conocer a los empleados y amigos que tenía bajo su cargo. Quería conocerlo sin importar qué. ¿Por qué? Porque esa revista era uno de los motivos por el cual ella no podía mudarse a Londres para estar con él y por ello su relación no podía comenzar; porque sí, porque George había escuchado la conversación que Cléa había mantenido con Lee en la Madriguera.

Pasaron un largo rato allí, lo que necesitaron para que el pelirrojo curiosease el lugar y que los trabajadores felicitasen a la rubia; algunos también aprovecharon para preguntarle ciertas dudas que tenían sobre que incluir en los artículos del siguiente ejemplar y ella les respondió sin problemas, a pesar de ser ese su día libre. Esa era otra, era extraño que ella cogiese un día libre y si lo había hecho era porque George iba a ir a verla, porque ella normalmente trabajaba todos los días porque disfrutaba haciéndolo.

Seguidamente, ambos abandonaron el París mágico y se introdujeron en el muggle, recorriendo las calles más bonitas y antiguas, aquellas que guardaban la mayor parte de la historia de la ciudad, y en todo momento, estuvieron con sus manos entrelazadas, salvo en un principio que George la había tenido sujeta por la cintura, como si fueran una pareja enamorada; y bueno, enamorados estaban, pero no eran una pareja.

En algún momento, después de que comiesen en un cuco y pequeño restaurante francés, George le pidió que sacase la cámara muggle para comenzar con la sesión de todos. Pero contra todo pronóstico, en vez fotografiar los monumentos o aquello que le llamase la atención para llevarse un recuerdo de París, fotografió a la rubia que lo acompañaba, capturando a cada momento aquella sonrisa tan maravillosa y risueña que tenía. Para él, más que los recuerdos de París, los recuerdos con Cléa eran muchísimo más importante. No quería olvidar nunca ninguno de ellos, por eso tomaba fotografías, para el día en que su memoria se resintiese y ya no pudiera recordarlos con exactitud.

Comieron un delicioso croissant de almendras y un trozo de tarta con ganache de vainilla, típicos dulces franceses, en la terraza de una pastelería-cafetería que encontraron de casualidad. A ambos les había llamado la atención porque se llamaba «Douce magie», es decir, «Dulce magia», y la verdad es que el interior tenía un toque muy mágico y fantasioso. En ella, George preguntó si se vendían algunos de los dulces como regalo y al recibir una respuesta afirmativa, no dudó en comprar algunos para su familia, Lee y también para Flora, como forma de agradecerle el dejarle quedarse en su apartamento.


La noche cayó y ambos se dirigieron a un restaurante que Cléa conocía, con unas increíbles vistas a la Torre Eiffel. George se llevó una gran sorpresa al descubrir que la rubia había reservado con anterioridad una mesa, pues al parecer era un lugar muy famoso y siempre estaba lleno al tener a un chef de fama mundial, y ella quería que al menos una vez en su vida disfrutase de la deliciosa comida que se hacía en aquel restaurante.

Fue una velada tranquila, donde George comenzó a contarle por fin como iban los preparativos para la apertura de «Sortilegios Weasley», asegurándole que le enviaría algunas fotos del lugar cuando estuviese listo. A Cléa le pareció que él estaba bastante entusiasmado y feliz de tener su propia tienda, probablemente tenía un sentimiento similar al que ella había tenido cuando había fundado la revista e igualmente, como él había pedido, la próxima vez que fuera a Londres el primer lugar que iba a querer visitar era la tienda para ver con sus propios el fruto del esfuerzo de Fred y él –también de Lee–.

—Sería genial si pudieras venir a la inauguración —dejó caer George, aunque sabía que eso era de seguro imposible.

—Si pudiera, sabes que estaría allí sin falta —aseguró—, pero tengo que encargarme de la revista. Los incidentes con los Mortífagos parecen haber aumentado recientemente, incluso ya ha habido algunos en Francia, así que tengo que estar pendiente de todo ello para informar a los magos y brujas franceses del peligro.

—Uno... de esos incidentes fue aquí en París, ¿verdad? —inquirió. Ella asintió.

La preocupación se reflejaba ligeramente en los ojos de George. La preocupación de que a ella le pasara algo. La preocupación de que ella acabara involucrada en alguno de ellos, o de que ella acabara metiéndose más de lleno en la lucha contra los Mortífagos. Incluso si le encantaría pelear a su lado, preferiría que ella permaneciese lo más alejada posible de todo aquello. No quería que le pasara. No quería perderla porque llegase a participar en la guerra que estaba seguro de que estaba por venir. Quería que ella siempre estuviese sana y salva.

Y la verdad era que Cléa también tenía todos esos pensamientos con respecto a George.

—Estaré bien —comentó ella, como viendo a través de él—. Tú eres el que verdaderamente tiene que tener cuidado con todo esto y lo sabes, George.

—Lo sé, pero no voy a permitir que me pase nada —hizo una pausa donde buscó sus ojos—, porque no me gustaría preocuparte o hacerte llorar —sonrió y Cléa agradeció esas palabras.


Se retiraron del restaurante después de pagar la cuenta y se fueron a un parque próximo donde todavía podían seguir contemplando las maravillosas vistas de la Torre Eiffel. George tenía a Cléa rodeada por la cintura con un brazo y ella estaba ligeramente recargada sobre él.

—Gracias por haber venido —susurró la rubia.

—He venido por mi propio deseo egoísta, como tú hiciste al ir a la Madriguera —respondió recordando una conversación que ellos habían tenido aquella vez.

Cléa soltó una suave carcajada y alzó la cabeza para contemplar las facciones ajenas. Sonrió automáticamente después y aún más cuando George le devolvió la mirada.

—Definitivamente este es mi mejor cumpleaños —aseguró sin un atisbo de duda.

—Sí...

Se movió un poco de posición y recargó su frente sobre la ajena, entrecerrando los ojos y colocando una mano sobre la fina cintura de la rubia. Quería tenerla lo más cerca posible. Quería sentir su calor y embriagarse con su perfume. Cléa colocó una mano sobre el pecho de él y este aprovechó para poner la mano que le quedaba en su otro costado, tirando lentamente de ella para pegarla más a él. Sus narices chocaron justo después, cuando acortaron la distancia que separaba sus rostros, y ambos rieron ligeramente. Sus labios estuvieron a punto de encontrarse y ellos de saborear el dulce sabor del otro; sin embargo, cuando ambos parecieron dispuestos a besarse, un sonido estruendoso los sobresaltó.

Ambos giraron sus rostros y se encontraron unos preciosos y dorados fuegos artificiales estallando en extrañas y llamativas formas en el cielo nocturno, al lado de la Torre Eiffel. Debía ser por alguna festividad muggle de la ciudad, pero ni la propia Cléa que vivía allí, lo sabía a ciencia cierta. Se miraron de nuevo y los dos comenzaron a reír como idiotas. ¡Estúpidos fuegos artificiales que los habían interrumpido! Pero quizá era mejor así. Quizá era mejor que aquel beso no tuviera lugar por el momento. Quizá era mejor esperar un poco más.

Después de todo, no importaba si no se besaban en ese momento, ninguno estaba realmente preocupado, pues todavía tenían todo el tiempo del mundo para hacerlo y ambos sabían a ciencia cierta que ese día llegaría. Y cuando llegase, cuando sus labios se encontrasen por primera vez, se dejarían llevar por la pasión y el amor que sentían en el fondo de sus corazones. 

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