seventy-three.
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CAPÍTULO NARRADO XI
REUNIÉNDOSE PARA LA BATALLA
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Las pisadas de la rubia resonaban sobre el asfalto de la desierta calle, después de haberse aparecido. Caminó sin detenerse un segundo hasta que por fin vislumbró el edificio que buscaba, la tienda que buscaba. Sonrió ligeramente al ver aquel muñeco en la fachada que era idéntico a dos de sus mejores amigos. Estaba en frente de «Sortilegios Weasley». Quería entrar en la tienda y ver los múltiples cachivaches y productos que los gemelos habían creado; sin embargo, no había tiempo para eso. La visita por la tienda tendría que esperar.
Se encaminó hacia la puerta que conducía a la planta superior del edificio, la abrió con un hechizo y subió los dieciséis escalones que la separaban de la siguiente puerta. Aquella decidió no abrirla con magia, ya que quería darle una sorpresa a quien le abriese, así que dio un par de golpecitos sobre la madera y esperó. Tan solo un minuto después, escuchó unos pasos acercándose a la puerta y luego ésta se abrió, dejando ver al pelirrojo desorejado que ella se moría por ver. Los ojos marrones de éste se abrieron con incredulidad y sorpresa.
—¡Cléa! ¿Qué haces aquí?
—¿Cómo que, qué hago aquí, Georgie? —cuestionó ella—. He venido a ayudar, ya deberías saberlo.
—Sí, pero, ¿cómo te has enterado? —estaba confundido.
Él no la había avisado de que la batalla se avecinaba, porque quería evitar que participara.
—Lee me lo dijo.
La respuesta de la rubia dejó atónito al pelirrojo que, tras dejarla entrar y cerrar la puerta, se apresuró hacia una habitación contigua, donde se encontraban Fred, Lee y Ginny.
—¡Lee, ¿por qué has avisado a Cléa?! —le exigió saber a su moreno amigo, quien había sonreído de oreja a oreja al ver a parecer a la rubia.
—Lo siento, George —Lee encogió los hombros—. Cléa y yo llevamos semanas en contacto, enviándonos cartas y eso, porque sospechábamos que tú evitarías avisarla si algo pasaba para que no pasase y eso sería injusto porque vosotros hicisteis un trato.
—Exacto —corroboró Cléa—. Al final nuestras sospechas fueron ciertas, no me has avisado —le recriminó a su novio con cierta molestia.
—¡Porque no quiero que te pase nada!
—Pensé que ya habíamos zanjado ese tema, no puedes prohibirme participar en una batalla en la que mis seres queridos se van a jugar la vida —replicó ella, frunciendo el entrecejo—. De todas maneras, ¿es que no te alegras de verme?
—Claro que me alegro, pero...
—Pues no lo parece.
Cléa bufó, lo rodeó y se acercó a Lee para abrazarlo y agradecerle que la hubiera avisado. Luego abrazó a Fred con muchísima más fuerza y finalmente a Ginny.
—¿Cómo estás? —le preguntó—. Debes estar preocupada por Harry.
—Y por Ron y Hermione —añadió la menor—. Pero estoy segura de que están bien, Neville nos ha comunicado que ya están en Hogwarts.
—Entonces, ¿cómo vamos a ir hasta allí? —cuestionó la rubia confusa—. Si no recuerdo mal, no se puede aparecer dentro del castillo.
—Hay otra manera —respondió Fred con un movimiento de cejas—. Hay un pasadizo en Cabeza de Puerco, podemos entrar por ahí.
—Es cien por cien seguro, porque los Mortífagos desconocen su existencia —añadió Lee—. Así que no tendremos problemas.
—Los demás también lo usarán para entrar —comentó George, haciéndole saber que todos los demás miembros de la Orden del Fénix y el Ejército de Dumbledore habían sido avisados.
—Perfecto —Cléa asintió—. ¿Deberíamos irnos ya?
Los otros cuatro asintieron. George le tendió una mano a Cléa y ella la cogió de inmediato. Con la otra mano, George estrechó la de Fred, éste la de Ginny y Lee la otra de Cléa. De esa manera, segundos después, los cinco se desaparecieron del apartamento de los gemelos y aparecieron en la taberna. Un hombre mayor y barbudo con pelo canoso y ojos azules los esperaba, Aberforth Dumbledore. El dueño del local los condujo, sin decir palabra y con al parecer cierta molestia porque no dejará de aparecer gente cuando él quería irse a dormir, hasta el lugar donde estaba el pasadizo y Cléa vio como la preciosa chica de cabellos rubios y ojos azules, exactamente como ella, que estaba retratada en el cuadro las saludaba con un movimiento de cabeza y segundos después, el cuadro se movió y dejó ver un gran túnel detrás suya.
En ese mismo momento, una nueva persona entró en la habitación. A Cléa le sonaba muchísimo de su año en Hogwarts, si no recordaba mal había ido con el campeón de Hogwarts, Cedric Diggory, al Baile de Navidad. Los gemelos y Lee le dieron la bienvenida, mientras que Ginny no pareció del todo contenta con su presencia, pero no dijo nada.
Sin más dilación, Fred se adentró en el pasadizo, seguido de George, Cléa, Ginny, Lee y Cho. Minutos después, ya estaban empujando el cuadro del otro lado y saliendo por él. Los presentes en la sala los miraron con los ojos bien abiertos y pequeñas sonrisas empezaron a asomar en los labios de algunos de ellos.
Harry oyó los murmullos y se dio la vuelta. Sintió como si dejara de latirle el corazón cuando vio a Ginny salir por el hueco de la pared. La pelirroja lo miró y compuso una sonrisa radiante. Harry había olvidado lo guapa que era –o nunca se había fijado bien–, pero jamás se había alegrado menos de verla.
—Aberforth está un poco mosqueado —dijo Fred alzando una mano para responder a los saludos de los chicos—. Quería echar una cabezadita, pero su bar se ha convertido en una estación de ferrocarril.
Harry se quedó con la boca abierta, porque detrás de Lee Jordan apareció su ex novia, Cho Chang. Ella le sonrió. Aunque no supo si fue su presencia o la de la rubia que sabía que ya era novia de George lo que le produjo tal sorpresa; pues nunca había imaginado que Cléa vendría de Francia solo para ayudarlos, incluso si era una colaboradora de la orden.
—Recibí el mensaje —dijo Cho mostrándole el galeón falso, y fue a sentarse junto a Michael Corner.
—Bueno, ¿qué plan tienes, Harry? —preguntó George.
—No tengo ningún plan —contestó el muchacho, desorientado por la repentina aparición de todos sus compañeros e incapaz de asimilar la situación mientras la cicatriz siguiera doliéndole tanto.
—Ah, entonces improvisaremos, ¿no? ¡Me encanta! —dijo Fred.
—¡Tienes que hacer algo para detener esto! —le dijo Harry a Neville—. ¿Por qué les has pedido a todos que volvieran? ¡Es una locura!
—Vamos a luchar, ¿no? —dijo Dean sacando también su galeón falso—. El mensaje decía que Harry había vuelto y que íbamos a pelear. Pero tendré que conseguir una varita mágica...
—¿No tienes varita? —preguntó Seamus.
—Harry —lo llamó Cléa y el azabache llevó la mirada inmediatamente a ella—. ¿Realmente crees que puedes pedirles a tus amigos que se queden con los brazos cruzados, sin hacer nada, mientras que vosotros tres os enfrentáis a todo solos? Pedir eso es muy egoísta y desconsiderado de tu parte —dijo ella—. Todos queremos ayudar, Harry.
Tanto Harry como George quedaron atónitos por sus palabras. El pelirrojo entendió entonces la equivocación que había cometido al insistirle tanto a la rubia con que se quedase en Francia y no viniese a ayudarlos. Porque ella tenía el mismo derecho que todos a proteger a aquellos que quería, a luchar para que ninguna otra vida fuera arrebatada.
De pronto Ron se volvió hacia Harry y le dijo:
—¿Qué hay de malo en que nos ayuden?
—¿Cómo dices?
—Mira, son capaces de hacerlo —Ron bajó la voz y, sin que lo oyera nadie más excepto Hermione, que estaba entre ambos, susurró—: No sabemos dónde está y disponemos de poco tiempo para encontrarlo. Además, no tenemos por qué revelarles que es un Horrocrux.
Harry se quedó mirándolo y luego consultó con la mirada a Hermione, que murmuró:
—Creo que Ron tiene razón, y Cléa también. Ni siquiera sabemos qué estamos buscando. Los necesitamos —y al ver que Harry no parecía convencido, añadió—: No tienes por qué hacerlo todo tú solo.
El chico intentó pensar lo más rápidamente posible, aunque todavía le dolía la cicatriz y la cabeza volvía a amenazar con estallarle. Dumbledore le había advertido que no hablara de los Horrocruxes con nadie, salvo Ron y Hermione. «Nosotros crecimos rodeados de secretos y mentiras, y Albus... tenía un talento innato para eso...» ¿Estaba haciendo él lo mismo que Dumbledore, es decir, guardarse sus secretos, sin atreverse a confiar en nadie? Pero Dumbledore había confiado en Snape, ¿y qué había conseguido con eso? Que lo asesinaran en la cima de la torre más alta...
—De acuerdo —les dijo en voz baja—. Está bien, escuchad... —se dirigió a los demás, que dejaron de armar jaleo.
Fred y George, que estaban contando chistes a Cléa y a los que tenían más cerca, guardaron silencio, y todos miraron a Harry, emocionados y expectantes.
—Estamos buscando una cosa, una cosa que nos ayudará a derrocar a Quien-vosotros-sabéis. Está aquí, en Hogwarts, pero no sabemos dónde exactamente. Es posible que perteneciera a Ravenclaw. ¿Alguien ha oído hablar de un objeto que perteneciera a la fundadora de la casa, o ha visto alguna vez un objeto con el águila dibujada, por ejemplo?
Miró esperanzado al grupito de miembros de Ravenclaw –Padma, Michael, Terry y Cho–, pero fue Luna la que contestó, encaramada en el brazo de la butaca de Ginny.
—Bueno, está la diadema perdida. Ya te hablé de ella, ¿lo recuerdas, Harry? La diadema perdida de Ravenclaw. Mi padre está intentado hacer una copia.
—Sí, pero la diadema perdida —intervino Michael Corner poniendo los ojos en blanco— se perdió, Luna. Ése es el quid de la cuestión.
—¿Cuándo se perdió? —preguntó Harry.
—Dicen que hace siglos —respondió Cho, y a Harry le dio un vuelco el corazón—. El profesor Flitwick dice que la diadema se esfumó cuando desapareció la propia Rowena. Mucha gente la ha buscado —añadió mirando a sus compañeros de Ravenclaw—, pero nadie ha encontrado ni rastro de ella, ¿no?
Todos negaron con la cabeza.
—Perdón, pero ¿qué es una diadema? —preguntó Ron y Cléa quiso golpearlo porque la pregunta se le hacía demasiado estúpida.
—Es una especie de corona —contestó Terry Boot—. Dicen que la de Ravenclaw tenía poderes mágicos, como el aumentar la sabiduría de quien la llevara puesta.
—Sí, los sifones de torposoplo de mi padre...
Pero Harry interrumpió a Luna:
—¿Y nadie ha visto nunca nada parecido?
Todos volvieron a negar con la cabeza. Harry miró a Ron y Hermione y vio su propia decepción reflejada en sus rostros. Un objeto perdido hacia tanto tiempo (a simple vista, sin dejar rastro) no parecía un buen candidato a ser el Horrocrux escondido en el castillo... Antes de que formulara otra pregunta, Cho volvió a intervenir:
—Si quieres saber cómo era esa diadema, puedo llevarte a nuestra sala común para enseñártela, Harry. La estatua de Ravenclaw la lleva puesta.
Harry notó de nuevo una tremenda punzada en la cicatriz. Por un instante, la Sala de los Menesteres se desdibujó y el muchacho vio como sus pies se separaban del oscuro suelo de tierra, y sintió el peso de la gran serpiente sobre los hombros. Voldemort volvía a volar, aunque Harry no sabía si iba hacia el lago subterráneo o al castillo de Hogwarts; pero, fuera a donde fuese, a Harry le quedaba muy poco tiempo.
—Se ha puesto en marcha —les dijo en voz baja a Ron y Hermione. Echó una ojeada a Cho y luego volvió a mirarlos—. Escuchad, ya sé que no es una pista muy buena, pero voy a subir a ver esa estatua; al menos sabré como es la diadema. Esperadme aquí y guardad bien... el otro.
Cho se había levantado, pero Ginny, muy decidida, dijo:
—No; Luna acompañará a Harry, ¿verdad, Luna?
—Será un placer —dijo la chica alegremente, y Cho se sentó con aire de desilusión.
—¿Cómo se sale de aquí? —le preguntó Harry a Neville.
—Ven.
Condujo a Harry y a Luna hasta un rincón donde había un pequeño armario por donde se accedía a una empinada escalera.
—Todos los días te lleva a un sitio diferente; por eso no nos han encontrado —explicó Neville—. El único problema es que nunca sabemos dónde saldremos. Ten cuidado, Harry; patrullan toda la noche por los pasillos.
—Tranquilo. Vuelvo en seguida.
Harry y Luna desaparecieron justo después y Cléa notó la preocupación en el rostro de Ginny, así que acercó hasta ella, palmeó su hombro y le sonrió de forma reconfortante.
Después de aquello, todos los presentes esperaron por su regreso, haciendo pequeños comentarios sobre lo que iba a pasar y recibiendo a todos los que iban llegando. Los Weasley allí presentes corrieron a saludar a los demás miembros de su familia que fueron llegando. Hermione y Ron desaparecieron después de saludarlos, diciendo que tenían que ir a un sitio. Molly y Arthur abrazaron con muchísima fuerza a Cléa al verla allí y le reprocharon el no haberse quedado en Francia, pues no querían que ella también estuviese involucrada en aquello. Fleur le comentó lo feliz que estaba de no ser la única francesa, haciendo reír a su marido y a Charlie, que estaban a su lado. Cléa se sorprendió de ver al dragonalista allí, ya que creía que estaba en Rumanía, pero al igual que ella había sido avisado para acudir en ayuda.
En algún momento, George regresó a su lado y comenzó a hacerle una pequeña y fina trenza en el pelo, como había hecho tantas veces antes. Todos los presentes, salvo Lee y Fred, parecieron sorprendidos. Sin embargo, George no le dio importancia a sus miradas y continuó haciendo la trenza hasta que terminó atándola con una goma del pelo que ella le tendió. Cléa había empezado a notar como, según los segundos pasaban, su novio se iba poniendo más tenso. Probablemente, era la única persona allí que conocía realmente lo preocupado que él estaba, porque estaba tratando de mantener una sonrisa y bromear como siempre.
Un buen rato más tarde, un ruido se escuchó y todos los recién llegados se giraron –Kingsley, Lupin, Oliver Wood, Katie Bell, Angelina Johnson, Alicia Spinnet y el resto de los Weasley— para ver como Harry tropezaba y bajaba varios peldaños resbalando.
—¿Qué ha pasado, Harry? —preguntó Lupin recibiéndolo al pie de la escalera.
—Voldemort está en camino, y aquí están fortificando el colegio. Snape ha huido. Pero... ¿qué hacéis vosotros aquí? ¿Cómo lo habéis sabido?
—Enviamos mensajes a los restantes componentes del Ejército de Dumbledore —explicó Fred—. No habría estado bien privarlos del espectáculo, Harry. Y el Ejército de Dumbledore lo comunicó a la Orden del Fénix, y la reacción ha sido imparable.
—¿Por dónde empezamos, Harry? —preguntó George—. ¿Qué está pasando?
—Están evacuando a los alumnos más jóvenes, y van a reunirse todos en el Gran Comedor para organizarse. ¡Vamos a presentar batalla!
Hubo un gran clamor y todo el mundo se precipitó hacia el pie de la escalera. Harry tuvo que pegare a la pared para dejarlos pasar. Era una mezcla de miembros de la Orden del Fénix, del Ejército de Dumbledore y del antiguo equipo de quidditch de Harry, todos varita en mano, dirigiéndose hacia la parte central del castillo.
—Vamos, Luna —dijo Dean al pasar, y le tendió la mano; ella se la cogió y subieron juntos por la escalera.
El tropel de gente fue reduciéndose, y en la Sala de los Menesteres solo quedó un pequeño grupo. La señora Weasley estaba forcejeando con Ginny, rodeadas por Lupin, Fred, George, Bill, Fleur y Cléa.
—¡Eres menor de edad! —le gritaba la señora Weasley a su hija—. ¡No lo permitiré! ¡Los chicos sí, pero tú tienes que irte a casa!
—¡No quiero!
Ginny logró soltarse de su madre, que la tenía sujeta por un brazo, y la sacudida que dio le agitó la melena.
—¡Soy del Ejército de Dumbledore y...!
—¡Una panda de adolescentes!
—¡Una panda de adolescentes que se dispone a plantarle cara a Quien-tú-sabes, cosa que hasta ahora nadie se ha atrevido a hacer! —intervino Fred.
—¡Sólo tiene dieciséis años! —gritó la señora Weasley—. ¡Todavía es una niña! ¿Cómo se os ha ocurrido traerla con vosotros? —Fred y George parecían un poco arrepentidos de lo que habían hecho.
—Mamá tiene razón, Ginny —intervino Bill con ternura—. No puedes participar en esta lucha. Todos los menores de edad tendrán que marcharse. Es justo que así sea.
—¡No puedo irme! —gritó Ginny, anegada en lágrimas de rabia—. ¡Toda mi familia está aquí, no soporto quedarme esperando en casa, sola, sin enterarme de lo que pasa...!
Su mirada se cruzó con la de Harry por primera vez. Ginny lo miró suplicante, pero él negó con la cabeza, y ella se dio la vuelta, disgustada. Cléa estuvo a punto de decir algo, pues entendía los sentimientos de Ginny a la perfección, pero no lo hizo. Porque realmente sabía que lo más justo y razonable era que ella se fuese por ser menor de edad.
—Vale —dijo con la vista clavada en la entrada del túnel que conducía al pub—. Está bien, me despediré de vosotros ahora y...
En ese momento se oyeron pasos y luego un fuerte golpazo: alguien más acababa de salir del túnel, pero había perdido el equilibro y se había caído. El recién llegado se levantó agarrándose a la primera butaca que encontró y miró alrededor a través de unas torcidas gafas de montura de concha. Cléa frunció el ceño al notar como los miembros de la familia se ponían tensos y al notar como George apretaba su mano con fuerza. Lo observó. Observó aquel cabello pelirrojo y aquel rostro con pecas y en seguida supo de quien se trataba, a pesar de que solo lo había visto en fotografías y en el reloj de la Madriguera.
—¿Llego tarde? ¿Ha empezado ya? Acabo de enterarme y... y...
Percy se quedó callado. Era evidente que no esperaba encontrarse a casi toda su familia allí reunida. Hubo un largo silencio de perplejidad, que, en un claro intento de reducir la tensión, Fleur interrumpió preguntándole a Lupin:
—Bueno, ¿cómo está el pequeño Teddy?
—Oh, ¡no sabía que Tonks y tú ya habíais tenido un hijo! —exclamó Cléa con cierta alegría, queriendo ayudar a la otra francesa con la tensión—. ¡Enhorabuena!
Lupin las miró parpadeando, atónito. Los miembros de la familia Weasley cruzaban miradas en silencio, un silencio compacto como el hielo.
—¡Ah! ¡Muy bien, gracias! —respondió Lupin en voz demasiada alta—. Sí, Tonks está con él, en casa de su madre.
Percy y los restantes Weasley seguían mirándose unos a otros, petrificados.
—¡Aquí tengo una fotografía! —exclamó Lupin. Y tras sacarla del bolsillo de la chaqueta se la enseñó a Fleur, Cléa y Harry; en ella, un diminuto bebé con un mechón de pelo azul turquesa intenso miraba a la cámara agitando unos puños regordetes.
Cléa se murió de ternura al ver la fotografía. Ese bebé le parecía la cosa más adorable que había visto en mucho tiempo y sintió ganas de conocerlo en persona y cargarlo en sus brazos.
—¡Me comporté como un imbécil! —gritó Percy, tan fuerte que a Lupin casi se le cayó la fotografía de las manos—. ¡Me comporté como un idiota, como un pedante, como un...!
—Como un pelota del ministerio, como un desgraciado y como un tarado ansioso de poder —sentenció Fred.
—¡Tienes razón! —aceptó Percy.
—Bueno, no está del todo mal —dijo Fred tendiéndole la mano a su hermano.
La señora Weasley rompió a llorar. Apartó a Fred de un empujón, se abalanzó sobre Percy y le dio un fuerte abrazo, mientras él le daba palmaditas en la espalda mirando a su padre.
—Perdóname, papá —dijo Percy.
El señor Weasley parpadeó varias veces, y entonces también fue a abrazar a su hijo.
—¿Qué fue lo que te hizo entrar en razón, Perce? —preguntó George.
El fuerte agarre que había mantenido hasta ese entonces en la mano de Cléa, disminuyó y de esa manera, la rubia comprendió que, a pesar del rencor que había acumulado hacia su hermano mayor en los últimos años, acababa de perdonarlo.
—Llevaba tiempo pensándolo —repuso Percy mientras, levantándose un poco las gafas, se enjugaba las lágrimas con una punta de su capa de viaje—. Pero tenía que encontrar una forma de salir del ministerio, y no era fácil porque ahora se encarcelan a los traidores. Conseguí ponerme en contacto con Aberforth y hace sólo diez minutos me dijo que en Hogwarts se estaba preparando la batalla, así que... aquí me tenéis.
—Así me gusta. Nuestros prefectos tienen que guiarnos en momentos difíciles —dijo George imitando el tono pomposo de Percy—. Y ahora subamos a pelear, o nos quitarán a los mejores mortífagos.
—Entonces, ahora somos cuñados, ¿no? —dijo Percy estrechándole la mano a Fleur y luego llevó la mirada hacia Cléa—. ¿Ella es...?
—Mi novia —terminó George la frase—. Cléa Lacroix.
—Es un placer, Percy —éste agradeció la cálida sonrisa que le dedicó y estrechó su mano—. Ahora por fin ya conozco a todos los Weasley.
Después, Bill, Fred, George, Charlie, Lee, Percy y Cléa corrieron hacia las escaleras, para luego adentrarse en los pasillos del castillo. Se detuvieron en una equina y se miraron entre sí.
—Cléa debería venirse con nosotros —sugirió Bill y Fleur asintió.
Sorprendentemente, no fue George, si no Fred y Lee quienes estuvieron a punto de replicar. Ellos querían permanecer los cuatro juntos, como debía ser ya que eran grandes amigos; sin embargo, sabían que debían dividirse para cubrir todos los francos posibles.
—Me parece bien —aceptó Cléa—. Así tendré a alguien que me entienda cuando me ponga a insultar a los mortífagos en francés.
Fleur rio por lo bajo.
—De acuerdo —murmuró George, aunque no parecía contento con la idea de separarse, y luego miró a Bill—. Asegúrate de cuidarla, ¿vale?
—No te preocupes, George, no permitiré que le suceda nada a tu bella novia y a mi encantadora cuñada —aseguró el mayor.
George y Cléa se abrazaron con fuerza durante unos minutos y al separarse, se dieron un pequeño beso.
—Estaré bien, Georgie, puedo cuidarme muy bien yo solita —susurró la rubia—, así que preocúpate más por ti.
George asintió con una pequeña sonrisa y dijo:
—Nos reuniremos cuando todo esto acabe, te daré el beso de tu vida y celebraremos la victoria, juntos, por todo lo alto.
—Por supuesto.
Volvieron a abrazarse y antes de que los tres grupos –Charlie y Percy, George, Fred y Lee, y Bill, Fleur y Cléa– se separasen. Cléa corrió a abrazar a Fred y Lee, y los tres amigos se fundieron en un fuerte abrazo, al que George se unió segundos después y en el que intercambiaron palabras de ánimo y suerte.
Finalmente, cada grupo siguió su camino.
Los gemelos y Lee acabaron en primer lugar en uno de los balcones de Hogwarts, observando como la barrera que habían puesto los profesores alrededor del castillo era destruída lentamente por los seguidores del Señor Tenebroso.
Lee se alejó de ellos por unos segundos para asegurar el perímetro y porque imaginó que sus dos mejores amigos, como gemelos que eran, necesitaban unos segundos para estar solos. Ninguno de los pelirrojos decían nada, pero se podía palpar la tensión, la preocupación y la inseguridad que empezaban a sentir. Sus cuerpos temblaban ligeramente, pero ambos lo ocultaban para no preocupar al otro. George tragó saliva, se humedeció los labios y habló:
—¿Estás bien, Freddie?
—Sí.
Georgie sonrió y le dio un leve codazo para que lo mirase.
—Yo también.
Los dos sonrieron ahora y regresaron su vista al frente, a la misma vez que Lee regresaba con ellos. Ninguno de los tres amigos podía imaginar lo que estaba a punto de pasar y quizás la decisión que antes habían tomado resultaría ser el mayor error que cometerían aquella noche y también en todo lo que les quedaba de vida. La decisión que habían tomado junto con Cléa minutos atrás. La decisión que volverían a tomar ellos tres minutos después. Esa horrible y nada certera decisión. Esa decisión que quizás los destruiría... Separarse.
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Soy tan cruel que tendréis que esperar a ver que sucede en el próximo capítulo. En realidad, no ha sido por ser cruel, si no porque el capítulo me estaba quedando tan largo que he tenido que dividirlo en dos partes.
Marie Weasley.
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