fifty-nine.
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CAPÍTULO NARRADO VII
¿QUIERES INTENTARLO?
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Arthur y Fred Weasley se aparecieron en el patio trasero de su hogar de un momento a otro, intercambiaron un pequeño abrazo de alivio y júbilo por haber sido capaz de cumplir su objetivo: llevar sano y salvo a Harry Potter a la Madriguera, pero también mantenerse con vida.
—¿Somos los últimos? —preguntó el mayor. Entonces, padre e hijo miraron a los presentes, comprobando que todos estuvieran allí—. ¿Dónde está George?
En cuanto dijo aquello y no recibió respuesta, Fred echó a correr a toda prisa hasta al interior de la casa, lleno de angustia y temor, seguido de los demás. Los rostros de todos los miembros de la familia Weasley, junto a los de Harry, Hermione y Fleur, palidecieron al ver el estado en el que se encontraba el otro gemelo de la familia, George. Una gran cantidad de sangre salía del lugar en el que alguna vez había estado su oreja izquierda; además, estaba pálido y desorientado, aquejado de fuertes dolores por la herida abierta.
El cabeza de familia, Arthur, apretó los labios mientras observaba a su hijo con tristeza; quizás en un intento de contener las lágrimas. Molly acariciaba con suavidad y ternura el cabello de su hijo, tratando de hacerlo sentir mejor. Fred no tardó en ponerse de rodillas a su lado, con el cuerpo emitiendo algunos temblores, pero sin saber muy bien que hacer, pues estaba aterrado de ver a su otra mitad en esa condición.
—¿Cómo estás, Georgie? —se atrevió a preguntar, tratando de mantener la voz estable.
—E-Estoy doloído —murmuró como respuesta el mencionado.
—¿Cómo? —inquirió Fred, sin entender.
Fue entonces cuando George abrió los ojos después de todo aquel rato allí tumbado y observó a su gemelo. Podía notar perfectamente la preocupación que sentía en sus ojos.
—Dolor de oído. Ido de oído. Ido de oído —explicó—, Fred, ¿lo pillas?
Su gemelo negó con la cabeza con una sonrisa, a la misma vez que algunos de los presentes también sonreían. Sonreían porque George seguía siendo el mismo incluso en esa situación. Sonreían porque aun fuera capaz de bromear. Sonreían porque parecía tomárselo con optimismo. Quizás para no preocuparlos, pero era bueno que fuera así, que fuera fuerte y no se dejara asustar por aquello, por haber perdido una oreja; pues si hubiese tenido mala suerte, podría haber ocurrido una cosa muchísimo peor.
—Con la cantidad de gracias que hay en el mundo, y se te ocurre esa tontería: doloído —casi pareció que reía mientras hablaba—. Es penoso.
—Aun así estoy más guapo que tú —replicó George en un susurro.
Después de aquello, el mayor de los hermanos, Bill, anunció que Ojoloco Moody había fallecido porque Mundungus se había desaparecido en plena batalla, con tan solo mirar una vez a Voldemort, delatando así que no era el verdadero Harry Potter. El silencio reinó en la sala y la tristeza invadió todavía a más a los presentes. Muy en el fondo, Fred agradeció que no fuese la muerte de su hermano la que se estuviese anunciando y George agradeció haberse podido librar de ese destino, pese que Moody no había tenido la misma suerte.
Cuando el amanecer estaba por llegar, una nueva persona de cabellera rubia apareció en el patio de la Madriguera, cargando una pequeña maleta. Estuvo unos cuantos segundos sin moverse, parpadeando, para recuperarse de la aparición; sinceramente, no era algo que se le daba verdaderamente bien, siempre acababa ligeramente mareada. Cuando se recompuso, se acercó hasta la puerta trasera y dio varios golpes con los nudillos. No esperaba que nadie le abriese por lo temprano que era y creía que tendría que utilizar la magia para entrar, pero para su sorpresa una mujer de cabellos rizados y pelirrojos la recibió.
—¡Cléa, querida! —exclamó Molly con una gran sonrisa.
—¡Señora Weasley! —consiguió decir antes de que la mujer la abrazase.
Un abrazo que correspondió con gusto y con una fuerza similar a la que la mujer aplicaba, después de soltar la maleta. La señora Weasley había extrañado a Cléa muchísimo, pues había pasado casi un año desde la primera y última vez que la había visto. Por eso, y también por lo que había sucedido la noche anterior, la abrazó con muchísima fuerza. Unos minutos más tarde, se separaron y la invitó a entrar.
—No te esperábamos hasta unas horas más tarde —comentó la mayor.
—En realidad, mi intención era haber venido ayer, pero surgieron unos contratiempos y no pude —contó la menor mientras bajaba la mirada. Le dolía recordar lo sucedido con Flora.
—Mejor así, aquí también sucedieron algunas cosas ayer y no me hubiera gustado que te hubieses visto en vuelta.
La rubia vio como la pelirroja desviaba ahora la mirada y pudo ver la tristeza y preocupación en el brillo de sus ojos. Entonces, la preocupación también la invadió a ella.
—¿Qué sucedió? —quiso saber.
—¿Sabes que ayer se tenía que trasladar a Harry de forma discreta y segura, no? —preguntó primero Molly, Cléa asintió.
Lo sabía porque desde hacía meses, desde poco después de que George la visitara en Francia, se había vuelto colaborada de la Orden del Fénix. El pelirrojo había convencido a los mayores para que pudiese hablar de la organización a la rubia y tras muchas pegas, accedieron, después de que Arthur asegurase que Cléa era una gran persona y podría ser una gran ayuda, debido a que era dueña de una revista y podría informar al mundo con lo que sucedía, además de obtener información confidencial de una forma u otra. Finalmente, George se lo había contado a Cléa y aunque ella no se había unido a la orden como tal, había decidido ayudarlos en lo máximo posible. Por eso, estaba informada sobre casi todos los movimientos que hacían.
—Pues resulta que debemos de tener un traidor entre nosotros, porque los Mortifagos y el propio Voldemort aparecieron y se volvió un batalla —un suspiro escapó de sus labios—. Uno de los nuestros, Alastor Moody murió —Cléa se entristeció por la noticia pues lo conocía y se alarmó al escuchar lo siguiente—, y nuestro George, él... salió herido.
Antes de que Molly tuviera la oportunidad de decirle que había pasado, de qué forma había salido herido, Cléa volvió a soltar la maleta y corrió hacia las escaleras de la casa. Subiendo los escalones de dos en dos y lo más rápido posible, no tardó en llegar a la habitación de los gemelos, donde abrió la puerta con brusquedad. Fred que ya estaba medio despierto, se sobresaltó tanto que estuvo a punto de caerse de la cama y George se despertó de inmediato. Por un momento, mientras se rascaba los ojos, creyó que era su madre quien había entrado para despertarlos y obligarlos a ayudar con las preparaciones de la boda. Pero rápidamente distinguió aquella melena rubia que tanto le gustaba.
—Clé-... —ni siquiera pudo terminar de pronunciar el nombre.
La francesa había corrido hasta su cama y se había subido a ella. Y esta ni siquiera tuvo que preguntar cuál era la herida que había recibido, pues los vendajes que cubrían parte de la cabeza del pelirrojo se lo hicieron saber. Y también le hicieron saber, por los rojos que estaban, en cierta parte, que la herida estaba todavía abierta.
—George, t-tu oreja...
El mencionado no pudo hacer otra cosa que desviar la mirada. No podía soportar ver el terrible dolor y miedo que reflejaban aquellos ojos azules que pertenecían a la mujer que quería. Ni tampoco podía soportar notar los temblores que sacudían su cuerpo. No fue hasta que algo húmedo cayó sobre su mejilla que volvió a mirarla y vio como ella había comenzado a llorar. Se le partió el alma al verla así. Se sintió terriblemente mal por hacerla preocupar, por hacerla sufrir, por hacerla llorar, cuando lo que más le gustaba en el mundo era verla sonreír.
Le hubiera gustado que ella no se preocupase al verlo así, pero sabía que eso era imposible. ¿Qué persona no se vería afectada al ver a una persona que quería herida de esa forma? Si hubiese sido al revés, si ella hubiese sido la herida, probablemente él estaría igual que ella.
—Estoy bien —trató de asegurarle—. No ha sido para tanto, así que, por favor, no llores, Cléa.
—¿Qué estás bien? ¿Qué no ha sido para tanto? —replicó la otra, incrédula—. Podrías haber muerto, e-estúpido pelirrojo—musitó en un hilo de voz, tembloroso.
Un fuerte sollozo brotó de la garganta de la rubia y esta incapaz de controlar sus emociones, escondió la cabeza en el cuello mientras que dejaba que las lágrimas la desbordasen. El pelirrojo no tardó en rodearla con fuerza con los brazos, buscando sentir su calor y a la vez, consolarla; sin embargo, las lágrimas también salieron de sus ojos. Porque sabía que ella tenía razón. Porque él mismo había pensado en ello muchas veces aquella noche. Porque aunque había tratado de ser optimista, la realidad le pesaba. Porque sabía que si no hubiera tenido suerte, ahora mismo estaría muerto y toda su familia y la rubia estarían llorando su perdida, olvidándose de la boda y de todo lo demás.
Escuchó como ella lo llamaba estúpido en varias ocasiones y cada vez, él le pedía disculpas o reconocía que lo era. Fred se acercó hasta ellos al rato, sentándose en la cama y después, dándole suaves caricias en la espalda a Cléa para reconfortarla. Él entendía sus sentimientos, su miedo, mejor que nadie. Él también había pensado que su gemelo podría haber muerto y eso lo destrozaba, partía su corazón en pequeños pedacitos, pero había luchado para no llorar porque no quería hacer sentir mal a George, más de lo que probablemente se sentía ya.
Trascurrieron unos largos veinte minutos hasta que lágrimas de Cléa finalmente se acabaron y ella fue capaz de recuperar la compostura. Fred le dio la bienvenida entonces y luego les dijo que iba a bajar a desayunar y a ayudar con los preparativos de la boda para que su madre no le regañase; pero eso no fue más que una excusa para dejarlos solos, pues imaginaba que eso era lo que más necesitaba la pareja aun por formalizarse.
Después de su marcha, Cléa se incorporó y separó de George un poco para dejar que él se sentase y se pusiese cómodo sobre la cama. Sin decir palabra, ella pasó la yema de los dedos por encima del vendaje, procurando no hacerle daño, y él sonrió con tristeza al notarlo.
—Lo siento —volvió a decir él.
—No vuelvas a hacerme pasar por algo así —le advirtió ella.
El pelirrojo se limitó a asentir y a limpiar las lágrimas restantes de las mejillas de la chica. Mientras lo hacía, pudo ver como ella sonreía ligeramente y el alivió lo invadió.
—Por cierto, ¿has venido con Flora? —inquirió George, cambiando de tema—. Debería ir a saludarla y presentarla a la familia para que no se sienta incomoda.
—No va a venir—se apresuró a decir Cléa y luego bufó.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —preguntó, preocupado.
—Encontré esa carta tuya extraviada —los ojos del contrario se abrieron de par en par, sin entenderla del todo—. Resulta que Errol no perdió la carta por el camino, si no que Flora la cogió y la escondió —suspiró. La decepción y la rabia que había sentido al descubrirlo, seguían presentes—. La encontré en uno de los cajones de su tocador hace dos días.
—P-Pero... —estaba confundido. No podía creerlo—. ¿Por qué ella haría algo así?
—Está enamorada de mí —respondió ella, haciendo una mueca.
—Ah... —George se llevó una mano a la nuca, masajeando la zona, y reteniendo el aire en sus pulmones durante unos segundos, mientras pensaba que decir—. Entonces, la teoría de Fred y mía era correcta...
—¿¡Qué!?
—Durante vuestra estancia en Hogwarts, nos dio la sensación de que Flora te miraba básicamente de la misma manera que yo te miraba a ti —explicó el pelirrojo, con cierta inseguridad. Quizás debería habérselo contado a la rubia.
—Pues acertasteis —dejó escapar un suspiro desganado.
—Eso parece, pero no puedo creer que hiciera algo así. Es decir, entiendo que pudiese sentirse celosa porque ella llevaba más tiempo en tu vida que yo, pero eso ni de lejos puede justificar que abriera una carta dirigida a ti y luego la escondiese.
—Eso mismo le dije yo.
George de verdad entendía los sentimientos de Flora. Podía entender su miedo a confesarse. Podía entender sus celos; él los había sentido con aquel chico de Hufflepuff que invitó a Cléa al baile o con el propio Dimitri. Podía entender aún más porque se había enamorado de Cléa. Pero no podía entender lo demás, ni mucho menos podía perdonarla, por la angustia que le había producido al esconder su carta de Cléa y por ello, no recibir respuesta alguna.
—Así que nuestra amistad se ha terminado —anunció la rubia, soltando un nuevo suspiro. Tantos años juntas y ahora todo se había ido por la borda—. Me he trasladado al apartamento de Dimitri mientras terminó de buscar un buen lugar que alquilar.
—Hm... —el pelirrojo asintió—. Más importante —continuó con cierta duda—, ¿entonces, ya sabes lo que escribí en esa carta?
—Sí —ella rio al ver su expresión llena de nerviosismo y vergüenza—. Me sentí muy feliz al leer tu confesión, nunca nadie me había escrito algo tan bonito.
—Ni yo nunca había escrito algo tan bonito para alguien —confesó, dejando la vergüenza de lado—. Pero tú lo merecías.
—Estúpido —farfulló ella, siendo ahora la que se avergonzaba—. Ojalá te hubiese podido responder en su momento y más cuando hablando, no soy capaz de decir cosas tan cursis.
Ambos rieron ante aquello. George sabía a la perfección que la rubia sólo era buena con las palabras escritas, pues con las habladas siempre acababa haciéndose un lío o siendo demasiado brusca debido a su elevada sinceridad.
—No necesito que respondas ahora, Cléa, sé perfectamente lo que sientes —sus ojos se encontraron y él le sonrió—, igual que tú sabes lo que yo siento, incluso sin haberte escrito esa carta. El único motivo por el que lo hice, es porque necesitaba expresarlo.
—Pero yo también quiero expresarlo —replicó, haciendo un puchero.
—En ese caso, siempre me puedes escribir una respuesta a mi confesión cuando regreses a París —sugirió en broma para después reír.
—No es mala idea, pero creo que hay otras formas de expresarlo —le dedicó una mirada y una sonrisa coquetas, para después morderse ligeramente el labio inferior.
George fue a preguntar a qué se refería, pero antes de poder hacerlo, sus labios ya habían sido capturados y cubiertos por los ajenos. Cléa lo había besado sin más preámbulos, sin más dudas, sin más esperas, y él se sintió morir de felicidad cuando saboreó el brillo labial de frambuesas que ella siempre se ponía, cuando notó como aquellos labios se movían lenta y dulcemente sobre los suyos, produciéndole una sensación que nunca antes había experimentado con otra chica. Eso, claramente, confirmaba que ella era la mujer de su vida.
Sus labios correspondieron el beso y sus brazos rodearon la fina cintura de la rubia, de la misma manera que ella rodeaba su cuello. El besó no tardó en volverse frenético, ansioso y desesperado, pues ninguno era capaz de contener por más tiempo los sentimientos que tenían por el otro, ni el deseo que habían reprimido de querer besarse, de querer entregarse al otro y hacerse saber mutuamente lo mucho que habían esperado por aquel momento.
George, entonces, apretó el agarre que ejercía sobre su cintura y la obligó a elevarse, para hacer que se sentara en su regazo con las piernas dobladas a ambos lado de su cuerpo. El beso se cortó durante unos segundos, los suficientes para que ella se acomodase y para que ambos tomasen aire, antes de comenzar un nuevo beso mucho más pasional que el anterior. Sus lenguas se enzarzaron en una lucha frenética, en la que casi parecía que buscaban averiguar quién iba ganando, y exploraban la cavidad del otro, como si les fuera la vida en ello.
Las manos del pelirrojo se deslizaron de su cintura hasta su trasero, el cual apretó un poco, y de este a sus muslos; repitiendo la acción varias veces, pues sus manos parecían no poder quedarse quietas. En cambio, las de rubia sólo acariciaban de vez en cuando su nuca y rostro, o tiraban suavemente de sus cabellos pelirrojos; quizás solo hacía eso, porque él estaba herido y temía terminar haciéndole daño.
No fue hasta que un gemido escapó de los labios de Cléa cuando George mordió su lengua, que ambos notaron la falta de aire y tuvieron que detenerse. Los dos podían notar como sus corazones corrían como locos y como sus respiraciones eran entrecortadas. Cléa percibió un brillo travieso en los marrones ojos de él y George pudo vislumbrar una sonrisa coqueta en los hinchados labios de ella. Estaba claro que ambos habían disfrutado bastante.
Quizás no había sido el beso tierno y dulce que se esperaba de dos personas que se querían y se besaban por primera vez. Pero incluso si sus cartas detonaban lo contrario, ninguno de ellos era verdaderamente cursi o excesivamente romántico. Ellos dos eran personas impulsivas y pasionales, con sus toques de ternura y delicadeza, pero que no eran dos románticos inexpertos que se avergonzaban de intercambiar contacto físico y aunque se habían demorado la vida en besarse, eso sólo había ocurrido por la distancia y porque Cléa no quería inicializar una relación sin tener todos los cabos de su vida bien atados. Sin embargo, eso todavía no había pasado y ella había inicializado el beso. ¿Por qué? Porque después de leer la confesión de George, no había querido tener que esperar más tiempo para transmitirle lo que sentía.
—Te quiero, Georgie —dijo sin más y con completa sinceridad.
No había duda en el brillo de sus ojos, ni mucho menos en su corazón. Y George lo sabía. Lo sabía porque él tampoco tenía duda alguna sobre sus propios sentimientos. Una sonrisa se formó en sus labios, una sonrisa que provocó que ella también sonriese y de esa manera, él consiguió justo lo que más quería ver en ese momento. Esa hermosa curva que formaban los labios ajenos y que lo había cautivado aquella noche cuando los alumnos de Beauxbatons habían llegado a Hogwarts. Esa curva que le había enamorado.
—Lo sé —reconoció él—. Yo también te quiero, Cléa.
—También lo sé —su risa aterciopelada y llena de acento francés resonó en la estancia.
George robó un nuevo y fugaz beso de sus labios y luego le mordió el inferior, igual de rápido, a lo que ella terminó riendo con más ganas.
Quedaron en silencio después. Solo disfrutaron de la compañía y las caricias del otro. También de las sonrisas y los cortos besos que intercambiaban de vez en cuando. Felices, satisfechos, embriagados por el otro, olvidando todo lo demás, tanto la boda que comenzaría en unas horas como el hecho de que él podría haber perdido la vida la noche anterior. Nada de eso importaba, solo ellos dos.
—¿Quieres intentarlo? —preguntó Cléa de repente, pero no sin haberlo meditado durante todo el tiempo que habían permanecido en silencio—. Sé que será complicado y doloroso, sobre todo porque no podremos vernos siempre que queramos o lo necesitemos, pero tampoco creo que vaya a ser muy diferente a lo que tenemos ahora y no perdemos nada por intentarlo.
—¿Intentar el qué? —inquirió George con el ceño fruncido y confuso.
—Ser pareja —esas dos únicas palabras, que habían salido con tanta facilidad de los labios ajenos, consiguieron que el corazón del pelirrojo diese un brusco vuelco.
—¿Eh? —parpadeó varias veces seguidas—. ¿Me estás pidiendo salir?
—Sí, ¿o acaso no quieres ser mi pelirrojo novio británico? —preguntó con dramatismo, mientras aguantaba la risa por la expresión de él.
—No es que no quiera, pero estás tomando demasiado la iniciativa en esta relación —replicó él, con fingida molestia, mientras negaba con la cabeza-—. Primero me besas y ahora me pides que seamos pareja, ¿dejarás que haga yo algo por primera vez?
—Bueno, te puedo asegurar que hay algo en lo que tú serás el primero —su tono de voz fue pícaro mientras habló, al igual que la sonrisa con la finalizó.
—¡Por Godric, Cléa! ¡Y luego soy el que lanza indirectas súper directas! —exclamó, gratamente sorprendido al entender el sentido de sus palabras-. Esta vez tú me has superado por mucho.
—Lo siento por ser tan directa, no lo puedo evitar —dijo ella encogiendo los hombros y poniendo una cara inocente—. Pero, ¿realmente quieres que deje de serlo?
—Para nada, es una de las cosas que más me gusta de ti —reveló sin dudar—. Tendría serios problemas si me gustase una chica que no es directa o que no fuese capaz de pillar mis indirectas con facilidad —probablemente, porque entonces nunca avanzarían.
—¿Entonces, cuál es tu respuesta? ¿Quiere intentarlo? —inquirió ella de nuevo.
—¿De verdad necesitas que lo diga? —rio. La respuesta era obvia—. Claro que quiero intentarlo, claro que quiero ser tu pelirrojo novio británico, porque quiero que tú seas mi rubia novia francesa —respondió al fin y ella sonrió con felicidad.
Se besaron de nuevo y sellaron su amor una vez más.
Habían pasado casi tres años desde que se habían conocido y un poco menos desde que se habían comenzado a gustar y después a enamorar, y por fin, después de todo ese tiempo, su relación se había formalizado y comenzado. Por fin, ninguno de los dos tenía que contener más sus sentimientos y deseos, ahora podían cumplirlos y gritarlos a viva voz.
Pero, ¿por qué Cléa lo había besado y le había pedido intentarlo si todavía tenía muchos cabos que atar, y ese era el motivo por el cual no habían comenzado a salir el verano pasado? Porque no quería arrepentirse. Porque se había asustado al verlo herido de esa forma. Porque temía perderlo sin que él supiera todo lo que sentía. Porque temía que cuando todos sus cabos estuviesen atados, él ya no estuviese allí a su lado, en aquel mundo. Porque la situación que vivían los magos y brujas de Inglaterra era terrorífica y sus vidas podían acabarse de un momento a otro, sobre todo los de aquellos que estaban contra el Señor Tenebroso y sus seguidores, y sin duda la familia Weasley era uno de sus mayores opositores. No quería tener remordimientos por no haber estado con él cuando podría haberlo estado. No quería esperar a un futuro en el que todo estuviese solucionado y la paz reinase, para estar con él. Por eso, había tomado la iniciativa y había querido formalizar su relación. Porque quería estar a su lado y amarlo con todas sus fuerzas desde ese momento hasta el último de sus vidas.
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Sí, lo sé, habéis estado mucho por este momento, pero al fin lo tenéis. Espero que os haya gustado y esas cosicas. ♥
Marie Weasley.
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