Recuerdos de la Guerra Civil

Dade City, Florida
Octubre del 2019

El día había transcurrido como todos los días de venta en otoño. El dueño del establecimiento dedicado a las piezas de colección de la Guerra Civil Americana no había vendido nada.  El hombre estaba acostumbrado, entre octubre y diciembre era cuando le tocaba renegar de su suerte.  Le sobraba el tiempo para preguntarse cómo paró en la Florida tras trabajar treinta años como educador de Escuela Superior en Cleveland, Ohio.

No era necesariamente una idea original. Todos los retirados terminan en Florida. Año tras año seguirán llegando y eventualmente, el peso de sus carros de golf, hará separarse a la península de sus fronteras compartidas con Georgia y Alabama y flotar a la deriva, hasta perderse en las profundidades inciertas del océano Atlántico.

Mientras tal cosa sucedía, Milton Grace, quien ahora llevaba el apodo «Mike» para encajar en pueblo pequeño, atendería su tienda, en la cual había invertido gran parte de su fondo de retiro. Era preferible pensar esto que dar con la realidad que, desconociendo valores de propiedad, gastó más de lo que debía, comprando un establecimiento retirado de todos los puntos urbanos, escondido en un recoveco de Dade City.

La ciudad demostró no ser tal, más bien era un estrecho con pretensiones de pueblo en medio de un sector agrícola. En cinco años, Mike solo había expandido sus horizontes en el área de los cítricos. Una vez, tras una conversación animada, acabó negociando un par de balas de un mosquete Springfield 1861 por un saco de kumquats. Para los locales no eran más que mini-naranjas glorificadas. Pero el tendero las puso a buen uso.

Milton «Mike» Grace, se convirtió en vendedor de dulce de cítrico, lo cual le generaba una ganancia marginal en el tiempo muerto de otoño, cuando ya no se podía contar ni con un manojo de turistas perdidos que encontrase el camino a su tienda.

El problema era que el tiempo muerto parecía extenderse de manera peligrosa. Lo que para Mike no era más que una fuente de ingreso y una forma de mantenerse en contacto con lo que sabía de historia, se había politizado de la forma más grave. Las tensiones raciales estaban a flor de piel y ahora, además de entre blancos y negros, también surgían problemas tocantes a hispanos. Su pequeño pueblo en Florida se estaba convirtiendo en un punto de convergencia, y los elementos para la tormenta perfecta comenzaban a asomarse.

Dade City era parte de un condado rojo: conservador en gran manera. Esto no molestaba a Mike; durante años, elementos dispares parecían encontrar algo en común cuando se trataba de defender a Dios y familia. Típicas postales de los años 50, donde todos conocían a todos, y si algún elemento se consideraba indeseable, se ignoraba en público y se discutía en casa.  De un tiempo a esa parte, sin embargo, iban llegando individuos inaceptables al pueblo. Gente que, guiados por ideas erróneas, acababan apegándose a su establecimiento.

Justo el caso de un hombre que recién se acercaba a demandar del tendero, tras haber hurgado entre todo lo que no estuviese protegido tras un escaparate.

—¿Dónde carajos se puede conseguir una Reb-Roja decente en este hoyo de pueblo? —El tipo no hizo contacto visual con Mike; no porque se arrepintiera de sus palabras, si no por considerar más interesante hacer sentir menos al hombre detrás del mostrador.

—Lo lamento, caballero. Las banderas confederadas que posee esta tienda están reservadas para la compra por coleccionistas licenciados. —Mike mentía con todo propósito. Tenía banderas confederadas disponibles y, por Dios, le hacía falta la venta. Sin embargo, la esvástica tatuada en tinta negra en el brazo derecho de su deplorable cliente exigía que tomara buenas decisiones. Mientras hablaba con el hombre, tomaba una nota mental de su apariencia. En las últimas semanas, se habían presentado un par de incidentes de crímenes de odio y de seguro el Alguacil estaría interesado. Dos metros de estatura, rubio cenizo, de ojos oscuros, con un rapado que permitiría leerle los pensamientos si algo se alojara en esa cabeza... nada nuevo. Neo-Nazi de variedad de jardín.

—¿En serio? —El hombre, quien además debía ser al menos unos treinta años menor que Mike, bufó frustrado—.  ¿Vas a venir con esta excusa, viejo de mierda? ¿Eres uno de esos liberales del coño que andan imponiéndose a la gente?

El asalto verbal fue interrumpido por la llegada de un joven trigueño de cabello color azabache y un tipo blanco un poco más rubio que el Neo-Nazi exaltado. El joven de cabello oscuro tocó el brazo de su acompañante y levantó los ojos hacia el mostrador. Desde su ángulo de entrada en la puerta había notado el arma alojada a la altura de la cintura del hombre frente a Mike. El tendero pareció captar su mirada de alarma. Su amigo, sin embargo, hizo un ademán exagerado mientras ajustaba sus gafas de aviador.

—¿Qué diablos, Julio? No hay por qué espantarse. Aunque te advertí que no olvidaras la salsa verde. No creo que sea problema. Mike va a entrarles a esas tortillas como sea. Eres el único que lo complace con tacos de calabacín.

La expresión tan imprudente sin lugar tentó al hombre, quien desde hacía unos cuantos minutos había decidido optar por la violencia. Con la agilidad que describe a un tirador nato, el delincuente se acomodó en un punto de ventaja, apuntando a los recién llegados y ordenándoles que, junto con Mike, se separaran del mostrador.

—Un viejo inútil, un mojado y un traidor a la raza parados al borde de un escaparate. Sin duda este es el comienzo de un chiste.

El tipo no les quitó los ojos de encima mientras caminaba hacia la puerta. Había estado lo suficiente en la tienda como para hacer el recorrido por el amplio pasillo sin tener que dar la espalda. Echó el seguro de la puerta y bajó la cortina. La lógica indicaba que si pensaba solo asaltarlos, no había necesidad de bloquear su escape. Pudo gritarles que ninguno de los tres saldría vivo de ese asunto; la carencia de palabras no hacía el hecho menos evidente.

—¡Siempre pasa lo mismo! No hago más que proponerme pasar una temporada tranquila en Dade y tiene que venir un pendejo a arruinarme las vacaciones. —El individuo rubio y delgado trilló los dientes y se rascó la barbilla, visiblemente molesto, ignorando el silente ruego de Mike y agradeciendo que Julio guardara una actitud templada. Después de todo, el empleado de la taquería y él se conocían desde que Julio le llegaba a la altura de la rodilla a un saltamontes.

El asaltante y asesino en potencia no dejaba de encontrar la situación hilarante. De los tres, el rubio era el que menos le preocupaba. Su aspecto demacrado indicaba una salud decadente. Un tiro sería un favor. Era hora de ser generoso. Extendió su brazo para disparar, y antes de que sus labios se curvaran en una sonrisa, se llevó la sorpresa de su vida.

Sus víctimas estaban a al menos tres metros de distancia, agrupados contra una esquina. Mike al centro, flanqueado por Julio y el rubio desahuciado. Se le hizo imposible que en un abrir y cerrar de ojos, la mano del hombre que había intentado matar estaba apretando su muñeca. El alarido de dolor se hizo más intenso cuando el rubio no solo viró su brazo para desarmarlo, sino que le jaló con suficiente fuerza como para provocar una dislocación.

El dolor le hizo trastabillar y el rubio aprovechó para empujarlo de manera tal que el asaltante cayó sobre su costado. Con un rápido movimiento y en control de la situación, dejó caer su rodilla en peso contra el costado del hombre caído y presionó su brazo dislocado hacia atrás. Sin pensarlo mucho comenzó a partirle los dedos. Crack tras crack se escuchaba sobre los alaridos de dolor. Mike estuvo a punto de desfallecer, mientras Julio le sostenía. Había visto cosas peores.

—Todo lo que has dicho es incorrecto, amiguito. —Esta vez el rubio sonrió, frunciendo un poco la nariz, una expresión que hizo al asaltante pensar en un gato. La imagen mental fue tan inesperada que le espantó el dolor por un instante. El tipo trató de hablar, mientras que el rubio, quien momentos antes corto el paso del aire a su garganta, lo levantó del suelo como si fuese un muñeco—. Como decía, Mike no es un viejo inútil, es un hombre honrado. Julio es tan americano como cualquiera. Es tercera generación en Dade City. Eso, si no quieres sumar lo obvio, que América es todo un maldito continente.  ¿Y yo? ¿Traidor a la raza? ¿De qué raza hablas, idiota? Ni siquiera soy humano.

—Jax, piensa bien lo que vas a hacer... 
La advertencia de Julio fue tomada en cuenta, pero todavía quedaba un error por clarificar. El hombre que hace unos minutos parecía tener el control total de sus vidas ahora gemía como un niño. El rubio le permitió tomar una bocanada de aire y mientras se recuperaba, el terror se hizo evidente en sus ojos. El hombre a quien el mexicano llamó Jax no estaba enfermo. Estaba muerto. Era un pensamiento que se le hacía irreconciliable, pero él había tratado con suficientes cadáveres como para reconocer las señales de cianosis en los labios y en los dedos y el frío que acompaña a la falta de vida, cosas que se le hicieron evidentes con la cercanía.

—Por último, y esto es algo personal —añadió Jax tocado por una extraña nostalgia—. Fui veterano de guerra. De la guerra... — Sus ojos se pasearon por la mercancía de la tienda de antigüedades. Había pasado años validando el catálogo de Mike, y con muy buen mérito. Su conocimiento era de primera mano—. Nunca pongas tu confianza en un arma de fuego. Cuenta con tener los pantalones de hacer lo que te toca con tus propias manos.

Posó su boca abierta sobre el brazo del tipo, depositando un suave beso y la caricia de su lengua sobre la ofensiva esvástica y luego arrancó tinta, piel y tejido de una mordida. La sangre se esparció caliente sobre su rostro. Ocultos tras el reflector de sus gafas, sus ojos, antes un decadente gris con matices púrpura, adquirieron un suave azul y su piel, la tonalidad rosada que parecía haberle eludido a la sombra de la muerte minutos antes.

El idiota guapetón se desmalló entre sus brazos y Jax soltó una risa burlona sin dejar escapar por un segundo el pedazo de carne que tenía en la boca.

—Uno para el camino —dijo mientras guiñaba un ojo a Mike y a Julio—. ¡Vamos Mike! Tú tienes tus adicciones vegetarianas, y yo las mías. Este es mi taco de calabacín. Julio, ¿me das una mano, ese? 

Julio respiró profundo.

—Vete a la chingada, gringo del demonio, ¿te hacen falta otros cien años para aprender que los pronombres no se tiran por todos lados? Pero bueno, este que está aquí, te va a dar una ayudita y a hacerse de la vista larga...

Pasados veinte minutos, el sol estaba empezando a caer y Jax Pelman no se molestó en remover sus gafas. El motor de su Mustang ronroneó como un obediente gatito mientras tomaba la carretera 301 para abandonar Dade.

Mike y Julio se quedaron atrás, limpiando rastros de sangre. Entrada la noche, reportarían un auto sospechoso estacionado en la curva de la calle. Mike describiría el tipo sin dejar un solo detalle, seguro de que el neo-nazi solo viviría en sus recuerdos.

Unos años atrás, Mike se mudó a Dade City, para descubrir que se trataba de un pueblo pequeño con grandes e inconcebibles secretos. Afortunadamente, le tocó conocer a la gente adecuada en el momento preciso. Mike era un hombre de pocos amigos, pero por suerte, estaba en las buenas gracias de Jackson Pelman...

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