Omnivoros oportunistas
—Agradezcamos a las tiendas Walmart, colosos industriales que aseguran artículos de primera y no tanta necesidad, veinticuatro horas al día. Sin duda mataron los mercados de Papá y Mamá y esas coloridas tienditas de Cinco y Diez, pero —Jax detuvo su monólogo para abrir un paquete de plástico. La bolsa, con al menos sobre un cuarto de puro aire, dejó escapar un audible ¡pop!, que pronto se perdió entre los otros tantos ruidos del pantano—, son toda una fuente de inspiración. El último bastión del consumismo. Glorioso delta donde desembocan, a las dos o tres de la madrugada, aquellos que jamás han de aspirar a ser caballeros o bellezas sureñas con la esperanza de quedar plasmados al menos en páginas de burla en redes sociales. ¡Dios bendiga la nave madre de los walmarcianos, y que nunca en sus pasillos falten deliciosos y bien amados malvaviscos extragrandes!
Con esto acercó la bolsa a su nariz, inhalando el dulce aroma de merengue de vainilla. Heroína de cristal de azúcar, forjada en suaves almohadoncitos blancos. Conjurando un vestigio de buena costumbre, decidió compartir lo que tenía a mano con su víctima.
—¡Vamos, hijo! Te caben al menos unos cuantos más. Estoy buscando terminarte con un aire a lo Marlon Brando en El Padrino. Que, honestamente, es un aspecto mejor del que tuviste en vida.
Introdujo dos dedos en la boca del cadáver empujando un par de malvaviscos hasta sentir que ya no daba más. Los dulces se apilaban en la curva de la faringe del muerto y uno que otro, se asomaba, blancuzco, descompuesto y empapado en sangre y mucosa por el hueco que una vez ocupó su garganta.
El ahora fenecido asaltante despertó en algún lugar entre las afueras de Dade y Lacoochee, obligando a Jax a desviarse de su ruta. Pelman le había prometido a Julio ser juicioso. Y ahora, podría jurarle a su amigo con la más solemne sinceridad en su rostro, que el plan consistió en botar al tipo fuera de las inmediaciones del Condado de Pasco, como se suele hacer con las zarigüeyas indeseables. Eso hasta que las circunstancias gritaron «¡Giro en la trama!» y ya no se pudo hacer mucho.
Las criaturas como Jax aprecian el silencio; tienen una consideración por la gente que habla despacio y guardan buenos modales. En fin, todo lo contrario al individuo quien, bajo ninguna circunstancia, quiso razonar. Lo que en un principio le había causado espanto, la idea de no saber a qué se enfrentaba, le dio un segundo aire una vez despertó del shock inicial. Cuando las patadas y los gritos provenientes del maletero se empezaron a escuchar por encima del canal de Spotify de Delta Rae, que garantizaba la paz mental del revenant, Jax entendió que esta era la última, gruesa gota que haría derramar el vaso.
Eso y el hecho de que probar un poco nunca le resultó suficiente.
Más que un zombi, menos que un vampiro, podía pretender no necesitar sustento por días, extenderlo a semanas, incluso meses, encontrando un alivio extraño en sentir el castigo de esa sed insaciable y la necesidad imperante de su cuerpo de hacer comunión con la carne viva como solo uno de su clase puede hacerlo.
Por un instante se le confundieron los pensamientos. A veces se distraía pensando en palabras a las cuales remotamente encontraba un parecido y se detenía a redefinirlas. Su adhesión a ser un héroe le costó la vida. No era un héroe. Era un monstruo plagado por una... Adicción. ¡Esa era la palabra!
Ya no se molestaba en lamentar esos momentos de desvarío. Eran el pago a ser un vagabundo. Brigitte del Cementerio, el oráculo de la muerte y caprichosa loa del vudú, puso sus ojos en él hace poco más de siglo y medio, lo esculpió a su medida, utilizándolo como diversión y distracción en un eterno juego entre luz y sombras. Una vez se cansó de él, le permitió vivir fuera de los cofines de Nueva Orleans, no sin antes recordarle que los revenant siempre vuelven a ella, una vez hayan destrozado todo lo que aman.
Por años La Dama del Cementerio fue su mejor amiga, con intención de adquirir derecho y tal vez lo hubiese conseguido, de no tener la manía de encargarle trabajitos aberrantes, por los que le recompensaba con cosas impensables.
Solo por dar un ejemplo, la última vez que cruzaron camino, el oráculo de la muerte prometió dejarlo libre de encomiendas, solo para contagiarle una... ¿Infección? No. Afección al dulce. Interesante metáfora en un mundo de amores y obsesiones no correspondidas. Llevaría para siempre la marca de una casi ex vengativa a quien no solo le plació arrancarlo del sepulcro, sino que también dictaba los antojos de su peculiar paladar.
No es que eso fuera lo peor que La Dama le hiciera en este eterno suspenderse entre la vida y la muerte, bastaba con tocarse el pecho y sentir la cicatriz en forma de equis que le marcaba como suyo.
X. Como la representación de un beso en una carta de amor adolescente, como el recuerdo de un favor pendiente a pagarse...
Sus labios, con rastros de azúcar batida y despojo humano, daban testimonio de que cuestionar o protestar no remediaría nada. Por siempre y para siempre un invitado indeseable, un monstruo defectuoso en el sofisticado mundo de las criaturas nocturnas.
Sin detenerse a pensar más, echó el cuerpo de su víctima sobre los hombros, para dejarle caer unos cuantos metros más adelante, en el corazón de una ciénaga. Jax entró en el pantano hasta que el agua le llegó al pecho. Se detuvo a observar como el cuerpo inerte se desplazaba, dejando una última impresión sobre la fina capa de polen y rastros de maleza que se había posado sobre el agua durante el día. Poco le importaba el movimiento en la periferia de su visión, las figuras oscuras que se adentraban al agua. Depredadores que, al igual que él, amaban los malvaviscos. Pupilas hendidas revestidas de verde se abrían para reflejar la luz de la luna, que se asomaba vaga entre espesas nubes. Omnívoros oportunistas, los caimanes abrían una estela en el agua para cercarse a su inesperado, pero bien recibido festín de medianoche.
Las bestias evitaron a Jax, reconociendo en él un depredador más capaz, a pesar de su forma humana. Pelman sonrió, desfigurando su apariencia con una hilera de dientes afilados que le daban más en común con los reptiles que con cualquier otra forma viviente.
Estuvo allí un rato, viendo a los caimanes despedazar, volteando sus cuerpos con velocidad vertiginosa para arrancar jirones de carne, dejando solo el pálido reflejo de sus panzas expuestas y un remolino violento en el agua como testigo del ritual. Por alguna razón la escena le tranquilizaba, dándole una excusa para presumirse dentro del marco natural de las cosas. Él también era un animal, programado para sobrevivir entre reacción y adaptación. Por más que deseara tener una vida normal, en pequeños pueblos sin mayores pretensiones, esta era su verdadera casa.
Por primera vez en las últimas veinticuatro horas, su mente estaba completamente clara. Sus sentidos se agudizaron y sus memorias, la colección de innumerables tormentos y escasas alegrías que marcaron su vida se hicieron presentes.
Jackson Pelman salió de las aguas con la sensación de haber recibido lo inverso de un bautismo. Es costumbre de los predicadores repetir desde sus pulpitos que el hombre viejo entra al agua para salir de la misma, renovado. Sentía cómo todos sus pecados se aferraban al peso de su ropa mojada. Ese era el precio a pagar por extender su contrato con la vida de la manera más irreverente. Vivir para siempre, cargando recuerdos.
Se lanzó de espaldas en un claro cercano al pantano. Miró hacia arriba, sabiendo que la noche tenía la intención de negarle hasta las estrellas. Tenía cantidad de recuerdos de entre los cuales escoger. Decidió que pensaría en lo que fuera, excepto en Magnolia, su única y verdadera ex, a quien, para bien o para mal, y sin mucha consciencia, despachó de la vida hace un siglo y medio, por encargo de La Dama. ¡Vaya forma de acabar con una relación! No hay terapia para superarlo, solo pesadillas, heraldos de la amargura y el remordimiento, que sin falta, empiezan a colarse en sus sueños cuando los días se hacen cortos y su mente cae presa de los delirios de octubre.
¡Maldición! Con M de Magnolia, de melancolía, de metidas de pata que ni el perdón del cielo o el azote del infierno pueden liberar. Sería una noche perdida.
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