V. Piggy Back

Lydia Sigertem siempre supo que su destino era ser admirada y ser exitosa; sentada en aquel escritorio, jugando con una copa de vino y llenando reportes escolares, supo que de sus fantasías solo una se cumplió.

No es que no lo agradecería, después de tanto tiempo sin tener un sitio para dormir lo mejor que pudo pasarle fue que un borracho perdiera las escrituras de la escuela de su infancia, durante un juego de póker.

—Maldición. —se quejó la mujer al oír como la puerta de la escuela se cerraba.

Lo despediría, eso era un hecho. No es que aquel conserje fuera indispensable.

Sonrió un poco, bebió lo último que quedaba en su copa y se dispuso a aprovechar su tiempo, visitando el único sitio que jamás había explorado: el cuarto de la puerta roja.

Un sitio como aquel capturó su atención desde el primer momento pero algo le impidió arriesgarse o, tal vez, era el olor extraño que de ahí salía. La curiosidad mató al gato y Lydia estaba dispuesta a matar todos los gatos que hiciera falta para saber lo que se oculta en la antigua oficina del director Tórrez.

Observó los cuadros en las paredes, horribles retratos de ancianos. Recordó como aquel borracho le había dicho que jamás debería quitarlos a menos que quisiera volverse uno más en la colección; eso, junto al resto de normas ridículas que había dado hizo que la mujer se riera... risa de la que se arrepintió cuando el cuerpo del pequeño Freddy fue encontrado durante su primer día como directora.

Ni una semana logró completar sin incidentes y eso solo la puso de mal humor. Busco entre sus llaves la que estaba etiquetada como "Cuarto rojo", al girarla supo que sea lo que estaba ahí cambiaría su vida para siempre.

Agradeció haber tomado el celular al dirigirse ahí, el pasadizo era oscuro y demasiado largo para su gusto; con cuidado de no pisar mal o de enredarse con alguna teleraña, finalmente llegó al sótano.

—Debe estar por aquí...—dijo, buscando a tientas un interruptor en la pared.

Encendió la luz...y gritó.

Gritó tanto como pudo al ver en el suelo los cuadro cuerpos, y un par de cabezas, de los niños que está semana habían fallecido.

Cubrió su boca y nariz, más asqueada que angustiada tras recuperarse del susto.

—Así que aquí terminan, —dijo sin mucho ánimo —pensé que ese idiota los habría insinerado.

Miro con cierto desdén los cuerpos en el suelo. Si bien ella siempre se enorgulleció de su buen juicio y sus brillantes ideas, el alcohol sacaba las peores de su mente.

—No los puedo dejar así. —dijo poniéndose manos a la obra.

Encontró una calabaza que apenas podría encontrarse en mejor estado que la cabeza hinchada de la niña vestida de bailarina, Gabriela, tuvo que recordarse. Sin mucho cuidado, la arranco del cuello y la botó fuera de su vista antes de colocar en ella el vegetal. Sonrió contemplando su obra.

Volteó a ver al niño a su lado, cubierto de hoyos en su cuerpo. Casi pudo ver una lágrima caer por su rostro y supo que no podía dejarme de esa forma; tomo una de las macetas y se acercó al niño, escarbando en su interior antes de plantar con cuidado en el pequeño un poco de dulcamara.

Emocionada procedió a trabajar en el cuerpo más grande, a quien apenas reconoció como Marina.

—¿Qué me ves? —grito, sintiendo que la mirada de la chica sin piel en el rostro no dejaba de verla.

Acercándose un tanto tambaleante, pateo el cuerpo y se quedó pensando que podría hacer ahora. Tomando una hoja de papel y un poco del barro en la ropa de la chica, dibujo lo que bien podría ser el peor rostro jamás creado, y lo arrojó sobre la cara de la chica.

—Ya en serio, te ves mejor así. —canturreo.

Mirando el triste montón de carne que alguna vez fue Freddy, solo atinó a dibujarle con el dedo una carita feliz.

Feliz con su labor como la gran directora que es, Lydia emprendió su camino hacia arriba. Entre sus balbuceos y una mala interpretación de la última canción que escuchó en la radio esa mañana, supo que era el momento de llamar al inútil del conserje y pedir que la llevara a casa.

—¿Y tú quién carajos eres? —pregunto a la silueta que aguardaba de pie frente a la puerta.

—¿En serio no me reconoces, Lydia? Te observo cada día desde arriba. —señala el cuadro de un viejo señor de gafas redondas y apenas unos mechones de pelo gris.

—¿Señor Torrez? —pregunta cerrando la puerta tras de sí.

Unos golpes en está la asustan.

—Parece que ya vienen por ti...—sonrió el antiguo director, preparado para lo que vendría a continuación.

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