Capítulo 8.- El lenguaje de las flores
Anka Rheinberger no era una mujer ingenua. Aunque era famosa por dar a los pacientes del St Bartholomew Hospital una atención compasiva y afectuosa, conocía las mañas que se requerían para trabajar con todo tipo de personas.
Y si Yelena pensaba que Anka era una muchachita inocente y tonta, tendría que reconsiderar su posición.
Para nadie en el hospital era secreto que Yelena había sido recomendada por el propio director del St Bart, pero seguía causando mucha curiosidad que pudiera mantener su puesto cuando quedaba claro que su vocación no era el cuidado de los heridos y enfermos.
El trato de Yelena era hosco y fríamente eficiente, como una tarea desagradable que debe hacerse a pesar de su naturaleza deshonrosa.
No eran pocas las mujeres que trabajan a causa de la necesidad y no de la vocación, pero difícilmente elegían la enfermería como su modo de vida si se les presentaba la oportunidad de coser, cocinar o incluso cantar. El oficio de enfermería era duro y mal remunerado, y aunque existía cierto respeto hacia las cuidadoras, no se les reconocía plenamente como profesionales de la salud.
El misterio de Yelena era de gran interés para Anka, más allá de los chismes sin fundamento que circulaban en el hospital.
— Dicen que era la amante del director Shaw. —Le comentó aquella tarde Hitch Freudenberg, que había vuelto recientemente de Escocia, luego de fugarse con su prometido Marlo, para casarse en Gretna Green. Parecía tan centrada como de costumbre, pero nadie podía ignorar el brillo impactante en sus ojos verdes.— Supuestamente, Shaw la trajo a trabajar al St Bart después de que su esposa se recuperara del parto de su segundo hijo. Según esto, sólo la habría tomado como su amante durante el embarazo de su mujer.
— Qué tontería. —Replicó Anka. De su almuerzo ya sólo quedaban dos huevos duros y la mitad de una manzana. — Si fuera una amante desechada, podría haberla enviado a trabajar como insritutriz o dama de compañía. O al St Thomas, si no hubiera más opción.
— Sabes que a la gente le encantan las teorías que tengan que ver con una aventura amorosa, querida. —Repuso Hitch con una sonrisa maliciosa, mientras remojaba una alcachofa ahumada en un cuenco de mantequilla caliente.— Y más aquellas en las que una mujer es despachada.
— Yo prefiero las historias en las que los maridos son puestos en su lugar con el atizador para alfombras. —Anka se echó a reír, aunque no descansaba por completo de sus inquietudes sobre Yelena. Un poco más seria, mordió su trozo de manzana y descansó la mejilla en su mano.— ¿Tú que crees?
Hitch había terminado sus alcachofas, cazando hasta la última gota de mantequilla del pequeño contenedor. Pensativa, estiró la mano y robó uno de los huevos duros del almuerzo de Anka.
— Honestamente, no sé qué pensar. —Le dijo a su amiga, quien no le reprochó aquel hurto salvo por una mirada salvaje.— He visto a muchas mujeres atravesando situaciones difíciles, y cada una de ellas lo afronta de manera diferente. Sin embargo...
— ¿Ajá?
Hitch se encogió de hombros.
— Yelena no parece el tipo de persona que está escapando de algo desagradable. —Junto a esta declaración, vino un ligero ceño fruncido.— De hecho, parece bastante cómoda en su posición.
— ¿Cómoda? —Anka repitió, escéptica.— Yelena parece tan a gusto como un acusado de herejía en el potro cada vez que se le asigna un paciente.
— Quizá no era la palabra correcta. —Admitió Hitch, con una sonrisa burlona brillando en sus ojos.— Me refiero a que Yelena controla cada situación, da igual que no le guste. Y cuando he tenido que trabajar codo a codo con ella, me he fijado que conoce bastante bien la metodología de los médicos. Nunca había conocido a una enfermera novata que no tuviera que preguntar mil veces el por qué de uno u otro procedimiento.
Anka sólo observó a su amiga mientras terminaba de comer, tan distraída que ni siquiera le molestó que la otra robara su último huevo duro. Hitch era una observadora talentosa y ahora que ella lo mencionaba, debía reconocer que tenía razón.
Yelena era más eficiente que cualquier otra de sus colegas con años de antigüedad en la profesión, daba igual que su cara atemorizara a los pacientes. Era de suponer que se había dedicado al área de la medicina desde muy joven.
— Ey, Anka. —Hitch agitó una mano delante de sus ojos para llamar su atención, provocándole un ligero sobresalto.— Vaya, por poco te fuiste al otro mundo. ¿Qué pasó?
— Ah... nada. —Ella mintió, tratando de sobreponerse con una sonrisa forzada.— Recordé que saliendo del trabajo debo ir a ver cómo está el señor Goldenrod.
Hitch levantó una ceja.
— Cariño, con la frecuencia que visitas a ese viejo tuberculoso, cualquiera diría que tienes una aventura con él. —Aunque sus palabras eran sólo para fastidiar, Hitch observó como su amiga se sonrojaba hasta la raíz.— Jesucristo, tus gustos son peores que los de Hanji.
— ¡Ya basta, Hitch! —Anka le suplicó en un susurro, esperando que nadie las hubiera escuchado.
La de cabello claro se echó a reír, pero no escarbó más en el tema. Principalmente porque sabía cuándo era el momento correcto para desvelar un buen chisme.
Una vez que ambas se despidieron, continuaron su turno en diferentes áreas del hospital.
Como si fuera parte del destino, a Anka le tocó trabajar codo a codo con Yelena, la protagonista de sus chismorreos. La castaña aprovechó esta situación para observar mejor a su colega, confirmando las observaciones de Hitch acerca de su habilidad y su conocimiento sobre instrumentos médicos.
Yelena tenía que haber recibido una fuerte instrucción previa en medicina... o haber estado muy cerca de un médico para habituarse a su ritmo y exigencia.
Una vez que acabó su turno, Anka cogió su abrigo y salió del hospital a las frías calles de Smithfield, en el corazón de Londres. La primavera había llegado con suaves lloviznas heladas, pero al menos la nieve ya se había derretido.
En vez de tomar la ruta que la llevaría a casa, tan sólo a cinco cuadras de St Bart, Anka detuvo a un carruaje de alquiler y le pidió que la llevara a Whitechapel.
Odiaba recorrer aquella zona ella sola, pero sin importar como le temblaran las rodillas mientras atravesaba las peligrosas calles de Clerkenwell, sabía que no podía dejarlo estar.
Todo aquel que preguntaba, recibía como respuesta una vaga historia acerca del Señor Goldenrod, un anciano ex combatiente de Crimea que había sobrevivido a la tuberculosis con graves efectos colaterales, el cual a todas luces necesitaba los cuidados de una enfermera.
El departamento del tercer piso en Douglas Street era exactamente igual a todos los demás, un poco menos deteriorado que las zonas más peligrosas del barrio, pero igualmente triste y manchado de ollín. Afuera del edificio no pululaban prostitutas sino floristas y un boleador de zapatos. La gente hacía todo lo posible para recuperar la zona y darle una buena reputación.
Cuando Anka se encontró frente a la puerta del departamento, no tocó la puerta como hubiera sido lo esperado, sino que abrió la cerradura con una llave que extrajo de su bolsillo.
Adentro reinaba una oscuridad absoluta, y si no fuera porque ella sabía exactamente quién vivía en ese departamento, creería que la quietud del espacio representaba su abandono total.
Nadie salió a recibirla, por supuesto.
Primero, Anka cerró la puerta a sus espaldas, echando de nuevo el pestillo, y luego caminó los diez pasos necesarios para dar con la puerta de una habitación. Ella también tenía llaves de esa puerta, y cuando la abrió, la recibió aún más oscuridad.
— No entiendo por qué no enciendes al menos una vela. —Murmuró al hombre que sabía que se escondía en la oscuridad. Ella no podía ver ni su nariz, pero confió en él cuando la cogió de la muñeca para meterla a la habitación y cerrar la puerta.— Desde aquí adentro no evocarás luces y sombras a la calle.
— Precaución, supongo. —Respondió la voz de barítono de un hombre maduro, pero en absoluto anciano, que sonaba tan ronca y áspera como siempre, debido al tiempo que pasaba en silencio en su aislamiento.— A veces enciendo la vela para leer un poco.
— El periódico, imagino. —Ella suspiró, y aunque no recibió respuesta alguna en medio de la oscuridad, pudo imaginar la sonrisa del hombre a quien había estado visitando clandestinamente en los últimos meses.
Como consideración a la enfermera, el hombre tomó una lámpara de aceite ubicada junto a su cama, la cual encendió poco a poco para que la luz no lastimara sus ojos.
Lentamente la desgarbada figura de Erwin Smith adquirió foma en el marco de la pequeña y oscura habitación.
Anka no podía saber si el Comandante Smith era consciente de lo nerviosa que se sentía con él a solas en su habitación, pero era de suponer que cualquier caballero respetaría el espacio personal de una dama.
Salvo que esas no eran circunstancias habituales.
Fue en Navidad que el convicto Comandante de Scotland Yard le envió un mensaje a través de un desconcertante ramo de flores en el St Bartholomew. Todas sus compañeras habían estado muertas de la envidia, pero ella sólo podía atender la nota que acompañaba el pequeño ramillete de iris blancos.
« Quiosco de St Peter. Domingo. »
No había ningún remitente, pero no hacía falta. Ella reconocía la letra porque durante los días que Erwin Smith había permanecido internado en St Bartholomew, Anka había actuado como intermediaria para llevar los mensajes que él requería enviar, además de mantenerlo informado con los últimos acontecimientos de Londres, mientras él era recluido como sospechoso del caso del destripador.
En aquel entonces, Anka sólo había sido un medio para mandar y recibir mensajes, pero cuando las cosas se pusieron realmente difíciles, tomó la decisión de involucrarse, ayudando al Comandante a escapar del hospital.
Él se había mostrado agradecido, aunque un poco renuente, pero no había hecho ninguna pregunta.
Hasta el día domingo, su día libre, cuando Anka lo buscó entre la multitud cerca del quiosco de St Peter. No entendía por qué un hombre buscado por la policía y famoso en la ciudad elegía un lugar tan visible, y precisamente un día donde la plaza estaría atiborrada de gente.
Mientras caía la tarde y ella aguardaba de pie, muy atenta a las personas que cruzaban la plaza entre risas y bailes, un vagabundo se acercó a ella y le ofreció una flor blanca.
Anka supuso que el hombre intentaba sacar unas monedas para cenar, así que sacó de su bolsa un par de chelines y se los entregó al extraño, a cambio de la flor.
Aunque una tupida barba rubia le cubría la mitad de la cara, pudo percibir la sonrisa del indigente mientras miraba las monedas como si fueran algo muy curioso y divertido.
— Cuando pienso que usted no puede ser más generosa, me vuelve a sorprender.
Anka abrió los ojos como platos al oír la voz inconfundible del Comandante Smith. Había sido imposible reconocerlo en aquel abrigo arapiento y enorme, con el cabello sucio echado sobre la frente y una barba tan tupida que parecía más castaña que rubia. Pero además de su voz, sus ojos azules delataban la naturaleza de un hombre astuto, inteligente y peligroso.
La enfermera no ignoraba lo que decían las últimas noticias del Times sobre Erwin Smith, y su inquietud debió reflejarse en su rostro porque el rubio se inclinó respetuosamente y se situó justo detrás de ella, dando la apariencia de no estar juntos.
— Perdóneme por citarla así de repente. —Le oyó decir a sus espaldas, mientras ella reprimía el impulso de girarse.— Sólo puedo imaginar lo que usted pensará de mí con este disfraz y luego de lo que circula sobre mí en el Times.
— ¿Ha leído los periódicos? —Preguntó ella con curiosidad, bajando la mirada a la flor que sin querer había comprado. Era un tulipan blanco, como los que había recibido unos días atrás.— ¿Cómo?
— La basura de unos es el tesoro de otros. —Respondió sencillamente el ex Comandante, con una tranquilidad tal que nadie diría que lo había perdido todo en pocos días.— En mi situación, no puedo no mantenerme informado. Debo reconocer que el aislamiento en St Bart era más cómodo que esto.
— ¿Por qué no se quedó en el hospital? —Quiso saber Anka, no sin cierta aprensión. Estaba en su naturaleza regañar a los pacientes imprudentes que no cuidaban su salud adecuadamente.— Pudo haber enfrentado la justicia en una habitación cómoda en vez de una celda.
Por el rabillo del ojo pudo ver que el rubio sacudía la cabeza, casi para sí mismo, mientras una familia pasaba por su lado intentando evitarle lo más posible. Aquel era un disfraz muy eficiente.
— Alguien me quiere en la orca, señorita Rheinberger. No podía esperar un proceso justo mientras me implantaban pruebas y compraban al magistrado para declararme culpable de homicidio múltiple.
El hombre hablaba entre susurros, debido al tema de conversación, de modo que Anka se vio forzada a acercarse más a él, dándole todavía la espalda. A pesar de su aspecto andrajoso, no olía mal... sólo como a tierra mojada y bosque. ¿Se había ocultado en algún parque?
Sólo hacía falta echarle un vistazo para darse cuenta que no había dormido bien, y parecía haber perdido peso, aunque el abrigo y la barba le impedían asegurarlo con total seguridad.
— ¿Por qué me citó aquí, Comandante Smith? —Le preguntó con inquietud.
Para su sorpresa, el hombre la tomó suavemente del codo, arrastrándola detrás del quiosco, protegidos por las sombras y el ruido que reinaba al otro lado.
— Llámeme Erwin, por favor. —Le pidió en voz baja, casi cubriéndola con su cuerpo, protegiéndola de algún espectador curioso.— Lamento mucho las molestias que le he causado, y soy consciente del problema en el que podría meterse si alguien descubriera que me ayudó a escapar de St Bart. —Los ojos azules del policía se ensombrecieron en una expresión lamentable, como si apenas pudiera soportar la culpa.— Por eso necesitaba decirle en persona que he dispuesto una coartada para usted el día que me ayudó a salir del hospital. Tengo un contacto que asumirá la responsabilidad de mi huida en caso de que sigan investigando el tema.
Anka levantó las cejas con sorpresa, pues no había esperado que el Comandante, en su situación, se tomara esa molestia.
Debía reconocer que por las noches le entraba el miedo irracional de que la policía viniera por ella, acusándola de complicidad en la fuga del principal sospechoso del caso. Sin embargo, no sólo no se arrepentía de haberlo hecho, sino que estaba segura de volver a hacerlo si se diera la oportunidad de repetir la situación.
Erwin Smith le ofrecía la posibilidad de desligarse completamente de él y sus problemas; incluso parecía querer que ella lo negara en caso de ser interrogada.
Y sí, lo negaría, pero no porque quisiera abandonarlo.
— Da la impresión de no haber dormido en una cama caliente en días. —Anka le dijo con mirada crítica, sorprendiendo al rubio.— Y tampoco parece haber comido bien.
— Bueno, señorita Rheinberger... está hiriendo mi orgullo. —Le dijo Erwin con una sonrisa apenada.
— Anka. —Repuso ella a su vez, con su voz de enfermera. Esa voz autoritaria y gentil que convencía a los pacientes de beberse la medicina sin importar cuán horrible fuera su sabor.— Mi nombre es Anka. Y creo que dadas las circunstancias, es apropiado tutearnos.
Erwin no dijo nada al principio. Parecía tenso y desconcertado, como si no supiera en qué idioma le estaban hablando.
Anka supuso, con tristeza, que la paranoia del ex Comandante debía estar a tope en esos días. Probablemente no confiaba ni en su sombra.
— Mi cuñado tiene un departamento en Douglas Street, en el tercer piso. Hace dos años que está desocupado, salvo por algunas cajas con ropa que dejó ahí. —Continuó ella con calma, esperando poder transmitirle esa misma tranquilidad al ex policía.— La idea era tener un refugio para las noches que quisiera huir del matrimonio, pero por desgracia, la pareja ha sido absolutamente feliz, así que el departamento quedó abandonado.
Erwin parpadeó, todavía confundido, suponiendo que a alguna importancia debía tener el cuñado de Anka y su feliz matrimonio.
— Te estoy diciendo que puedes quedarte en Douglas Street. —Le soltó ella al cabo de un momento, cuando quedó en evidencia que él no conectaba las ideas.— Como te dije, ni mi hermana ni su marido lo usan, así que puedo pedirles las llaves. El lugar es muy tranquilo y no despertará la curiosidad de nadie.
— Eso es muy amable de su parte, señorita... —Erwin cerró la boca cuando ella ladeó la cabeza.— Eh... Anka. Pero sería abusar de tu amabilidad más allá de lo impensable. Ya fui un egoísta al pedirte ayuda para salir de St Bart. Si alguien se entera que escondes a un prófugo...
— Erwin. —Anka pronunció el nombre con suavidad, intentando que no se notara lo difícil que le resultaba tutearlo.— Cuando me pediste ese favor, te pregunté si habías asesinado a aquellas mujeres. ¿Y cuál fue tu respuesta?
— Te dije que no lo había hecho. —Erwin masticó las palabras, repentinamente molesto. Era cierto que llevaba días sin dormir ni comer, ni mencionar una ducha decente. Pero estaba haciendo lo que podía para mantener a una mujer inocente lejos de sus problemas.— Pero creo que no entiendes la gravedad de esta situación. En la policía hay una red de corrupción que no sólo me quiere fuera del camino, sino también a cualquiera que averigüe más de lo que es seguro para uno mismo. Me temo que si te involucras, podrías acabar muerta.
— Bueno, pues es una situación de lo más dramática. —Anka intentó bromear, pero en el fondo sí se sentía preocupada al respecto. No es como si ella se enfrentara al peligro todos los días, como Hanji.— Pero no soy ninguna cobarde. Y si lo que dices es verdad, quiere decir que tú no es el único afectado.
Los labios de Erwin se tensaron en una línea fina y pálida. Su expresión de pronto parecía tan amenazante como le describían los periódicos.
Pero Anka no se acobardó.
— Hanji es amiga tuya... y mía también. —Argunentó razonablemente, viendo con cierta euforia como él apartaba la mirada en señal de derrota.— Creo que ambos somos capaces de grandes locuras con tal de proteger a nuestros amigos, y debo decir sin intención de elogiarte, que creo que eres el único capaz de desmantelar esa red de corrupción.
Erwin se mantuvo en silencio, pero ambos sabían que la decisión estaba tomada. Porque el peligro no era sólo para ellos, y las acciones de un hombre en las sombras podía ser realmente perjudicial para los villanos de nuestra historia.
Tres días después, Anka lo introdujo en el edificio residencial, a mitad de la noche. Para sorpresa de Erwin, a pesar de tratarse de un barrio peligroso, no estaba lleno de delincuentes y prostitutas, sino de obreros, jornaleros, amas de casa y niños.
El departamento en el tercer piso contaba con unos pocos muebles, además de cajas con ropa y unos zapatos olvidados debajo de la cama en la única habitación.
Anka lo había acomodado y le había pedido que no encendiera las luces en el salón principal durante la noche, ya que se suponía que el departamento estaba desocupado. Al día siguiente le había llevado comida, una manta y algunos utensilios para la higiene masculina.
Desde aquel momento a ahora, Erwin parecía muchísimo más repuesto; habia ganado peso y ya no olía como si hubiera emergido del reino de las hadas. Sin embargo, había optado por dejarse la barba.
— Siempre pareces asustada cuando vienes a verme. —Observó él en el presente, cuando ella descargó de su bolso latas de contenidos varios: albaricoque, duraznos y cerezas en almíbar, sardinas y atún.— ¿Hay alguien afuera que te esté molestando?
No, pensó Anka mientras daba una rápida mirada al rubio, mi problema está encerrado aquí dentro.
— Es tu barba. —Le dijo, una verdad a medias.— Pareces un vikingo a punto de saltar a una expedición. No entiendo por qué no has querido afeitarte.
— Creo que en cierto modo me he encariñado con ella. —Razonó Erwin, pasándose la mano por la mandíbula.— Y de esta manera es más difícil que me reconozcan aunque me vean por la calle.
— No me imagino por qué. —Ironizó Anka con una sonrisa, recordando que medio año atrás, los periódicos presentaban a Erwin Smith como un hombre impecable y siempre bien afeitado. Era difícil congeniar ambas facetas del rubio.— ¿Has salido, de todos modos?
Anka no recibió respuesta, pero sabía que el fugitivo de la ley hacía excursiones nocturnas de vez en cuando. Por qué o para qué, no lo sabía con exactitud.
Evitando que el ambiente se volviera incómodo, Erwin sonrió cuando distinguió los duraznos y las cerezas.
— ¿Cómo sabes que me gustan tanto?
— Supuse que estarías bien con cualquier cosa dulce. —Ella rió por lo bajo, sacando también el periódico de la mañana.— En St Bart me di cuenta que tu rutina no podía funcionar sin fruta, café y el periódico.
Anka se inquietó cuando Erwin, que desdoblaba el periódico, se paralizó como si le hubieran dado una fuerte descarga eléctrica. Al principio pensó que se había asustado por la familiaridad con que ella reconocía sus hábitos y particularidades, pero entonces notó que sus ojos azules devoraban el contenido de la primera plana del Times.
Pese a la falta de luz, destacaba su palidez, pero Anka no recordaba nada en las noticias del día que fuera lo bastante alarmante para asustar de ese modo a un hombre como Erwin Smith.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top