C A P Í T U L O D I E Z

‹ SOLO OTRA VEZ ›

No estaba bien lo que hacía. Nada bien. Él lo sabía, pero las voces de su cabeza le impedían apartarse de ese muro de piedra, a tan solo unos metros del chico de ojos deseosos de saber más y cabellos de ébano que le había devuelto las fuerzas para caminar, y que ahora hablaba con esa chica de melena despeinada, pero hermosa, con ojos azules, mirando todo alrededor, como si detrás de ellos hubiera una maquinaria llevando a cabo un meticulosos proceso.

Teresa era su nombre. Al pronunciarlo, las letras las sentía como agua que caía débil entre las piedras, que terminaba golpeándose contra un pozo sin salida, el cual no podía llenar.

¿En qué estaba pensando? Por supuesto que jamás podría. Si él era un riachuelo, ella era el océano entero para Thomas. De las risas que le daba no podía escaparse, del brillo en sus ojos al hablarle no podía ocultarse, su liviana presencia a él le era abrumante. Él jamás podría lograr que se quedase, y el tiempo se lo diría. Debía facilitarle la tarea a ambos.

En sus sueños ella le seguía. No hacía nada. No decía nada. Tan solo le seguía incansablemente a donde quiera que fuera, exhibiendo una tétrica sonrisa haciendo resaltar sus ojos, las manos en los bolsillos de su largo abrigo rojo y su cabello esponjado y enredado. Solo eso bastaba para recordarle su lugar, el de alguien reemplazable, pasajero, sin valor.

Él había dormido solo toda su vida. Acostumbrarse nuevamente a ello no iba a ser difícil ¿O sí?. Si no iban a extrañarlo ¿Por qué él debería?

Se escondió tras la pared, se golpeó la espalda y le dio un puñetazo. No estaba pensando correctamente. Deberían condenarlo por atreverse a siquiera contemplar esas ideas, pero ¿Y si estaba en lo cierto? ¿No sería mejor cortar la cuerda por sí mismo antes de que alguien o algo más le dijera que debía haberlo sabido?

"Cállate, cállate, cállate."







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Después de ese día no iba a poder volver a entrar de la manera usual. La rama que le servía de puente había cedido, suponía que era normal después de varios meses haciendo lo mismo. Aún en negación, conservaba la esperanza de que ya no fuera necesario. Tan solo esperaba no haber llamado la atención de nadie, de lo contrario iba a reprocharse para siempre.

El triunfo le duró poco, pues la ventana estaba cerrada y la cortina corrida, impidiendo cualquier vista al interior. De cualquier manera, esta no lucía muy fuerte. Forcejeó con desespero, rezándole a quien fuera para conseguir abrirla sin que nadie se enterase. En un día normal, se abstendría de hacer tal cosa, pero ese no era uno de ellos, y la semana en general podría calificar como inusual, aunque dependía de la lente bajo la que se mirase.

Minho estaba volviendo a las viejas andadas. Sus palabras desaparecían, su mirada, que ya encontraba objetivos, volvía a perderse cada tanto, al caminar ya no le seguía, y sus sonrisas, nuevamente, eran raras. No lo había externado, pero Thomas sabía que algo andaba mal, y fuera lo que fuera, se negaba a pasarlo por alto durante más tiempo.

Finalmente, escuchó algo desprenderse y la ventana cedió. Por poco no pudo evitar que golpeara fuertemente contra el marco. Se frotó los dedos para aliviar el dolor provocado por el esfuerzo y apartó la cortina para introducirse en el cuarto. El susurro del viento tras de sí debió haber sido obra de la muerte. Frente a la pared derecha, bajo la repisa de madera con algunos libros, frascos y papeles, se hallaba Minho, inerte, con la frente manchada de sangre y rastros de lágrimas en sus mejillas.

"Si hubiera llegado un poco antes..."

-¡Minho! ¡Minho! -gritó Thomas, lanzándose al piso junto a él para evaluar su herida y pulso, al igual que su respiración. Sacó un bolígrafo de metal que guardaba en su bolsillo y lo colocó debajo de su nariz, temiéndose lo peor. La superficie del objeto se empañó ligeramente segundos después, lo que le hizo relajarse en algo. Agitado, evaluó sus opciones y concluyó que lo único que le quedaba era hacer lo que pudiera para sacarlo de allí sin que ningún testigo los viera.

Con cuidado abrió la puerta y miró a ambos lados del pasillo. En el cuarto frente a ellos, se escuchaba a alguien tallando contra una superficie dura y el ruido del agua. Escaleras abajo, un zumbido le llegaba a los oídos, pero nada más. Podría ser ese el momento.

Como pudo, cargó a Minho en brazos y cerró la puerta tras de sí con dificultad. Respirando con dolorosa lentitud, bajó las escaleras alfombradas de un mugriento gris y estiró el cuello todo lo que pudo para ver si había algo de qué preocuparse. Llegó al piso de abajo y no encontró a nadie, el zumbido provenía de una habitación entreabierta, cuyo interior no podía distinguir. Pensó en correr hasta la entrada, pero la madera tenía aspecto de crujir mucho, por lo que evitó hacerlo y optó por caminar de la forma más liviana posible, sufriendo por la pérdida de sus fuerzas. Finalmente, llegó hasta la puerta y ni siquiera se molestó en cerciorarse de cerrarla por completo una vez afuera.

Corrió por las grises calles mientras el agua le caía encima, añadiéndole aún más peso al empapar sus ropas. Esquivó a la poca gente que se le aparecía, los agujeros en el camino y a los animales recelosos que lo mal miraban al cruzarse en su camino. Tras una eternidad, llegó por fin al hospital, en donde le obligaron a apartarse de Minho para que lo revisaran y para él mismo realizarse cualquier prueba obligatoria desde la llamada Llamarada.

Lo último que recordaba de esa tarde con claridad, fue la imagen de Minho desapareciendo a través de las puertas metálicas sobre paredes blancas y manchadas.





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Sus momentos juntos habían parado de disminuir, y aunque aquello le alegraba, seguía teniendo dentro un miedo extraño. Dejar a Minho recostarse en su regazo, quedarse ocultos en su saloncito reclamado cuando no tenían ganas de asistir a clases o recostarse junto al lago no muy lejos de allí no se sentía igual. Era como si, en vez de hacerlo por ganas, todo estuviera previamente estipulado. Odiaba esa sensación.

Teresa, por su parte, no se dejaba ver mucho. Ya se habían reunido varias veces en los casi dos meses desde que había regresado; sus conversaciones seguían siendo igual de animadas que siempre, igual de largas también. Seguramente estaba ocupada. Él era estudioso, pero ella lo era aún más y, después de todo, sabía que los deberes y responsabilidades eran mayores para todos los que le llevaban un año de ventaja.

Por un lado, era raramente acompañado, y por el otro, aunque estuvieran casi siempre en el mismo sitio, parecía que no era así. Hacía semanas que no pasaba por su casa, preguntó a Minho por qué no quería que lo hiciera, y por respuesta no obtuvo más que el argumento de que, ahora que no había puente entre su ventana y el árbol, no había razón alguna para que allí fuera. El tema de su herida también lo evadía, y aunque le dolía que no quisiera revelarle nada al respecto, eligió respetar su decisión. Todo esto, aunque le ponía amargo e inquieto, había podido soportarlo con decencia, pero ahora que era el quinto día de la semana que Minho no había ido a la escuela, se daba por vencido.

Seguramente lo regañaría, pero poco le importaba a esas alturas. Con pasos firmes, se dirigió a casa de Minho ni bien terminaron las clases. De ser circunstancias diferentes, habría podido aguardar un poco más, pero luego de encontrarlo ensangrentado, había comenzado a pensar lo peor. Una hora después, estaba a cuatro casas de la suya, preparándose para reunir ramas o piedras con las que llamar a su ventana una vez que llegara, ensayando en su cabeza las preguntas que quería hacerle y el tono con que las haría. En un caso extremo, forzaría la puerta silenciosamente y se infiltraría como un ladrón a riesgo de ser molido a palos por los seres que se hacían llamar padres.

Ya frente a la casa, frunció el ceño al encontrarse con la puerta completamente abierta. Las cortinas blancas en las ventanas parecían fantasmas cansados al mecerse con el viento. Inseguro, subió las escaleras del porche y de a poco se introdujo en la morada. El silencio era sepulcral.

Revisó cada habitación, casi no quedaba nada más que los muebles pesados. Era casi como si nadie hubiera vivido jamás allí. Rápidamente, se dirigió al piso de arriba y llegó hasta el cuarto de Minho resbalándose, golpeándose la cabeza contra el marco de la puerta en el proceso. Pasado el dolor, quedó paralizado al descubrir la estancia completamente vacía, ni un rastro de su chico a la vista, ninguna señal de vida reciente, la ventana abierta de par en par.

Incrédulo, bajó corriendo nuevamente y esta vez se dirigió al jardín trasero, con la esperanza de encontrar algún alma que pudiera darle una respuesta o cuanto menos una dirección a seguir, pero no halló nada. Solo pudo gritar su nombre como si con ello pudiera revelar un rastro que lo llevase hasta él, aferrado a la idea de que su voz llegara hasta sus oídos y pudiera hacerlo o volver o decirle sus razones.

La lluvia volvió a caer y Thomas entró a la casa de nuevo. Buscó en cada estancia una nota, una pista, una carta, lo que fuera que le dijera que había pensado en él antes de marcharse. Probablemente no lo había hecho por voluntad propia ¿Verdad? O se lo habría dicho, cuanto menos despedido. Movió muebles, abrió cajones, levantó tablas... pero no había nada.

Minho se había ido.

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