Capítulo 6
La oscuridad adornaba su entorno en cuanto abrió los ojos. Se sentó sobre el colchón, examinando en silencio el desastre que era por aquel entonces. Las marcas se esparcían por todo su cuerpo, había rastros de la tormenta que había vivido durante los últimos días, aunque estaba seguro, que en algún momento, su alfa debió darle un baño.
Su alfa. Abrió los ojos de sobremanera ante la premisa, terminando por elevar la diestra para pasar sus dedos sobre la piel de su cuello. Ahí, debajo de un par de mechones dorados, descansaba la marca que Dylan había dejado en él. La marca. El rubio parpadeó confundido, poco antes de cerrar los ojos y negar con suavidad. Se sobresaltó en cuanto fue capaz de percibir el sonido que emergía desde su pecho: era su latir, su latir acompañado del de su alfa. Arrugó ambas cejas mientras la diestra subía hasta sus labios, callando el escaso sonido que luchó por brotar de estos.
Sus pardos viajaron de su propia desnudez, hasta el cuerpo que yacía descansando a su lado, enredado en el medio de las sabanas. Dylan se veía relajado, tranquilo. Las comisuras del omega se elevaron ante la escena, poco antes de que terminara por llevar la diestra hasta los mechones castaños del alfa. Los peinó con tranquilidad, notando como los parpados del castaño cedían, mostrando el par color miel que de inmediato, fue a parar en su mirar.
—Buenos días, Tommy —el murmuro de Dylan brotó escaso, aun adormilado. Aquello logró que el rubio riera, apartando la mano que peinaba los cabellos castaños.
—Noches —aclaró el omega mientras recogía las piernas y acababa por enrollar sus brazos alrededor de estas—. Ya anocheció —finiquitó suspirando, cerrando los ojos y apoyando el mentón sobre las rodillas.
—Fueron los mejores tres días de mi vida —el alfa sonrió en cuanto recibió una vez la mirada de su omega: ahí estaba de nuevo, aquel precioso color pardo que le indicaba, que el celo había acabado.
—¿Me cuentas? —murmuró el rubio mientras apoyaba la mejilla sobre sus rodillas, observando con más detenimiento al castaño que se acomodaba a su lado.
—No hay mucho que contar —añadió el alfa apenas una de sus manos fue parar en la rubia melena de su omega, peinando con suavidad los largos mechones de este—. Solo fue una montaña de sexo. Obligarte a comer, a bañarte —el castaño suspiró, recordando las veces en que el celo cedía y permitía que su omega le obedeciera sin necesidad de unirse carnalmente de por medio.
Thomas sonrió ante lo dicho por el castaño, terminando por cerrar los ojos y llevarse las manos hasta el rostro. No recordaba absolutamente nada de ello. Sus únicos celos los había pasado en soledad, y el vivo recuerdo que mantenía de estos, era el dolor de la necesidad antes de que sus venas ardieran ante la inyección de emergencia. Era todo.
Apretó los labios y terminó por bajar una vez más la diestra, deslizando sus yemas por la protuberante cicatriz que adornaba su piel.
—Lo siento —las palabras brotaron de los labios de Dylan antes de que sus brazos terminaran por anclarse alrededor del cuerpo del omega, atrayéndolo contra su pecho—. Sé que nunca lo hablamos, Tommy, sé que no debí...
—¿Estás arrepentido? —las palabras brotaron de los rosados labios del omega, quien arrugando las cejas, ya había borrado la sonrisa de sus labios.
—¿Qué? ¡No! ¡Por supuesto que no! —la mano de Dylan esta vez fue a parar hasta el mentón del rubio, tomándole con suavidad, girando su rostro y logrando que los pardos le miraran a continuación—. ¿Cómo podría arrepentirme?
Thomas le observó en silencio, terminando por ladear el rostro y buscar el tacto de la mano del alfa con su mejilla. El olor de Dylan había cambiado: ya no olía a la mezcla de cítricos que lo caracterizaba, ahora olía a él también. Dylan olía como Thomas-Dylan.
El omega aspiró suavemente el dulce aroma mezclado, poco antes de cerrar los ojos y terminar por buscar los brazos de su alfa. No, no estaba arrepentido. Él tampoco había pensado con detenimiento sobre su unión, pero a ese punto, sabía que no existía nadie más con quien quisiera estar vinculado. Estaba hecho, no había marcha atrás.
—Yo tampoco, Dyl.
A ese punto, Dylan solo hundió la nariz en la suave melena dorada de su omega. El dulce aroma que lo había caracterizado había cambiado, y Dylan lo sabía. Cualquiera que percibiera a su precioso rubio, ahora entendería que estaba marcado, que le pertenecía a él y que nadie, jamás, podría arrebatárselo. Reglas eran reglas. Un omega marcado estaba fuera del alcance del deseo de cualquier otro alfa.
Thomas olería a él, su aroma ya no atraería la atención de nadie más: estaba a salvo. Con aquel pensamiento rondando en su mente, el alfa no pudo evitar llevar sus labios hasta el cuello del rubio, besando con suavidad las rojizas protuberancias que sus dientes habían dejado en este. El pequeño gemido que brotó de los labios de su omega, fue suficiente para arrastrar el pequeño cuerpo y acomodarlo a horcajadas encima de él.
Bastó aquel simple movimiento para que el omega comenzara a mecer sus caderas con suavidad, aprisionando el sexo semi erecto del alfa, justo en el medio de sus glúteos.
—¿Todavía quieres más, Tommy? —Dylan sonrió apenas notó como el pequeño cuerpo del rubio buscaba volver a unirse a él. Y es que el omega lo provocaba con tan solo sonreír. A ese punto no sabía si aún eran los rastros del celo de Thomas, o si simplemente, era una respuesta condicionada que ya no podía evitar.
—Tómame, Dyl —el gemido del rubio escapó al segundo en que Thomas llevó ambas manos hasta sus firmes nalgas, separándolas con suavidad, dejando al descubierto el rosado agujero que ya brillaba desbordando su lubricante natural.
¿Cómo podía alguien negarse a tan dulce petición? Dylan gruñó al acto, terminando por bajar la diestra y acomodar su palpitante erección contra el abusado canal de su omega. Cuando apenas la punta de su dureza se adentró en las estrechas paredes, Thomas terminó por bajar las caderas, envolviendo toda la longitud de Dylan con aquel simple movimiento.
El gemido del omega se perdió en los labios de su alfa, justo cuando este le devoró la boca en un beso. Las caderas de Thomas se movieron con suavidad, marcando un ritmo constante, cadente, disfrutando de sentir a su alfa llenándolo, devorándolo. La sensación de bienestar le embargaba, aun cuando la necesidad ya había abandonado su ser. Era ahí donde tenía que estar: en los brazos de Dylan.
Con un suspiro abandonado sus labios hinchados, el omega volvió a dejarse ir, percibiendo el segundo exacto en que las amplias manos del alfa, aumentaron el ritmo, logrando que su interior palpitara y colapsara de placer casi al mismo tiempo. Caliente, muy caliente. El cúmulo de sensaciones le invadió al instante, obligándole a echar la cabeza hacia atrás, a exponer su cuello en señal de sumisión.
Los dulces besos no demoraron en hacer acto de presencia, complementando el delicioso ritmo que sus caderas ya marcaban por aquel instante. Más, más, un poco más. El rubio jadeaba con los ojos cerrados, percibiendo como su sexo se deslizaba sobre el marcado abdomen del alfa, estimulándose en solitario.
Sabía que su alfa estaba al límite, que la dulce sesión de sexo encontraría su culmen en cualquier instante.
El omega buscó aire con necesidad, abriendo los ojos cuando la lengua de Dylan repasó con suma exactitud las marcas que sus dientes habían dejado en su cuello. La húmeda sensación bastó para que su cuerpo temblara con suavidad, para que buscara sentir al alfa con más necesidad en él. Su interior se contrajo al acto, logrando que el alfa separara los labios antes de volver a encajar los dientes en la blanca piel del cuello de Thomas.
El efecto del lazo volvió a dispararse en ambas direcciones. El pequeño cuerpo del omega se estremeció de pies a cabeza, al tiempo que su cuerpo alcanzaba el clímax, derramándose una vez más sobre el abdomen del castaño.
Dylan percibió el momento exacto en que las paredes del rubio le apresaron, hasta el punto en que la fricción de su interior estuvo a nada de volverle loco. Jadeó con necesidad cuando la humedad abordó su piel, sabiendo que su dulce chico había alcanzado el orgasmo. Pero Dylan se negaba a llegar a él. La sensación ferrosa de la sangre seguía inundando sus papilas, el sabor de Thomas continuaba mareándole de pies a cabeza. Era algo que no podía describir, era una tormenta de emociones que amenazaba con romper su razón en cualquier instante. Apretó los ojos con fuerza al tiempo que volvía a tomar control del cadente vaivén.
Thomas estaba laxo, suave en sus brazos, sumiso, dejándole tomar el control, permitiéndole mantenerse anclado a la dulce piel de su cuello. Thomas era perfecto, más que perfecto. Había sido hecho para él, para complementarlo, para amarlo. Y ahí estaba, cediendo a su deseo, a su instinto, al destino.
Con un gruñido deslizándose fuera de su boca ligeramente ocupada, el alfa finalmente se permitió alcanzar el orgasmo, sintiendo como su sexo se derramaba en el apretado interior del rubio, antes de que la inflamación hiciera acto de presencia, manteniéndole inevitablemente unido a Thomas.
El gemido que brotó de los labios del omega ahogó el ambiente en menos de un instante. El alfa se separó del cuello del rubio para observar los pardos que yacían encharcados, observándole en silencio. Dylan no pudo evitar alarmarse, llevando sus manos hasta las mejillas del omega, buscando consolarlo con ello.
—Duele, Dyl —las manos del rubio buscaron la espalda del alfa, quien, en respuesta, rodeó el tembloroso cuerpo del rubio con sus brazos.
Sentir el nudo sin el efecto del celo, probablemente no era del todo agradable.
—Lo siento, lo siento, Tommy —con desesperación evidente, el alfa buscó llevar sus labios hasta las mejillas del omega, depositando tiernos y espaciados besos por toda la blanca piel de estas.
Dylan había estado con un par de betas antes, y aunque había sido en su alocada adolescencia, sabía que su nudo jamás se había presentado. Solo ocurría con Thomas, y si tenía que adivinar la razón, tenía una buena pista sobre ello.
Bastaron un par de besos sobre la cara del rubio, para que este finalmente se relajara, terminando por aceptar de mejor manera la unión que mantenían por aquel instante. Unión, omega, celo. La alarma se encendió en su cabeza casi de inmediato, haciéndole apretar con sumo cuidado el cuerpo que sostenía entre sus brazos.
Por la mañana debía ir al poblado cercano y conseguir pastillas para Thomas. Aunque, si lo meditaba con detenimiento, un cachorro con su bonito omega, sería completamente bienvenido. Soltó un enorme suspiro ante el pensamiento poco antes de sentir como el cuerpo de Thomas cedía ante el cansancio, quedándose completamente laxo encima de él. Bastó aquello para que el alfa depositara el cuerpo del omega con suma suavidad a su lado, cuidando de no salir de su interior.
Le observó con detenimiento, examinó la expresión relajada que se pintaba por aquel segundo en el rostro del rubio. Tenía la dicha de poseer a un omega como Thomas, sabía que no existía nadie más en el mundo que hubiese descubierto un tesoro como él. Poco había escuchado de las uniones exitosas entre destinados, todo se remitía a cuentos de hadas, a cosas tontas que las chicas omegas escuchaban para dormir. Pero él, él tenía la dicha de haber encontrado a su destinado. A ese punto, Dylan casi podía asegurar que tocar la piel de Thomas, era equivalente a rozar el cielo con los dedos. No podía describir la sensación que emergía desde el fondo de su pecho y que explotaba en el medio de las sonrisas que su omega le regalaba.
Cerrar los ojos y percibir el dulce latido del corazón de su rubio, le brindaba bienestar. Con aquel extraño pensamiento recorriendo su mente, el alfa finalmente se atrevió a besar la blanca frente del omega, acomodándolo entre sus brazos. Thomas era pequeño, pero alto. Delgado, pero proporcionado, y encajaba perfecto en el medio de su cuerpo, contra su pecho.
El alfa volvió a hundir la nariz dentro de la dorada melena, aspirando la nueva mezcla que desprendían los mechones de Thomas. El dulce aroma a chocolate ahora había mejorado, solo para él. Solo él podía percibir la esencia natural de su omega, solo él podía sentir el segundo exacto en que se le hacía agua la boca tan solo de respirar junto a Thomas.
¡Jesús! Estaba pensando en demasiadas incoherencias. A ese punto, sentía que podía escribir libros enteros de poesía, y todos, dedicados a la dulce criatura que descansaba entre sus brazos.
Quizá, los cuentos de hadas, no eran del todo inalcanzables.
[ ... ]
El omega suspiró con suavidad leyendo por segunda ocasión la sencilla nota que Dylan había dejado sobre la mesa de madera. Hacía un par de horas que el alfa se había ido, dejando a Thomas dormir un poco más de la cuenta.
El rubio cerró los ojos y elevó las comisuras, consciente de que, aun en esa situación, era capaz de percibir la sensación de bienestar que su alfa y la marca, dejaban en él.
Con los dedos de la diestra deslizándose una vez más por la piel de su cuello, Thomas tomó asiento, ladeando ligeramente el rostro en dirección del ventanal, para poder apreciar la luz del día que ya iluminaba el campo del pequeño lugar.
Inmerso en sus pensamientos, el omega solo salió de su burbuja al segundo exacto en que un par de golpes se dejaron escuchar sobre la puerta. Aquello le hizo arrugar ambas cejas al tiempo que se ponía de pie, apresurándose a quitar el primer cerrojo para abrir ligeramente la estructura de madera.
Peligro. No abras.
Thomas ignoró a su omega interior durante un instante, arrepintiéndose al momento en que sus pardos fueron capaces de distinguir la figura que se alzaba justo en las afueras de su hogar, haciéndole retroceder en cuanto la puerta se abrió de par en par, sin siquiera importar la pequeña cadena de seguridad que Dylan había instalado en esta.
—Apestas —la aguda voz del alfa logró que el rubio retrocediera, haciéndose pequeño contra una de las paredes de su hogar.
Thomas odiaba la voz. Thomas odiaba que él la usara en su contra. Thomas odiaba su naturaleza sumisa. Thomas odiaba sentirse indefenso ante el mar de feromonas que comenzaba a inundar el ambiente.
—Todo este lugar apesta —añadió el alfa al tiempo que daba una pequeña olfateada a su alrededor, terminando por posar su penetrante mirada en el rubio que yacía a escasos metros de su posición. La distancia se desvaneció en cuanto las zancadas del hombre le llevaron hasta el cuerpo del omega, deteniéndose para olfatear con suavidad el aroma que el rubio desprendía.
El hombre tensó la mandíbula, no demorando absolutamente nada en llevarse la diestra hasta la nariz.
—Muéstramelo, Thomas, muéstrame el cuello.
Ahí estaba, de nuevo utilizando la única arma ante la que no podía defenderse. Thomas parpadeó durante un instante, sintiendo su cuerpo entero temblar poco antes de finalmente ceder, de mostrar la piel marcada de su cuello en señal de sumisión. La huella de los dientes de Dylan aun yacía roja, la marca había sido renovada apenas unas cuantas horas atrás. El alfa gruñó en consecuencia, terminando por estrellar el puño contra la pared de madera, logrando que el material crujiera contra sus nudillos, sin importar si había roto la piel de estos en el proceso.
—Llévenselo —la orden fue seca, llana. Thomas casi podía escuchar como la quijada del alfa aun tronaba, como su mentón continuaba en tensión, tratando de controlar lo que seguramente, podía acabar mal en cualquier instante.
El omega apenas fue capaz de percibir el segundo en que dos betas entraron a su hogar, apresurándose a llegar hasta donde él, sujetándole sin miramientos de los brazos.
Su omega aulló desde el fondo de su pecho al tiempo que el rubio trataba de apartar el agarre que los hombres ejercían sobre él.
Dylan, Dylan.
Su corazón se aceleró en menos de un instante, sus brazos buscaron fuerzas donde no sabía que poseía, terminando por tirar de los betas, por escabullirse de estos. Sus pardos fijaron la meta en la puerta, sus piernas estuvieron a punto de responder, pero el gruñido del alfa en la habitación le hizo detenerse al instante. Todo su cuerpo colapsó contra la madera del piso, temblando. Su omega gritó de terror desde el fondo de su pecho, ocasionando que Thomas se mantuviera quieto, muy quieto. No lo recordaba, nunca jamás había sido capaz de contemplar la verdadera naturaleza de su padre, y probablemente, hubiese sido feliz de haberse mantenido en la ignorancia.
—No planeo destrozar el cuello de ese alfa, Thomas. No me hagas manchar el traje que tu madre ha elegido para mí —el alfa hizo una pausa, suspirando con frustración—. Planeo dejarlo vivir, en su exilio auto proclamado. ¿Acaso no lo consideras una decisión indulgente? Mató a tu primo, mató a Will, debería tomar sangre por sangre, ¿no lo crees? —los pasos del alfa se detuvieron apenas este se halló a la altura del aterrado omega, quedándose justo a uno de sus costados.
—Así que, aquí esta mi propuesta: vienes conmigo, Thomas, vienes conmigo por las buenas y me obedeces; a cambio, garantizo no tocar ni un solo cabello castaño de ese bastardo.
Thomas tragó de manera audible ante ello, elevando la mirada, observando el marco de la puerta. La plantación era visible desde su posición, el verde del campo, el olor de la mañana, los brazos de Dylan. Todo pasaría a ser un dulce recuerdo a partir de ese momento. Estaba en desventaja, en notoria desventaja. Si su alfa entraba por esa puerta, sería superado en número, saldría herido. Cerró los ojos sintiéndose vulnerable, débil. No podía desobedecer, aun si no aceptaba, su padre usaría la voz contra él, le haría temblar indefenso hasta que su voluntad volviese a quebrarse, a aceptar el destino impuesto. No podría soportar ver morir a Dylan, no podría soportar verlo pelear por su causa, no otra vez.
¿Y estar lejos de su alfa, acaso podría soportarlo?
El rubio negó con suavidad, terminando por ponerse de pie con suma suavidad. Sus pardos continuaron clavados en la madera del piso un último segundo, antes de que la melancolía que devoraba con lentitud sus entrañas, le obligara a observar el paraíso de ensueño que estaba a punto de abandonar. Fue un segundo de titubeo: había escrito una preciosa historia con Dylan, había conocido al alfa que le hizo volver a escuchar su naturaleza, olvidar que era un ser viviente a base de supresores y jerarquías.
Soltando un enorme suspiro al aire, el omega finalmente asintió con suavidad, poco antes de echar a andar fuera de su hogar.
[ ... ]
Los ojos azules de la beta le observaban con dolor.
Apenas habían pasado un par de minutos que arribó a aquel lugar que consideró su hogar por mucho tiempo. Ahora las paredes lucían frías, las pinturas parecían estar sin vida. No le gustaba, no en absoluto. Extrañaba la calidez de las mañanas del campo, extrañaba el colchón mullido que compartía con Dylan. Extrañaba a Dylan. Sabía que había colocado miles de kilómetros entre ambos, pero que siquiera eso, era suficiente para detener la angustia que lentamente subía por su pecho.
¿Qué sucedería cuando Dylan volviese a su hogar y no lo encontrara en él? ¿Pensaría que acaso lo había abandonado? Thomas terminó por elevar la diestra, por hundir los dedos sobre la sencilla prenda blanca que vestía por aquel instante. Dolía, dolía demasiado. No quería pensar en su alfa sufriendo, no quería que Dylan pensara que él lo había abandonado después de la magia que ambos habían creado en días previos. Apretó los labios y terminó por apresurar sus pasos, por olvidar la etiqueta y los saludos, por buscar la soledad de su habitación. No le importó dejar a la beta fuera de esta: quería estar solo. Sentía que el aire le faltaba, que el corazón le fallaba. En su pecho se formaba un enorme vacío que había comenzado a devorarle, a amenazarle.
Dylan, Dylan, Alfa, quiero a mi alfa, alfa.
Thomas dejó ir un escaso gemido de dolor, tratando de ignorar la voz de desesperación con la que su omega, bramaba desde su interior.
Alfa, quiero a mi alfa, mi alfa.
De nuevo se dejó ir, de nuevo sintió la abrumadora ausencia del castaño. Sus piernas fallaron, el dolor le embargó en menos de un instante. El omega aullaba, lloraba, rasgaba y Thomas, muy a duras penas podía controlar la desesperación que lo rompía con lentitud. Quería llorar, quería romper todo, maldecir a su sangre. Quería volver al campo, a Mantua, quería volver con Dylan.
Apretó los ojos en un vago intento por calmarse, quedándose ahí, contra el piso, soportando las arcadas y el dolor que su omega provocaba en él. Moriría, estaba seguro, no podría soportarlo.
Llevándose las manos al rostro, el rubio finalmente dejó escapar su pena, el llanto. No recordaba cuando había sido la última vez que había llorado, no recordaba cuando había sido consciente de su estatus, de su pena, de su origen. Todo daba vueltas a su alrededor, su organismo amenazaba con dejar de funcionar en cualquier instante, y probablemente, aquello hubiese sido lo mejor.
Fue el sonido de la puerta abriéndose de par en par, lo que logró que el rubio reaccionara, que dejara caer las manos de su rostro y observara al beta vestido de blanco que ingresó a su habitación. Su padre estaba justo detrás del hombre de blanco, acompañado con un quinteto más de betas enfundados en sus trajes negros.
Thomas abrió los ojos al instante en que fue capaz de distinguir el brillo metálico de la punta de la aguja, al tiempo que su padre se adentraba al lugar, observándole indiferente.
—Quieto.
La orden fue simple y Thomas se quedó completamente inmóvil en menos de un instante. El beta se aproximó al pequeño cuerpo que yacía anclado al piso, descubriendo su cuello con sumo cuidado.
No fue sino hasta que la aguja atravesó su piel, que el omega finalmente reaccionó. Fuego, era como si le estuviesen inyectando fuego directo a las venas. Thomas aulló de dolor poco antes de llevarse la diestra hasta el cuello, hasta la marca. Dolía, sentía que estaba haciendo combustión, que se quemaba por dentro. Su cuerpo estaba rígido, sus pardos se desbordaban en un mar salado que ya no podía controlar a ese punto.
El beta se llevo la mano hasta la nariz, ignorando las feromonas de terror que el omega estaba soltando por aquel instante, terminando por ponerse de pie para apartarse cuanto antes del cuerpo en el piso.
—Un par de horas, como mucho —sentenció el hombre al tiempo que observaba al alfa, quien, indiferente a la escena, se mantenía con ambos brazos cruzados justo a la altura de su pecho—. El celo inducido no durará lo mismo que un celo normal. Probablemente solo esta noche.
Dicho aquello, el hombre de blanco finalmente abandonó la habitación con rapidez, sabiéndose bastante influenciado por el aroma que el omega comenzaba a destilar por aquel instante: dulce, muy dulce. El aroma de Dylan se perdía, se ahogaba con el efecto de la medicación.
—Traigan a la alfa —sentenció el hombre mayor, poco antes de darse la media vuelta y dirigirse hacia la salida—. Y sellen las puertas de la habitación por esta noche.
Notas finales: desconozco un par de reglas del omegaverse, pero si me he inventado un celo inducido que borra el aroma del alfa unido, ahre. Todo es medicación a prueba, recordemos que el Padre de Thomas estaba obsesionado con cambiar la naturaleza omega de este. Vamos a dejarlo hasta ahí.
Ya aclararé esto un poco más adelante, también el paradero de Dylan, de Ki, de Kaya, de todos. Me fui, feliz cuarentena (SIPI, es por eso que estoy actualizando todo ¿?)
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